«No hay diferencia entre Dios y su templo», dice Stevens en la cláusula 96 de sus «Adagia». Tiene razón, aunque no siempre sea fácil percibirlo.
Y más a menudo aún no es fácil entender que tiene todo esto que ver con la guerra y el dinero.
La poesía se funda en las palabras. Un poema no es más que un intercambio de palabras. Pero a menudo, incluso casi siempre, los poemas se hacen de rogar.
No siempre acuden las musas a las mesas. Algunas, caprichosas, incluso prefieren el arte caminado o la proximidad del agua.
Tampoco está siempre a punto la imaginación. La imaginación es la invención de lo real: un hallazgo.
El poeta es siempre el primer lector del poema. A veces o a menudo —pero quién puede saberlo— el único.
De lo que no hay duda, en cualquier caso, es de que cada poema muere su propia muerte.
Y en esto —¿veis?— no hay diferencia entre poemas y personas.
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