En modo alguno puede ser el poema sólo una máquina de destrucción. Aunque a veces es preciso despejar el campo de batalla. Pero el poema que sólo destruye está creando su propia condena. Nada escapa del fuego de la ira sin causa.
El poema es lo que se dice en la forma de decirlo: no hay querella alguna entre fondo y forma.
Tampoco hay problemas de género en el poema. Las palabras siempre los tienen todos, por mucho que «un poeta mira el mundo del mismo modo que un hombre mira a una mujer» (como dice Stevens en la cláusula 109, marca de época).
¿Y qué es lo que el poema tiene que decir? Si el poeta no lo sabe, quizás no haya poema. Aunque muy a menudo sea el poema la única forma de saberlo.
La naturaleza del poema no es distinta de la naturaleza del poeta. Objetos de atención ambos en un mundo donde los sujetos —pese a un nombre tan marcado— son libres
El objetivo del poema estriba más que nada en su pertinencia estética: una mirada plástica, una confirmación de lo que se adentra en nosotros a través de los sentidos.
Y desde ahí —religare: retorno al uno— es posible, factible e incluso razonable un salto hacia la religión.
Ese instinto sin fin hacia la belleza del mundo.
De nuevo regresamos —Deus non sum dignus— a las estancias de la imaginación. Dios es la gran inventio.
Por eso —me repito— todo gran poema —es decir: exigente— es un modo de oración.
Y todo es un camino imaginario para no salir nunca de la realidad.
Una realidad que no cabe en modo alguno dentro del realismo, ese abismo.
De ahí la ira de los que piden pan al pan y vino al vino y aúllan por la noche sin saberlo.
De ahí también la vigilancia sin fin de la razón. Como dijo Ducasse, le faltan a la psicología muchos progresos por hacer. Y la filosofía aún no ha muerto.
La historia sólo puede escribirse en presente continuo.
Y el poema es el alma de la historia.
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