lunes, 18 de mayo de 2020

Adagia andante (9)


La memoria es más que nada la historia de lo que lucha a muerte con la muerte. Una batalla sin final.
El poema es la suma de sus atributos.

Es poeta aquel que sigue la norma elástica y vital de la poesía. Nadie se arrogue en vano esa condición.
Invocar a los dioses es humano. Todos somos criaturas de niebla y resplandor.
En la muerte se cifra el gran misterio. Podemos pronunciarla y no nos borra. Aunque todo se acabe. Sabemos desde el principio lo que es: “un pájaro”.
La poesía es siempre un acto de ilusión frente a la muerte. Un ejercicio inaplazable de concentración. Ese rumor de fondo.
Ser joven o ser viejo... qué más da. Ser viejo es haber sido joven, ¿da lo mismo?
Y, además, están los que nos precedieron. También fueron ancianos mucho antes. Aunque no todos. La línea de la vida es implacable.
El mundo es implacable. Pese a todo, pese a todos, cada mañana está ahí. Y recién hecho.
Lo miramos con el ojo de la lengua. Con el gran ojo triangular de Dios entre las nubes. Y en el aire atronando la pregunta: ¿qué has hecho de tu hermano?
¿Es un verso perdido el paraíso?
Este lugar en el que estamos sin nunca llegar a tiempo. El tiempo que vivimos sin nunca saber dónde. En el espaciotiempo: esa cruz.
El poema, en efecto, es a menudo la cola extendida de un pavo real.
No tenemos más remedio que soportar tanta belleza. Y confiar, como el ángel de Rilke, que su indiferencia no llegue a destruirnos.
La realidad lo ocupa todo. Y luego lo vacía.
En ese doble movimiento se esconde el zigurat de nuestra culpa: no ser capaces de distinguir los pulsos de la luz, pensar como si fuéramos reales, domadores de vértigos, secuelas de un cometa incendiado en medio del vacío, rostros incandescentes de la luz y algunas otras vibraciones táctiles.
Las palabras están llenas de cosas.
A menudo nos hablan por sí mismas: resuenan en la sala vacía de nuestra mente y llenan de inquietud los corazones.
Hablar es un modo de salir de uno mismo. Un acto puro de existencia.
El poema es siempre un laberinto. Solo podemos salir de él por donde entramos. Sin olvidar, en ese recorrido, el teatrillo de la imaginación.
Un poema es un arado en tierra fértil. Su esqueleto son los huesos de la tierra.
El poema es la piel de la memoria. Que con frecuencia está llena de tatuajes: la búsqueda
—a menudo inhumana—
de la felicidad.

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