miércoles, 30 de septiembre de 2020

Adiós a Quino ( o mejor, hasta luego)

(En voz alta). La muerte —eso dicen— de Quino, a los 88 años, es una de esas noticias que aún son capaces de sacarnos del notable muermo en el que estamos apandemiados. Una vez a Julio Cortázar le preguntaron qué opinaba de Mafalda. El autor de Rayuela, quizás sin levantar los ojos del juego, ensimismado en su altura, dijo que lo que él opinara de Mafalda era irrelevante; lo importante era lo que Mafalda opinara de él. Nos pasa a muchos. Esta larga y bien medida necrológica, del diario argentino Clarín, recoge esas y otras muchas opiniones y referencias en un texto que además tiene la virtud de acercarnos la maravillosa e inconfundible lengua de Mafalda. Buen viaje. Por maestros como Quino muchos hemos fantaseado a veces que tal vez no fuera un mal destino vivir la vida como dibujo animado.

lunes, 28 de septiembre de 2020

Guía Touring de la Movida

(En voz alta). Con su habitual solvencia y sabiduría sobre temas musicales (y no sólo), Diego A. Manrique da el espaldarazo a la recién editada Guía del Madrid de la Movida, obra de Patricia Godes y Jesús Ordovás publicada en la muy querida y cercana Anaya Touring. Aún no he podido tener físicamente el libro en mis manos, pero por los adelantos vistos y conociendo bien los planteamientos de fondo, siempre tendentes a lo exhaustivo, y la profesionalidad del equipo editorial, no me cabe ninguna duda de que estaremos ante una obra memorable sobre el tema, tal vez definitiva. Las palabras del exigente Manrique son ya un buen presagio: «[he aquí un] sólido tomo publicado por una editorial especializada... con una barbaridad de fotos, mapas, memorabilia, testimonios... [y que] ofrece una visión desprejuiciada de la multiplicidad sonora de la capital». Ardo en deseos de comprobar que eso es así y, de modo particular, que el papel desempeñado por el barrio de La Prospe en esa historia está bien recogido. Volveré sobre ello.

Ámbar


(Lazos) las letras,
frente a tus ojos ávidos,
trenzan el mundo.
Calles, ruidos,
la brisa en los cerezos:
ciudad soñando.
Cada mañana,
la luz nueva es la misma,
cada mañana.
Cada mañana,
la luz usada ayer
aún huele a limpio.
En mis palabras
tus palabras sonando:
so-y-to-do-tu-yo.
Caballerías,
mañanas junto al pozo,
tardes y noches.
Y por la noche,
soñando eternidades:
bellaquerías.
Dime si puedo
decir aquí tu nombre:
ajeno y rosa.
Y si aquí puedo
bañarme aún en tus aguas:
sagrado río.
La luz en vilo:
cuando miras el día,
tú la sostienes.
(Cómo) atraparte,
sustancia de las horas:
prisión de ámbar.

sábado, 26 de septiembre de 2020

¿Un shakespeare inédito?

(En voz alta). Interesante noticia sobre el hallazgo de una obra de Shakespeare, aunque el titular es equívoco (por no decir erróneo): difícilmente puede una obra “de Shakespeare” ser de 1634, cuando el bardo de Avon, como es sabido, falleció en 1616, al igual que Cervantes y, nominalmente, en la misma fecha, el 23 de abril, si bien por la diferencia de calendarios el óbito del inglés tuvo lugar cuando en tierras católicas era el 3 de mayo. Probablemente, el redactor se refiera al año de impresión de la obra, pero no es eso lo que dice el titular. Con todo, un hallazgo notable.

martes, 22 de septiembre de 2020

Los días `"vallejo"

César Vallejo retratado en el  verano de 1929 en los jardines de Versalles, París.
Foto de Juan Domingo Córdoba Vargas (fragmento).

(
Los recuerdos en cascada). Está mañana, mientras trataba de encarar el día, hubo un momento en que, sentado sobre el borde de la cama como en un cuadro de Hopper, adopté un gesto tan pensativo y triste que en seguida se me vino a las mientes (o como se diga: vaya frase) esta conocida foto de César Vallejo, que bien mirada, dentro de toda su nobleza, tiene algo de pose o de “gesto construido para la posteridad”. No sé. Lo que sí sé es que el paisaje que los poemas del poeta peruano alcanzaron a dibujar tiene mucho que ver con este tiempo raro que vivimos y en el que cada día se nos hace más urgente la necesidad de inventarnos una lengua capaz de pronunciar cosas hasta ahora inconcebibles, por más que su runrún haga ya tiempo que nos venía dando señales y hasta enviando mensajes que, poco a poco y si somos capaces (“caos” dice el Enano) de manejar este estado perplejo que no cesa de crecer, se van volviendo evidentes, o al menos de insoslayable presencia. Tortuosas palabras. No sé. Es muy probable que lo que Vallejo sintiera en sus días ateridos esté todavía hoy iluminando zonas de la realidad que nos cerca. Y es posible que esa visión y ese estado de necesidad fueran lo que lo impulsara a hablar del modo en que lo hizo, con un lenguaje en apariencia retorcido e incluso obtuso, cuando probablemente era el único camino recto de decir las cosas. La imagen de Vallejo me pone delante de los ojos, con el pensamiento o en esa su caja de resonancia que es la memoria, otra frase leída en un muro en un día ya lejano de mi juventud pero que, ahora lo sé, fue escrita para momentos como quizás sean estos, aunque sepamos aún tan poco de su naturaleza. Decía así: «Y qué verán los hombres futuros cuando miren los ojos de los poetas muertos...». Su autor fue Carlos González, un estudiante de Psicología que murió asesinado por el fanatismo en una manifestación. Corría, creo, el año 1976. Pero ya es hoy.

(Tiempo contado).

lunes, 21 de septiembre de 2020

Desmemorias y rebotes


(Al filo de los días).
 A veces los invisibles se vuelven, además, irreconocibles. Tres años después de su escritura paso por esta NUL (ver abajo), y aunque recordaba bien el “asunto al fondo” (el inexplicable “cabreo” y desaparición de un “amigo” —en este caso no sólo de FaceBook—, después de un intercambio diría que pacífico de opiniones sobre el pintor Richard Dadd), se me había borrado la referencia del libro cuya página se reproduce en la foto, pese a que ha sido una obra que he tenido con cierta frecuencia a mano y que he leído, a menudo de forma fragmentaria, varias veces. Anotaré ahora, por si en el futuro el Dr. de Cuyo Nombre No Logro Acordarme sigue haciendo de las suyas, que se trata de El mono gramático, de Octavio Paz, en la edición de Seix Barral (septiembre de 1974), y que el libro está abierto por las páginas 102-105, al borde del capítulo o fragmento 20, dedicado a comentar, precisamente, la muy insólita y terrible historia del pintor Richard Dadd, y en concreto del extraordinario e inquietante cuadro The fairy-feller’s masterstroke, que pintó durante nueve años mientras estaba encerrado en el manicomio de Broadmoor. La historia de este cuadro, cuya pista me refrescó entonces mi fugitivo amigo, es por sí misma tan intensa que no diré sobre ella nada más que lo ya anotado: rastros suficientes para que el curioso lector concernido pueda hacer su propia pesquisa y, en todo caso, también suficiente para que en una hipotética ocasión futura yo mismo como lector pueda sobreponerme al desconcierto. Google y sus herramientas de búsqueda han cambiado de tal manera nuestro modo de estar en el mundo que ya nada es lo mismo. Aunque nos cueste mucho trabajo darnos cuenta. Y no siempre, ja, eso sea sinónimo de felicidad.



El invisible (d)
Tal vez algún día llegue a saber por qué se esfumó al pasar la página.

(Novelas de una línea, 22)

Robots escribanos

(En voz alta). Un artículo escrito por un robot. Algo más que curioso. Y digno de meditación. Inevitable escuchar al fondo la voz susurrante de HAL9000, el robot “confundido” de 2001: A Space Odyssey que poco antes de ser desenchufado recordaba la canción con que inició su aprendizaje, tal como en realidad le ocurrió al primer ordenador de IBM programado para tal tarea. Un tema crucial. Tal vez, el tema.

El mensajero


El corazón ingenuo que te dicta,
como si hubieras nacido esta mañana,
unas palabras que quisieras puras
o mera transparencia de tu alma.
El corazón repleto de deseos,
sin dobleces ni pisos subterráneos,
su ideal ceremonia de inocencia
que a veces toca el cielo con las manos.
En ese corazón, suma del tiempo
que has conseguido doblegar, acaso
como se amansa la ira de una fiera,
está grabado, con latido y sangre,
con fugitivas huellas indelebles,
tu verdadero rostro nunca visto.

sábado, 19 de septiembre de 2020

Volviendo a El cochecito

 (En voz alta). Había pasado tanto tiempo desde que vi por primera y (hasta ayer) única vez El cochecito (1960), que la disfruté casi en estado de gracia y con los ojos como platos. Como pude comprobar después que había escrito alguien, es una película que no se parece a ninguna otra, aunque tenga una clara filiación “generacional” (en el doble sentido, genérico y de época) y la indeleble marca del humor de Azcona y su mirada tiernamente cruda, sin concesiones ni posibles refugios. Y el genial pulso cinematográfico de Marco Ferreri. Una obra maestra, de principio a fin. Y una obra insólita.

Indagando en las maravillas de la red pude dar con el guion de la peli (está en el portal de la BV Cervantes). Y, al tiempo que revisaba algunas secuencias, con el texto en una mano y el mando a distancia en la otra, fantaseaba con
algunos detalles que no llegaron a filmarse, ninguno de ellos, en lo que se me alcanza, sin que afectara para nada a la integridad artística de la obra, que ha llegado a nosotros fiel a sí misma —es decir, a la intención creativa de sus autores—, una vez recuperado el final “venenoso” que la censura obligó a cambiar en su momento.
Pero hay algún detalle curioso. Por ejemplo, en la secuencia de la fachada del Museo del Prado, cuando aparecen en escena unos turistas orientales, el guion original dice así:
«ÁLVAREZ deja en el aire la frase para acudir en auxilio de su señorito que ahora chilla asustado:
–¡Lo chino...!, ¡lo chino...!
Se refiere a unos japoneses que están desembarcando de un autocar. El paciente ÁLVAREZ lo calma:
–Tranquilo, don Vicente... Que los chinos no hacen nada. —Y le explica al jubilado—: Es que tiene pánico a los comunistas. Como su madre, claro.
–Y se comprende.
–Empuje usted un poco, mientras me termino el bocadillo.
–Con mucho gusto, señor Álvarez.»
La alusión comunista no figura en la peli. Probablemente, funcionó algo parecido a la autocensura para no crear ‘problemas innecesarios’.

viernes, 18 de septiembre de 2020

Nueva traducción de The Waste Land

(En voz alta). Hace ya un par de meses (signifique lo que signifique meses) que llegó a las librerías “la traducción de Luis Sanz Irles de The Waste Land, tan anunciada, por fin acometida y felizmente concretada. Devolver al poema en español su condición de “artefacto sonoro”, sin menoscabo de la cabal comprensión de su contenido, tal es el principal señuelo con que se nos ofrece esta novedad. El vídeo, muy cuidado, invita de forma convincente a dejarse conquistar una vez más —o la primera, que de todo habrá— por uno de los grandes poemas del siglo XX, con toda probabilidad —por activa y, sobre todo, por pasiva— el más influyente en la evolución de la poesía escrita en Occidente en la última centuria y capaz aún no sólo de conmovernos sino también de iluminarnos.

jueves, 17 de septiembre de 2020

De Irazoki (FJ) a Irazoqui (E)


(En voz alta).
Seguro que, como acaba de ocurrirme, más de uno se sentirá mirado por unos ojos inolvidables que, sin embargo, habíamos olvidado bajo el peso de tanta banalidad. Sabias y veraces estas palabras de Francisco Javier Irazoki:

»Ayer murió Enrique Irazoqui. Con diferente grafía, compartíamos el primer apellido (el suyo con q; el mío con k). Nacido en Barcelona, a los 19 años triunfó al interpretar el papel de Cristo en El evangelio según San Mateo, célebre película de Pier Paolo Pasolini. Economista, se alejó del mundo del cine para dedicarse a dar clases de literatura. Después, inesperadamente, organizó torneos de ajedrez entre computadoras. Fue el árbitro de la partida de ajedrez entre un campeón del mundo, el ruso Vladimir Kramnik, y un programa informático. La noticia de su fallecimiento ha pasado inadvertida en una prensa española entregada a las simplezas políticas. Los directores se sirven otra copa de chascarrillos».

martes, 15 de septiembre de 2020

Aniversario

 

Henry Holiday: Dante y Beatriz, 1882-1884. Walker Art Gallery, Liverpool.

Y más de 40 años después, ahí seguimos. Sobre el puente y los días.

Dado superior

Por encima de todo la belleza.
Encima de por todo la belleza.
De todo por encima la belleza.
Todo por belleza la de encima.
Belleza la de todo por encima.
La belleza de todo por encima.

(Dados)

Arte ciclista

GPS Doodle

(
Al filo de los días). Por cosas así también es el ciclismo el deporte más hermoso. (Ante la imposibilidad de enlazarlo, copio el artículo de Enrique Vila-Matas).

El dibujo de la vida
por Enrique Vila-Matas
(El País, 15.09.2020)
Estaba siguiendo en televisión el Tour, el ascenso al Pas de Peyrol, cuando me pregunté qué había sido de Stephen Lund, que también era ciclista, pero de otro estilo. Cinco años antes había escrito sobre Lund al enterarme de que en su ciudad natal, Victoria, Canadá, salía a pasear en bicicleta y, valiéndose de la aplicación Strava, se divertía registrando sus itinerarios y creando curiosas “figuras”, que publicaba en su web GPS Doodles.
¿Qué habría sido de aquel “atleta creativo” que animaba sus entrenamientos con aplicaciones de seguimiento que muchas veces trazaban figuras extravagantes en mapas para GPS? Al principio, Lund sólo pretendía rastrear y analizar su desempeño como corredor, pero se topó con la magia cuando vio que su pedaleo podía crear en Strava tanto perfiles humanos como mensajes escritos. Entonces, un glorioso primer día de 2015, salió temprano de casa y conmovió a sus paisanos cuando con su recorrido en bicicleta trazó en su GPS una felicitación de Año Nuevo en las calles de Victoria.
Investigue en la Red qué había sido de Land y de su extraña forma de vida y descubrí que en el siniestro 2020 se volatilizaban a mediados de abril las huellas de sus aventuras ciclistas. Y me aterró la posibilidad de que se hubiera cruzado en su vida cualquier contratiempo tan propio de nuestros días, aunque al final decidí no obsesionarme y pensar en otra cosa y fui a caer en algo que no estaba lejos del mundo de Lund, fui a pensar en un deliberado retrato del escritor Raymond Queneau trazado con GPS sobre un mapa de París. Era un retrato que me había regalado un dibujante francés, un miembro de OuLiPo que había participado en una reunión de hacía ya tres años de este grupo, reunión a la que había asistido invitado por Eduardo Berti y por Pablo Martín Sánchez, el único español miembro de OuLiPo.
Al regresar a Barcelona, había enmarcado aquel dibujo y lo había colgado en una pared de casa, y de hecho tenía la vaga pero a veces consistente sospecha de que el retrato había estado ejerciendo un influjo especial sobre mí, hasta el punto de intervenir en la elaboración de la novela que publiqué el año pasado y que, tras superar variadas brumas y ascender a diversas cumbres, incluida la que llamo en secreto Pas de Queneau, había acabado titulando con unas palabras precisamente del tal Queneau.
No recordaba cómo se llamaba el dibujante y lo pregunté por correo a Martín Sánchez, que tuvo la amabilidad de decirme: “Sin duda se trata de Étienne Lécroart (miembro del OuLiPo y del Oubapo), que en aquella reunión presentó dos retratos, uno en creux de Emmanuel Carrère y el de Queneau que, por lo que me cuentas, te regaló a ti y cuyas líneas suman un total de 110 kilómetros por las calles de París”.
Y fue curioso. Al leer esos datos, creí entrever de pronto un mundo en el que no resultaría del todo imposible que, en su pedaleo interrumpido de abril, Lund hubiera sido relevado por Lécroart, que así de algún modo habría ido reforzando la continuidad del dibujo de la vida, cada día, por cierto, más amenazado. ¿O no

Adiós a Franco Maria Ricci


(En voz alta). El pasado día 10 de septiembre 2020 murió el editor, bibliófilo y “constructor de laberintos” Franco Maria Ricci. Su nombre, además de a unos libros y revistas editados con gran cuidado y extraordinaria belleza, está unido de forma imperecedera al de Jorge Luis Borges, hacia el que mantuvo una devoción inacabable y con el que levantó ese singular logro de la edición que es la Biblioteca de Babel. Tampoco se nos olvida, a quienes hemos estado media vida inmersos en el laboreo enciclopédico, su ambiciosa edición de lo que podríamos llamar la mére de l’agneau, es decir, l´Encyclopédie de Diderot y D’Alembert, en tomos fieles, ilustres y gozosos que hojeábamos y hasta comprábamos en las inolvidables tiendas VIP, esa pérdida. Fue también editor de autores imprescindibles como Steiner, Calvino, Eco o Barthes, entre otros varios, y suscitó una gran expectativa —frustrada demasiado pronto— cuando hacia finales de los ochenta desembarcó en la edición española de la mano de la editorial Siruela, entonces todavía en manos de ese excelente editor, de su misma estirpe, que es Jacobo Stuart. Una gran pérdida. Larga vida a sus obras.

lunes, 14 de septiembre de 2020

Lugares del amor

 


No sin vuelo la mano que golpea
mineral de tu asombro
a la luz del perfil que el día aproxima
la doncella del día
el pelo suelto
su cintura
órbita de planetas perdidos para siempre
y en sus manos el cuenco
donde puedes beber toda la noche
beber
hasta que el aire
te falte de esa forma
tan dulce
que precede al amor
En todas las esquinas se elevan rompeolas
baten en la distancia frenéticas las venas
poco a poco sin sangre
convertida la sangre en una mezcla tibia
de gas espuma soles
Astillados reflejos de tu piel que sostiene
la caricia tenaz de la mañana
lenta sombra de un árbol que te ocupa
y se puebla de hermosos cuerpos débiles
Al galope mi amor la cabalgada
de tu tacto y tus ojos
más extensa
que el vaivén terrenal del horizonte
sobre la mar terrible
o la llanura
o los acantilados de ramas en el bosque
No sin vuelo el secreto de tu boca
borbotón fulgurante
de muslos habitados
arrebatada tribu de las altas planicies
que la nieve conoce
que el águila conoce
que los dioses contemplan con su rostro borroso
Caravana que cruza los desiertos
tendidos como pieles repletas de hendiduras
lugares del amor
de huella en huella
el rastro vivo
vertiginoso
del agua subterránea
Bóvedas húmedas del silencio supremo
que el sonido no rompe cuando sube
su caudal hasta el vuelo de la mano
y caminas sin pausa la ingravidez del musgo

domingo, 13 de septiembre de 2020

Jardines Benedetti


Centenario de Mario Benedetti, poeta uruguayo y durante años vecino de La Prospe (en Ramos Carrión, 7). Los Jardines cercanos, en el cruce con Clara del Rey, llevan su nombre. Aquí lo contó Juan Cruz.

jueves, 10 de septiembre de 2020

Redes y trampas

(En voz alta). Estuve viendo anoche este interesante documental, inquietante en más de un sentido, un eslabón nuevo en esa ya tan larga como acaso inútil cadena del “qué está haciendo Internet con nuestras mentes”. Aun a costa de predicar en el desierto y aumentar cierta fama de Jeremías lamentador que, si no lo percibo mal, me acompaña desde mi presencia en estos ruedos, iba a comentar lo que me parecen los aspectos más destacables de la pieza, pero este artículo de Xataka lo hace muy bien, incluidas las pegas, así que saldaré mi impulso con una recomendación doble. Merece la pena.

Ah, respecto a las trampas de caer en lo que se critica (últimos párrafos del artículo), me parece que ahí está la “madre del cordero” y a ver quién consigue desfacer el embrollo. Puede, además, ojalá no, que eso sea precisamente la prueba de lo más inquietante que se apunta en el documental: que esto ya se nos ha ido de las manos.
Lean, piensen, y tal vez luego... huyan (yo me lo estoy pensando).

La azotea


Ilustración: El paseo nocturno ©️Javier Serrano, 2020.

Siempre que camino en soledad por Eburia, generalmente a horas nocturnas, incluso ya avanzada la madrugada, mis pasos acaban conduciéndome a las bien conocidas calles del Casco Viejo, por rincones llenos de recuerdos y vagas sensaciones, a veces también con ramalazos de cierta viveza, sobre todo ahora que, tras una decadencia aún no conjurada, parece que la zona ha vuelto a recuperar algo de pulso.

El camino habitual me obliga a atravesar, como alma que lleva el diablo y entre un creciente murmullo fantasmal, un viejo paseo que un día estuvo adornado por setos de boj y que durante años fue lugar de reuniones juveniles, hervidero de risas y amoríos e incluso centro de iniciaciones muy diversas. Hay en él un rincón que siempre veo iluminado.
Más adelante, ya entre los muy conocidos edificios, antiguos o modernos, que evidencian las interminables falacias del tiempo y el efecto de sus garras sobre el espíritu enclenque de la urbe, apresuro mis pasos de sonámbulo y casi no vuelvo a tomar conciencia de mí mismo hasta darme cuenta, de repente, de que estoy pasando por debajo de la azotea de lo que fuera el Colegio Cervantes, mi colegio de primaria. Allí fui a clase durante dos o tres cursos, hasta hacer «el ingreso», que era como entonces se llamaba a la prueba que daba acceso al bachillerato. Es un espacio casi almenado, de no mucha altura, sobre todo si se lo compara con la cercana y maciza torre de la Colegial, que casi ni se digna a echarle un vistazo desde su elevación algo mostrenca, tal vez porque su rosetón, un tan hermoso como exagerado ojo de Polifemo, mira hacia otra vertiente.
Como suele ocurrir con los descubrimientos que coinciden con el de las palabras que los nombran, esa azotea es para mí ya “la azotea” por antonomasia. Incluso me atrevería a decir que la única azotea digna de ese nombre, pues los demás espacios que pudieran asemejársele caen más bien dentro de las categorías de “terraza”, “solario”, “mirador” o “terrado”. Ninguna alcanza el grado de identificación entre el nombre y la cosa que logró este lugar, que ahora me parece irreal, cuando don Mariano, el maestro, en uno de aquellos días en que se enfadaba hasta el enrojecimiento, con la varita de palmera en la mano y una salivilla blanquecina asomándole por los bordes de la boca, amenazaba a algún alumno especialmente travieso o torpe:
—Vaquerizo, como vuelva usted a distraerse cotorreando con José Emilio, le voy a recetar media docenita de raciones de este jarabe y se va a estar todo lo que queda de clase de rodillas y con los brazos en cruz en la azotea.
En aquel tiempo, lo de «la letra con sangre entra» tal vez no fuera literal en todo su brutal y goteante significado —siempre hay un grado posible de envilecimiento—, pero sí constituía una parte tolerada de los métodos llamados pedagógicos. Y así era habitual que cada jornada escolar comenzara con la imagen de don Mariano, bajito, de poderosa testa alargada, masticador, muy milhombres, puesto como de puntillas en el estrado sobre el que se alzaba su mesa, blandiendo una muy fina y flexible palmerita de la que a todos nos resultaba imposible apartar los ojos. Se decía que sí te untabas las palmas de la mano con ajo los golpes dolían menos, e incluso que la varita podría quebrarse. Nunca pude comprobarlo.
Ahora, cuando paso entre sombras por debajo de ese espacio, que en aquellos años lo fue de juegos y de bullas, me parece que aún se escucha alguna risa o un llanto, y que desde algún rincón oscuro, allá en la altura, alguien me hace una confidencia que ya he olvidado como si fuera mía.
(Las Caminatas, XIX. 2ª ed.)


miércoles, 9 de septiembre de 2020

Narbona sobre Aramburu

(En voz alta). Las colaboraciones de Rafael Narbona en la Revista de Libros son una vieja querencia. Procuro no perdérmelas porque, si bien a veces son algo repetitivas en aspectos biográficos, siempre están escritas con tanta franqueza, calidad y eficacia (¡vaya trío!) que me atrapan sin remisión. Este triple acercamiento a Fernando Aramburu, incluida una muy lúcida entrevista, es muy recomendable. Y hasta, si se me permite, reconfortante para cualquier lector al que también le guste escribir. No lo pasen por alto.




martes, 8 de septiembre de 2020

Qué largo me lo... tocáis

(En voz alta). Lean este reportaje sobre la duración de una interpretación musical y después digan si no es “razonable” que pasen ciertas cosas. Y una pregunta: ¿habrá nacido para entonces, en 2640, alguien que se haya podido hacer cargo mínimamente del contenido de fondo de Finnegans Wake... y no estar loco? Si esto no es, en realidad, la broma eterna, que venga Alpha y lo Omega.

lunes, 7 de septiembre de 2020

Las niñas: un miniatura delicada y terrible

Siempre es una alegría volver al cine “de verdad”. Y si es para ver una película española, mejor. Así que, tras el primer regreso inexcusable para contemplar la palindrómica y espectacular Tenet (de la que me gustaría escribir con cierta extensión, aunque no sé si lo haré), el sábado fuimos al Palacio de Hielo a ver una muy interesante película, Las niñas, debut de Pilar Palomero y obra sencilla, tersa y veraz, muy en la onda de lo que en su día se llamó cinema verité. Aunque es obvio que la película fue rodada antes de que la peste nos cambiara la vida, como la vemos en esta insegura “neonormalidad”, es inevitable que todo adquiera una proyección diferente, no sé si a favor o en contra de la obra, pues en ambos sentidos se podría argumentar. Ciertas situaciones ganan intensidad vistas desde el Apocalipsis, otras en cambio pueden llegar a parecernos completas bagatelas a la luz del crepúsculo.
El filme, con un ligerísimo argumento trenzado todo él en torno a un “nudo”, que no se deshace de forma expresa aunque resulta clamoroso su impacto sobre la obra toda —la película es ese secreto: entiendan que sea cauto—, transcurre en una “ciudad de provincias” bien identificada (Zaragoza, si bien podría ser también, no sé, Salamanca) y en unos años, los primeros noventa, de plena España “transicional” (admítase el barbarismo). Un tiempo que se identifica, además de por muchas marcas de época, sobre todo por las diversas alusiones a la campaña aquella del “póntelo, pónselo”, que tal vez fuera, entre nosotros, la primera ocasión en que los poderes públicos se tomaron en serio la educación sexual y pusieron en marcha una tan divertida como polémica pero finalmente utilísima divulgación del uso del preservativo. Y por ahí, por el asunto del despertar sexual, sus incógnitas y temores, las mojigaterías monjiles o familiares, los juegos prohibidos, el valor de la amistad, las crueldades en el grupo de iguales, los primeros ligoteos y, de forma muy señalada, el peso formativo de las cintas de casetes (por destacar un ejemplo no sólo circunstancial) discurre esta bien contada miniatura.
Las niñas está filmada de un modo tan austero como eficaz, repleta de lentos primeros planos escrutadores y plenos de sugerencias, si bien en algún momento puede que estén a punto de hacerle perder la paciencia al enmascarado espectador, sobre todo por lo mucho que tarda en plantearse y avanzar el grave conflicto intuido tras los murmullos, las reticencias, las violencias y los silencios.

Y por aquí vienen las pegas posibles: tal vez se ha elevado a largometraje, con un meritorio pero también excesivamente demorado modo de filmación, lo que habría ganado en intensidad, y también en ritmo, con algunos minutos menos de metraje (incluso hasta media hora). Hubiera bastado con no reiterar secuencias algo repetitivas o, en algún caso, con cambiarlas por otras que desplegaran un poco más el argumento; también con suprimir algún que otro tiempo muerto, sobre todo en momentos en los que ya queda claro que la sutileza y el detalle son los que la cineasta quiere que captemos, aunque sin darse cuenta de que llega a ser muy molesto que a uno le estén susurrando todo el rato lo que ya ha entendido (o creído entender: puede que ahí esté el quid).
Junto a la sutileza y el formato artesanal pero muy cuidado, hay que destacar la calidad de las interpretaciones, comenzando por la debutante protagonista, Andrea Fandós, al frente de un reparto coral muy bien seleccionado y con la casi única inclusión de profesionales como Natalia de Molina, magnífica en un papel que prolonga con solvencia y sin tics otros anteriores; Francesca Piñón (la secretaria de El Ministerio del Tiempo, aquí con toca de monja autoritaria y borde) o Zoé Arnao, a la que se le adivina un gran futuro en el cine de fuertes emociones.
Conclusión: vayan a ver Las niñas, dejen volar su imaginación y su memoria, intercambien cromos con su propia experiencia, saquen o no sus conclusiones, emociónense con un par de escenas, sufran con otras y, finalmente, abandonen la sala y regresen —estética y socialmente reconfortados— a sus cubiles y al cine de las televisiones (esa “otra cosa”). Ah, y no dejen de prestar atención a la banda sonora, incluida la explosiva y muy pertinente canción del final. Y tras todo eso, díganme si no es verdad que estamos vivos de milagro.

Unos acordes...

(En voz alta). Unos acordes oídos al azar en la radio conectan de pronto, en las neuronas profundas, con la pieza más gorgojeante (!) de Jethro Tull. Y, gracias a la actual tecnología, los recuerdos son deseos que son actos (no tardará en llegar el momento en que el solo desearlo será suficiente para reproducirlo). Aquí están esas ráfagas que tantos ratos buenos nos dieron en nuestra juventud, ahora con un Ian Anderson (nuestro mejor conductor por el reino epiceno de Hamelin) ya talludito pero aún juguetón. Y una sugerencia (probablemente absurda) sobrevenida: ¿no hay cierto parecido razonable con Arguiñano..., especialmente en algún gesto? En todo caso, rico, rico.

Afición tanta

1

Los juegos de palabras,
con su tablero humano
hecho de carne y sueños,
sus dibujos de aire o de vidrio soplado,
sus infinitas vueltas
al fondo de la mente
y aún de nuevo otra vuelta
cuando creías que todo estaba dicho...
Comprendo que haya almas
que se sientan inquietas
ante las volteletras de las voces
e incluso que desprecien, sin llegar a decirlo,
el donoso escrutinio de los huecos
que abren a cada paso las palabras
y el mapa de fantasmas
que hacen brillar sus rostros siderales
por todo los rincones
del vasto territorio
que se extiende
entre el mundo y los nombres.
(Los juegos de palabras
sólo son —y si acaso—
imprescindibles trucos,
pasos de baile, o pases de cartas,
entre las manos y la mente
para aplazar el rictus que seremos).


2
Las palabras viven por su cuenta,
nunca dicen nada
que no sea pertinente,
establecen extrañas conexiones
con objetos de todo tipo y todo tipo de objetos,
crean la realidad,
pero ellas mismas
son una realidad intransferible.
No hay nada que no pueda
decirse con palabras
y, sin embargo, las palabras
nunca llegan a decirlo todo.
En ese margen o hueco
que se abre en nuestra mente
puede que esté escondido
el secreto del mundo.

viernes, 4 de septiembre de 2020

Subida al Monte Toro


Ilustración: La isla y el tiempo ©️Javier Serrano, 2020.

De la isla de Menorca no puede decirse, como afirmé una vez de Formentera, que quepa en la palma de la mano. Pero es también un territorio que se presta a las caminatas placenteras y el escudriñamiento, con lugares que unen a la belleza del paisaje y la gracia de las obras singulares del mar un gran interés arqueológico. Se basa este sobre todo en los muchos monumentos megalíticos —taulas, talayots, navetas...— que se desperdigan por diversos enclaves. Las pétreas construcciones prehistóricas le confieren a la isla ventosa un poso de antigua y trascendente seriedad, bien mezclado con el indudable aire moderno y la elegante ruralidad de un territorio que ha conocido hasta tiempos recientes el paso de muy diversos pueblos, lenguas y costumbres. Y cuya presencia es visible aquí o allá como rostros del tiempo en el paisaje.
De las diversas travesías pedestres que hice por la isla durante las semanas veraniegas de mi juventud que estuve en ella, no se me borra de la memoria —ni tampoco a gentes muy cercanas— la subida al Monte Toro, la única elevación montana de Menorca. Aunque sus parcos 357 metros de altura evitan toda tentación de convertir el ascenso en una gesta alpina, hay que subrayar que la caminata se hizo bajo la plena canícula del ferragosto, quizás con alguna mochila no precisamente ligera a la espalda y, lo que es peor, sin la provisión suficiente de agua. Esto último, además de por el atolondramiento o la falta de cálculos propios de la edad, sin duda estuvo motivado por la aparente sencillez de la ascensión.
—Es sólo un paseo, en menos de diez minutos estamos arriba —recuerdo haber dicho, no sin convicción, pero sobre todo para dar ánimos a mis compañeras de aventura.
Pero aquello se demoró por bastante más tiempo. Tras una revuelta que parecía definitiva, la carretera —asfalto al rojo— volvía a enmarañarse y giraba en cuestas cada vez más pronunciadas, mientras el sol parecía complacerse en brillar, espléndido y a plomo, sólo para nosotros. Cuando consumimos la última gota de agua, a punto estuvo alguien de negarse a dar un paso más allá, a menos que apareciera una fuente.
—Tras esa curva hay una, el mapa lo dice —mentí varias veces.
Por fin compareció el agua, pero fue ya al llegar a la cima, que alcanzamos casi por sorpresa. Tras la última vuelta del camino, nos dimos de bruces con el potente santuario de la patrona de la isla y la vasta planicie de aspecto circular, que ponía a nuestro alcance vistas verdaderamente sanadoras de todos los esfuerzos, incluido el temido desfallecimiento por deshidratación. Además, frente a la entrada principal del templo, el blanquísimo, casi trasparente, brocal de un pozo nos pareció el monumento más hermoso del mundo.
Tras reponer fuerzas, nos informamos con detalle de la historia y leyendas del lugar. En estas últimas, según recuerdo vagamente —y Google me detalla ahora—, se reiteran con acento propio tópicos de descubrimientos y apariciones de la Virgen, siempre bajo la fascinación de ese verdadero milagro que es la luz. No sé si logramos averiguar entonces el porqué del nombre de Monte Toro, sobre el que existen versiones varias, ligadas casi todas a antiguos mitos táuricos más o menos cristianizados o inventados por la piedad popular. La etimología, a menudo no menos fantástica, pero siempre más creíble, recurre a la expresión árabe “al-Tor”, que equivaldría a “lo Elevado”, “la Altura”, como origen plausible del topónimo. En mi particular acerbo, añadí una explicación no menos sostenible: el Monte Toro viene a llamarse así porque en él son los bueyes del carro solar los que, a poco que te descuides, pueden embestirte con furia inusitada y con no menor inquina (¿menorquina?) que los toros cretenses. Son, al fin y al cabo, las fulguraciones asociadas a ideas extravagantes y pequeñas locuras las únicas que alcanzan verdadero significado en nuestra mente cuando la memoria las recupera envueltas en el aura legendaria de los prodigiosos años de nuestra juventud.
(Las Caminatas, XVIII)




jueves, 3 de septiembre de 2020

Horizonte dado


 En los Jardines de Cecilio Rodríguez del Retiro madrileño. 
©️AJR, 2020.

A ver cómo llegamos al final.
Al final llegamos a ver cómo.
Cómo llegamos al final a ver.
Al final a ver cómo llegamos.
Llegamos a ver como al final.
A ver al final cómo llegamos.

(A partir de un comentario de Paco Caro)




miércoles, 2 de septiembre de 2020

Fenómenos imposibles


(En voz alta). Estos descubrimientos astrofísicos, cosmológicos, tan difícilmente comprensibles y, menos aún, asimilables, ¿no son sin embargo metáforas perfectas, literalmente sublimes, de lo que más íntimamente nos pasa? A muy pequeña escala, pero cierta, el universo entero late con nosotros. Quién sabe si gracias también a ese misterio tan grande y tan frágil que llamamos vida consciente. Intentar comprender. No queda otra.

martes, 1 de septiembre de 2020

Secretos de la tribu

 

(En voz alta). Segredos das terras altas de Quiroga. Asuntos de mucha raigambre. La difícil mirada hacia lo hondo. Interesante reportaje en El País.

Leer (o no) la prensa


(Resonancias). La Nota Moderadamente Apocalíptica sobre el peligro de desaparición de la prensa libre es de hace, justamente, tres años. Por una extraña reiteración cronológica que me viene ocurriendo a menudo, esta mañana me he despertado pensando que uno de los grandes inconvenientes de la comunicación en nuestro mundo es la cada vez más rara lectura de la prensa en papel, dado que acrecienta la dificultad para compartir “lugares comunes” y supone una gran merma de trasfondo para los posibles diálogos. Releyendo hoy el texto, no tengo ninguna duda de que la situación es peor. Si bien me parece que corresponde a un mundo del que tengo la impresión de que está mucho más lejano en el tiempo de lo que deberían parecerme “sólo” tres años. Claro que han ocurrido cosas que eran inesperadas. Y que, con ellas, una de las dimensiones más alteradas es, precisamente, el tiempo, ese enigma.

Ah, y se acentúa la impresión de “espejos en fuga” que mencionaba en otra ocasión frente al mismo texto (¿palimptexto?). Cortipego:
»»A veces se me cruza “el otro” y pasan estas cosas. Me recuerdan el juego de espejos infinitos que descubrí de niño cuando instalaron en el primer cuarto de baño digno de tal nombre que tuve en mi vida uno de aquellos armaritos de tres puertas que permitían infinitos reflejos cruzados. Aún me sigue fascinando esa imagen, tal vez una metáfora muy precisa de nuestro tiempo.»
¡Ozú!

(NMA, 👻5). Uno de los grandes peligros que se ciernen sobre el futuro inmediato de nuestra sociedad es el del empobrecimiento e incluso desaparición de la prensa libre, competente, fiable. Las dificultades que ya hoy tiene cualquier ciudadano medianamente avisado para tener información relevante y lo más completa posible de lo que ocurre, en un mundo cada vez más complejo y, pese a las apariencias globalizadoras, disperso e invertebrado, son directamente proporcionales a la multiplicación de supuestos medios informativos «serios y razonables», en los que, sin embargo, cada vez se adelgazan más las diferencias entre información y opinión, relevancia y publicidad, interés común y curiosidad mórbida.
A lo que hay que añadir el inmenso ruido de la riada que la cháchara interminable de las redes sociales hace afluir en todas direcciones, con una contundencia tal y unos perjuicios a menudo tan asoladores, que realmente dejan chicos los efectos cada vez más indudables del cambio climático.
Para complicar aún más las cosas, en este escenario no faltan, más bien al contrario, los viejos tics autoritarios del poder, tal como muestran, entre otros recientes comportamientos, las represalias tomadas contra el director del informativo de la 2, una isla en la planicie telediaria de RTVE, o las maledicencias del Gobierno catalán contra quienes han evidenciado sus tejemanejes, por poner sólo dos ejemplos cercanos.
Estos viejos pulsos entre el poder y la prensa libre por el control del «relato de la realidad» no son algo nuevo, ni mucho menos. Sólo que ahora se vuelven mucho más confusos y de efectos más devastadores porque se producen en un panorama donde cada vez es más difícil estar seguro de nada. En el terreno informativo, me refiero. Que de otras certezas o dudas no hablo ahora.
La desaparición del periodismo tal como lo hemos conocido no tendría que suponer ningún problema si fuera acompañada de un cada vez más autónomo acceso a la información de calidad, algo que los nuevos medios tecnológicos sin duda hacen posible. Pero el paulatino ahogamiento de la capacidad influyente de la prensa libre por exceso de guirigay y embotamiento generalizado enciende algunas alarmas sobre el inmediato futuro de nuestra capacidad, no ya de influir sobre el devenir del mundo, sino simplemente de saber qué rayos está ocurriendo a la puerta de nuestra casa.