lunes, 7 de septiembre de 2020

Las niñas: un miniatura delicada y terrible

Siempre es una alegría volver al cine “de verdad”. Y si es para ver una película española, mejor. Así que, tras el primer regreso inexcusable para contemplar la palindrómica y espectacular Tenet (de la que me gustaría escribir con cierta extensión, aunque no sé si lo haré), el sábado fuimos al Palacio de Hielo a ver una muy interesante película, Las niñas, debut de Pilar Palomero y obra sencilla, tersa y veraz, muy en la onda de lo que en su día se llamó cinema verité. Aunque es obvio que la película fue rodada antes de que la peste nos cambiara la vida, como la vemos en esta insegura “neonormalidad”, es inevitable que todo adquiera una proyección diferente, no sé si a favor o en contra de la obra, pues en ambos sentidos se podría argumentar. Ciertas situaciones ganan intensidad vistas desde el Apocalipsis, otras en cambio pueden llegar a parecernos completas bagatelas a la luz del crepúsculo.
El filme, con un ligerísimo argumento trenzado todo él en torno a un “nudo”, que no se deshace de forma expresa aunque resulta clamoroso su impacto sobre la obra toda —la película es ese secreto: entiendan que sea cauto—, transcurre en una “ciudad de provincias” bien identificada (Zaragoza, si bien podría ser también, no sé, Salamanca) y en unos años, los primeros noventa, de plena España “transicional” (admítase el barbarismo). Un tiempo que se identifica, además de por muchas marcas de época, sobre todo por las diversas alusiones a la campaña aquella del “póntelo, pónselo”, que tal vez fuera, entre nosotros, la primera ocasión en que los poderes públicos se tomaron en serio la educación sexual y pusieron en marcha una tan divertida como polémica pero finalmente utilísima divulgación del uso del preservativo. Y por ahí, por el asunto del despertar sexual, sus incógnitas y temores, las mojigaterías monjiles o familiares, los juegos prohibidos, el valor de la amistad, las crueldades en el grupo de iguales, los primeros ligoteos y, de forma muy señalada, el peso formativo de las cintas de casetes (por destacar un ejemplo no sólo circunstancial) discurre esta bien contada miniatura.
Las niñas está filmada de un modo tan austero como eficaz, repleta de lentos primeros planos escrutadores y plenos de sugerencias, si bien en algún momento puede que estén a punto de hacerle perder la paciencia al enmascarado espectador, sobre todo por lo mucho que tarda en plantearse y avanzar el grave conflicto intuido tras los murmullos, las reticencias, las violencias y los silencios.

Y por aquí vienen las pegas posibles: tal vez se ha elevado a largometraje, con un meritorio pero también excesivamente demorado modo de filmación, lo que habría ganado en intensidad, y también en ritmo, con algunos minutos menos de metraje (incluso hasta media hora). Hubiera bastado con no reiterar secuencias algo repetitivas o, en algún caso, con cambiarlas por otras que desplegaran un poco más el argumento; también con suprimir algún que otro tiempo muerto, sobre todo en momentos en los que ya queda claro que la sutileza y el detalle son los que la cineasta quiere que captemos, aunque sin darse cuenta de que llega a ser muy molesto que a uno le estén susurrando todo el rato lo que ya ha entendido (o creído entender: puede que ahí esté el quid).
Junto a la sutileza y el formato artesanal pero muy cuidado, hay que destacar la calidad de las interpretaciones, comenzando por la debutante protagonista, Andrea Fandós, al frente de un reparto coral muy bien seleccionado y con la casi única inclusión de profesionales como Natalia de Molina, magnífica en un papel que prolonga con solvencia y sin tics otros anteriores; Francesca Piñón (la secretaria de El Ministerio del Tiempo, aquí con toca de monja autoritaria y borde) o Zoé Arnao, a la que se le adivina un gran futuro en el cine de fuertes emociones.
Conclusión: vayan a ver Las niñas, dejen volar su imaginación y su memoria, intercambien cromos con su propia experiencia, saquen o no sus conclusiones, emociónense con un par de escenas, sufran con otras y, finalmente, abandonen la sala y regresen —estética y socialmente reconfortados— a sus cubiles y al cine de las televisiones (esa “otra cosa”). Ah, y no dejen de prestar atención a la banda sonora, incluida la explosiva y muy pertinente canción del final. Y tras todo eso, díganme si no es verdad que estamos vivos de milagro.

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