domingo, 31 de mayo de 2020

Clint Eastwood a los 90

Eastwood en febrero de 2007. EFE/EPA/JoOHANNES EISELE
(En voz alta). No tengo ninguna duda de que una de las mejores películas de la historia del cine (que ya toca a su fin tal como hasta ahora la hemos conocido, si es que no ha terminado ya) es la que se podría hacer uniendo y editando una cuidada selección de secuencias de los títulos en los que, como actor, director, productor, o a menudo entrambas tres y más cosas a la vez, ha intervenido el hoy nonagenario Clint Eastwood. «El mundo se divide entre los que llevan el revólver cargado y los que cavan», dice en una de las cientos de frases memorables que le hemos oído pronunciar en la gran pantalla (la mayoría de las veces doblado magníficamente por el inolvidable Constantino Romero), ese marco o paisaje natural en el que tantas veces nos ha hecho felices. Gracias, Jinete Pálido, pocas cosas en las grandes salas nos han cautivado tanto como la verdad artística, también a menudo la inmensa humanidad, de muchos de sus personajes.

Amanecer

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Adam Elsheimer: Aurora, hacia 1606. Herzog Anton Ulrich-Museum, Brunswick (Alemania).
(Soliloquio desdoblado)
—No está nada claro cuál sea la verdadera sustancia de la luz.
—Ni siquiera si la luz está más allá de nuestros ojos.
—Ni si lo verdadero es algo más que una quimera.
—Ni si la quimera importa al fondo mucho.
—¿Y qué decir entonces del insomnio?
—Tampoco es improbable que sea sólo un sueño.
—Un sueño que se empeña en negarnos el placer de soñar.
—O viceversa.
—Puede que estemos al borde de un azar resbaladizo.
—Y hoy parece haber amanecido el domingo postrero de las dudas.
—Si es que, a estas alturas asonantes, significa ya algo el calendario.
—Y una pregunta al fin subiendo con el sol...
—Al borde del abismo, ¿quién nos pedía dar un paso al frente?

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sábado, 30 de mayo de 2020

Los belfos de Hitler: un Trump l'oeil

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(Al hilo de los días). Anoche, viendo en televisión el discurso de Trump, más atento a sus gestos de ojos entrecerrados (como dos “puñalás”) y labios botarates, por no hablar ya de la indescriptible panocha capilar, sentía, además de un indisimulable rechazo físico, una incomodidad de no fácil identificación. Un grave malestar de fondo. Pues bien: esta portada de Time* hace que por fin pueda identificar mis sentimientos y sensaciones. Genial. Y una cautela: es probable que Trump todavía sea ‘sólo’ el bigotito y los belfos del terror. Habrá que ver de qué modo es posible evitar que lo que de momento parece un mero Trump l'oeil se convierta en el rostro entero. 


*NOTA: Parece ser que la portada de Time no es de Time sino un montaje. En todo caso, un buen montaje. Aunque hay que ponerlo en su sitio. No sería la primera vez que una falsificación (fake) se convierte en una obra de arte. Quede constancia.

Yo la tomé de un tuit de mi condiscípulo el escritor Manuel Rivas. Mi amigo el poeta y funambulista ubetense Miguel Cobo, que también picó el anzuelo, es el que me avisa del embrollo. Creo que, en todo caso, aquí  viene bien el conocido tópico de «Se non è vero, è ben trovato». Digo.

El órgano

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«El Capitán Nemo tocando el órgano», grabado de Henri Théophile Hildibrand, 1877.
En aquellas días no era infrecuente que, por propia iniciativa o al hilo de algún estímulo que llegara a sus ojos, se sorprendiera a sí mismo poniendo todo su afán en emprender repentinas caminatas verbales que a menudo quedaban colgando, como estalactitas, de la cueva en penumbra de su mente. Era lo que desde entonces dio en llamar los «paseos gratuitos para que la función engendre el órgano». «Siempre —solía añadir, no sin algo de sorna— entendiendo “órgano” en el sentido musical de término».
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viernes, 29 de mayo de 2020

Un cine que se acaba

Los ojos fascinados de Ana Torrent en El espíritu de la colmena, de Victor Erice.
(Al filo de los días). Leo con interés esta especie de elegía que Carlos Boyero dedica a las salas de cine, no sé si también —yo así lo creo— al cine tal como lo hemos conocido hasta ahora, aunque durante algún tiempo aún se siga proyectando en salas. Y es que, en efecto, el llamado séptimo arte digno de ese nombre, como ya han puesto de relieve críticos e incluso cineastas —Erice, entre otros—, tal vez sea ya cosa del pasado, derrotado definitivamente por un neogénero que guarda con él cierta filiación —imágenes en movimiento para contar una historia— pero que ya no coincide ni en la manera de concebirlo, producirlo, desarrollarlo ni, sobre todo, de «consumirlo».

En mi caso particular —y algo he escrito sobre ello— fui muy consciente de que esa despedida se produjo al asistir hace unos meses al estreno de El irlandés, la última de Scorsese, en una pequeña sala de Madrid y en medio de un patio de butacas lleno de espectadores cuya edad media seguro que sobrepasaba los 70 años. Había que estar muy ciego para no entender lo que aquello significaba: ya casi una sesión póstuma, si no todavía del espectador (confío en que así fuera), sí por completo del tipo de espectáculo, del milagro de la sala oscura, del viejo rito de ir al cine. Que se podrá seguir manteniendo durante algún tiempo, pero ya será otra cosa.

Y lo será porque, como bien pone de relieve la propia película de Scorsese, las historias cinematográficas ya se conciben y se ruedan bajo los criterios de un tipo de narración que, la mayoría de las veces, está más cerca de los hábitos de audiencia impuestos por las series y los telefilmes que según los viejos criterios narrativos de atención mantenida, despliegue demorado de la complejidad, dibujo minucioso de perfiles psicológicos, retratos de conciencia, ejercicios de suspense sin exceso de tramoya, etc. En fin, toda una amplia gama de cambios no sólo accidentales que, si bien muchas veces resultan imperceptibles por la continuidad de la experiencia, en el fondo explican las muy diferentes sensaciones que el espectador de cierta edad y gusto no estragado tiene ante la cinematografía actual, sin que ello implique no saber apreciarla, disfrutarla y valorarla como se merece. Sólo que ya no es —ya no es— lo mismo.

Enea

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Marcelo Grande: Cosiendo en el patio, fecha indeterminada. Col. Particular.
Cuando “la” calor asoma su zarpa, como ya ha ocurrido algunos de estos días, a él se le viene a la memoria, y casi se le pone ante los ojos, el corro de las madres y vecinas que —como es lugar común— con la fresca sacaban sus sillas a las calles empedradas y, con ágiles agujas y lengua indómita, capaces eran de ponerle un remiendo a cualquiera de los destrozos de nuestros rudos hábitos de juego, al tiempo que le tejían un buen traje, a medida y con las sisas y las risas muy bien puestas, al mismísimo lucero del alba. Ah, si las sillitas de enea pudieran hablar...
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jueves, 28 de mayo de 2020

Marcelo Grande

(En voz alta). Buscando información sobre una obra del pintor Marcelo Grande, recientemente fallecido, he dado con este vídeo del canal de Gato Nando que reúne un número de obras suficiente para subrayar el gran interés de su pintura, una faceta que tal vez quedó un poco eclipsada por su dedicación profesional como director artístico de películas y montajes teatrales y operísticos.
El vídeo se acompaña de esta nota biográfica: «Marcelo Grande (Tomelloso, 14 de octubre de 1945 - 14 de mayo de 2020) comenzó sus estudios en Tomelloso y Ciudad Real hasta llegar a Barcelona para estudiar en la Escuela de Artes de Sant Jordi. Ha dedicado toda su vida al diseño de vestuario y a la escenografía en cine y ópera realizando más de 15 montajes con Mario Gas en el Liceo de Barcelona y en el Teatro Real de Madrid. En el cine, fue director artístico de varios filmes, recibiendo el Goya por el diseño de vestuario en “Si te dicen que caí”. Su pasión siempre ha sido la pintura, desarrollando una actividad artística fuera de lo común, con absoluta libertad, y con una creatividad fabulosa. Así lo demostraban sus estudios de Tomelloso y Casafort (localidades en las que residía), repletos de sus pinturas, de ese color único, las contundentes texturas, de esa técnica tan particular que hacía de Marcelo Grande un artista sin igual».

John John XXIII (sin pausa)

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El pequeño John John Kennedy ante el féretro con los restos de su padre (25.XI.1963).
En uno de esos desahogos orales que el teléfono de siempre aún hace posible, él comentaba con un su amigo cómo había estado marcada la su vida —y en especial el origen de una cierta conciencia de la realidad— por grandes noticias de muertes importantes entre las que destacaban muy por encima de todas las demás las del papa Roncalli Juan XXIII llamado «el papa bueno» y casi más todavía el conocido por todos como «magnicidio de Dallas» en el que fue asesinado de forma brutal y «espectacular» el presidente John Fitzgerald Kennedy, nombre que desde entonces él siempre ha procurado pronunciar de la su forma completa como el que reza la oración consabida o recuerda un refrán. Pues bien: de los muchos registros icónicos que su memoria guarda de este último suceso e incluso de los ambos dos él considera que el su más vivo emblema es la imagen del pequeño John John único hijo varón de la víctima vestido con unos pantaloncillos cortos e imitando con la su gracia el saludo militar ante el féretro de su padre solemnemente cubierto con la bandera americana y rodeado de soldados rindiéndole honores. Y también da en pensar que si una de las características de la sociedad de masas, al menos tal como la conocimos bajo el espejo omnipresente y generador de realidad de la televisión, es la multiplicidad de los ritos y las ceremonias de identificación que pone a nuestro alcance, no es descabellado suponer que debe de ser indudable que los derivados de esas imágenes estuvieran entre los más tempranos y decisivos, sin duda también porque la tragedia de Dallas fue, para nosotros, el inicio de una saga interminable de muertes, desgracias, escándalos y «crueldades del destino» que parece no tener fin y cuyos devenires superan tanto las viejas tragedias familiares narradas en los mitos y otros textos literarios clásicos como los sucesos legendarios de reinos malditos y de ciertas historias de la muy maleada “materia de Bretaña” incluido el trasiego brutal en el reino de Camelot y otras series que no quiere ni puede ni se atreve a recordar ahora, mientras cae la tarde y va declinando la memoria aun sin pausa pero ya silbando con el sonido agudo y en círculos concéntricos que parece salirle por la boca al cántaro que en la fuente se llena y no tardará en desbordarse.
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miércoles, 27 de mayo de 2020

La soledad

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Ilustración ©️Javier Serrano, 2020
Si queréis saber de verdad qué es realmente estar solo podéis echaros a andar junto un muchacho de 19 o 20 años que avanza, a pleno sol o cuando ya ha empezado a caer la noche, por las calles de una ciudad activa y bulliciosa, incluso frenética y brutal. Y aunque ese joven habla con todo el mundo y a todo el mundo saluda, siente que nadie le ve y que él tampoco ve a nadie.

En aquella época borrosa de hace más o menos medio siglo, los lugares por los que transitaba mi vida eran sólo un decorado de cartón piedra casi inerte, sin más significado que su presencia muda y teatral. En ocasiones pienso que entonces yo vivía dentro de un sueño por el que daba vueltas circulares como un ratoncillo dentro de su jaula: desde el Jardín a la Plaza, desde el Río hasta la Ermita, desde el Bosque de Álamos ya enfermos hasta la Estación del Tren.

Tales eran, por entonces, mis tristes y repetidas rutas de cobaya. Y hay mañanas, al despertar, mientras me dirijo desde la cama al cuarto de baño, que aún me asalta la duda de si de verdad he conseguido salir de esa clausura.
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martes, 26 de mayo de 2020

La tertulia

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Juan Ignacio Burguete: Tertulia de viejos.
En la tertulia del cuarto de cabales que se había montado en un rincón de la zona común del edificio menudeaban las discusiones sobre preferencias de géneros, formas y modos, a menudo ejemplificadas con citas elocuentes, en general muy bien traídas y jaleadas con olés y otras exclamaciones.
Mi sorpresa fue grande cuando todo el corro de aficionados quedó mudo, incluso se diría que atrapado en un silencio mayor, cuando se me ocurrió improvisar lo que yo consideraba casi una obviedad, en concreto:
—Belleza del cante grande:
la música del azar
canta por casualidades.
El pasmo duró hasta que mi compadre Virgilio de Ronda, con su habitual toque senequista, sentenció con voz clara:
—Ese palo tiene mucho futuro, quillo.
—Casi tanto como pasado —apostilló alguien.
—Y nosotros en medio —añadí yo.
Y poco a poco fue volviendo la bulla.
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lunes, 25 de mayo de 2020

Adagia andante (10)

La poesía es la médula espinal de la literatura.
El poema a menudo cesa (o se interrumpe) y siempre está empezando. Su tiempo es el de la eternidad del instante.

Mucho más importante que buscar la originalidad es no perder el instinto del origen.
Y el instinto de muerte. No se olvide.
Aprender a vivir en el poema. A respirar con él. A qué él respire a través de nosotros. Alma: pneuma.
No hay que perder nunca de vista la parte invisible.
Saber navegar en tierra firme.
Examinar con sumo cuidado la naturaleza de las metáforas. La dimensión profunda de su realidad. Su condición de primer significado.
Ese espacio que se abre en la conciencia del poeta cuando el poema le muestra la existencia de lo inesperado.
Todo está en manos del azar. Sólo podemos trabajar con ellas.
La poesía, ese desorden.
Muchas veces es el romanticismo —o lo que se conoce como tal— poco más que una capa de pintura.
La poesía es siempre un fogonazo. Aunque a veces se tarde mucho en recibirlo.
Y es literal: «El ojo ve menos de lo que la lengua dice. La lengua dice menos de lo que la mente piensa». (WS: 161)
La poesía es la realidad. No tiene otro motivo.
Vivimos desde el interior. Pero no es posible vivir solo dentro de él.
La ciencia de la poesía. Y conocer sus límites.
El poeta es también un filósofo. El filósofo confía en el poeta, aunque le vete la entrada a la academia. Lugar al que el poeta no desea entrar. Solo airearlo.
No hay fibra pura en el poema. Ni esencia sólo. Todo en él importa. «La descripción es un elemento, como el aire o el agua». (WS, 166)
La escritura del poema es una experiencia. La lectura también. Otra. Nunca la misma.
Un poema puede ser cualquier cosa. Pero no cualquier cosa puede ser un poema.
La poesía es algo sustancial a (y de) la condición humana.
La razón crece en la naturaleza. No es ajena a las demás especies.
¿Qué decir de la vida? Ella se dice.
También florece la imaginación.
El mundo siempre nos llega a través de las formas.
Poesía es comunión. Muchas veces, en busca de comunicación.
Y suele haber algunos brillos que quedan en el aire: «El poeta llega a las palabras como la naturaleza a los tallos secos». (WS, 175)
Las palabras engendran melodía.
No es preciso subrayar lo que las palabras ya ponen de relieve. Pero si es preciso poner de relieve el verdadero grosor de las palabras.
En el horizonte de los mejores poemas siempre aparece alguna forma de felicidad. No hay otro modo. Y hasta puede que eso sea la auténtica tragedia.
Y no olvides, amigo, elevar tu oración al dios mendigo.

viernes, 22 de mayo de 2020

El cochero

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Cuadro del pintor polaco Mirosław Szeib.
Yo en otra vida fui cochero. Hasta que subió ella. Y me puso a su servicio. De lo mismo. O casi.
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jueves, 21 de mayo de 2020

Memorias de Woody Allen


(En voz alta). Va a ser el primer libro que compre en la fase inicial de la postpandemia por tres motivos destacables: por Woody, por Allen y porque Sí. Y por uno, algo tópico, pero que los resume todos: es de bien nacidos ser agradecidos.

En son de Paz (5)

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Paz joven y con aire bohemio, incluso de «poeta maldito».
Foto de Carla Zarebska.
(En son de Paz, 17). »» Para revelar el sueño de los hombres es preciso no renunciar a la conciencia. No un abandono, sino una mayor exigencia consigo mismo, se le pide al poeta. Queremos una forma superior de la sinceridad: la autenticidad. En el siglo pasado [el XIX] un grupo de poetas, que representan la parte hermética del romanticismo —Novalis, Nerval, Baudelaire, Lautréamont— nos muestra el camino. Todos ellos son los desterrados de la poesía, los que padecen la nostalgia de un estado perdido en el que el hombre es uno con el mundo y con sus creaciones. Y a veces de esa nostalgia surge el presentimiento de un estado futuro, de una edad inocente. Poetas originales no tanto —como dice Chesterton— por su novedad sino porque descienden a los orígenes. Ellos no buscaron la novedad, esa sirena que se disfraza de originalidad; en la autenticidad rigurosa encontraron verdadera originalidad. En su empresa no renunciaron a tener conciencia de su delirio, osadía que les ha traído un castigo que no vacilo en llamar envidioso: en todos ellos se ha cebado la desdicha, ya en la locura, ya en la muerte temprana o en la fuga de la civilización. Son los poetas malditos, sí, pero son algo más también: son los seres vivientes y místicos de nuestro tiempo, porque encarnan —en sus vidas misteriosas y sórdidas y en su obra precisa e insondable— toda la claridad de la conciencia y toda la desesperación del apetito. La seducción que sobre nosotros ejercen estos maestros, nuestros únicos maestros posibles, se debe a la veracidad con que encarnaron ese propósito que intenta unir dos tendencias paralelas del espíritu humano: la conciencia y la inocencia, la experiencia y la expresión, el acto y la palabra que lo revela. O para decirlo con las palabras de uno de ellos: el matrimonio del Cielo y del Infierno», escribió Octavio Paz al final del artículo «Poesía de soledad y poesía de comunión», fechado en México en 1944 y recogido en la segunda parte de Las peras del olmo, volumen recopilatorio de breves textos sobre temas literarios y artísticos editado por primera vez en 1957. Por una nota incorporada al propio texto, sabemos que el artículo fue escrito para un ciclo de conferencias organizadas con ocasión del cuarto centenario del nacimiento de san Juan de la Cruz. Tirando del hilo de este detalle, tal vez cabría preguntarse qué lugar concedería el poeta mexicano al gran místico abulense en ese concierto de “voces de la autenticidad”. Quede la incógnita pendiente para otro día. Aunque se admiten sugerencias.


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(En son de Paz, 18). »» A todos, en algún momento, se nos ha revelado nuestra existencia como algo particular, intransferible y precioso. Casi siempre esta revelación se sitúa en la adolescencia. El descubrimiento de nosotros mismos se manifiesta como un sabernos solos; entre el mundo y nosotros se abre una impalpable, transparente muralla: la de nuestra conciencia. Es cierto que apenas nacemos no sentimos solos; pero niños y adultos pueden trascender su soledad y olvidarse de sí mismos a través de juego o trabajo. En cambio, el adolescente, vacilante entre la infancia y la juventud, queda suspenso un instante ante la infinita riqueza del mundo. El adolescente se asombra de ser. Y al pasmo sucede la reflexión: inclinado sobre el río de su conciencia se pregunta si ese rostro que aflora lentamente del fondo, deformado por el agua, es el suyo. La singularidad de ser —pura sensación en el niño— se transforma en problema y pregunta, en conciencia interrogante», escribió Octavio Paz en el inicio de El laberinto de la soledad, el enjundioso ensayo sobre la identidad mexicana que fue su primera obra importante (su primera edición está fechada en 1950). A menudo se habla sobre la importancia de los “arranques” de las obras literarias, esa primera frase cuya especial rotundidad o capacidad de sugerencia actúa a modo de señuelo o aldaba que, casi sin darnos cuenta, nos introduce en el umbral de lo maravilloso. No menor ni otro valor tiene a mi juicio este párrafo de Paz que, además de abordar de forma muy original un tema de pesquisa y reflexión antropológicas, posee una significación autónoma y útil como intuición acerca de la condición humana. Una vez más, la tensión de la escritura pone de relieve la mano inspirada de un gran creador.

La imagen puede contener: Francisco Caro
Octavio Paz, probablemente en el mismo año
que le concedieron el premio Nobel (1990).

(En son de Paz, 19). »» En mi peregrinación en busca de la modernidad me perdí y me encontré muchas veces. Volví a mi origen y descubrí que la modernidad no está fuera sino adentro de nosotros. Es hoy y es la antigüedad más antigua, es mañana y es el comienzo del mundo, tiene mil años y acaba de nacer. Habla en náhuatl, traza ideogramas chinos del siglo IX y aparece en la pantalla de televisión. Presente intacto, recién desenterrado, que se sacude el polvo del siglo, sonríe y, de pronto, echa a volar y desaparece por la ventana. Simultaneidad de tiempos y de presencias: la modernidad rompe con el pasado inmediato para destacar el pasado milenario y convertir a una figurilla de fertilidad del neolítico en nuestra contemporánea. Perseguimos a la modernidad y nunca logramos asirla. Se escapa siempre: cada encuentro es una fuga. La abrazamos y al punto se disipa: solo era un poco de aire. Es el instante, ese pájaro que está en todas partes y en ninguna. Queremos asirlo vivo pero abre las alas y se desvanece, vuelto un puñado de sílabas. Nos quedamos con las manos vacías. Entonces las puertas de la percepción se entreabren y aparece el “otro tiempo”, el verdadero, el que buscábamos sin saberlo: el presente, la presencia», escribió Octavio Paz en su discurso de recepción del Nobel, en diciembre de 1990. Casi treinta años después, y cuando algunas urgencias tal vez han alterado muchas de nuestras percepciones, ese estado de permanente fugacidad, de tiempo que se nos escurre entre los dedos como un puñado de arena —o tal vez ya más bien como una sustancia algodonosa que apenas excita el tacto—, esas palabras, tan intuitivas, son más pertinentes que nunca. Y más acuciante aún resulta la necesidad de reconocer el peso del instante como la manifestación más poderosa de la ley de la gravedad sobre nuestra conciencia: una presencia, continua y consciente, convertida en la mejor, tal vez la única, tabla de salvación frente a la creciente marea evanescente que nos arrastra con todas sus secuelas virtuales. Y aún más: la modernidad hoy tal vez estribe en asumir nuestra condición de seres póstumos de una historia finalmente equivocada y, desde la radical comprensión de los errores fatales cometidos, impulsar la búsqueda de una nueva oportunidad para que “otro tiempo verdadero” pudiera abrirse paso en la aventura humana sobre la Tierra.

Luar

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Ilustración: ©️ Javier Serrano, 2020.
De todos los paseos de mi vida —que, como podéis suponer, a estas alturas de la obra ya han sido muchos—, ninguno se puede comparar al de aquella noche de un remoto verano de mi adolescencia aún no clausurada, cuando volvía de una romería campestre, bajo la luz de la luna, por senderos boscosos y en compañía no humana...Y no puedo contar más. De lo contrario, faltaría a mi promesa y se quebraría el hechizo con que desde entonces viven en mi memoria —y en mi cuerpo— esas horas inmortales.
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miércoles, 20 de mayo de 2020

El turno

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Alexei Sundukov: La cola, 1986. Museo Estatal Ruso, San Petersburgo.
—Buenas tardes.
—Buenas.
—¿Es usted el último?
—Según cómo se mire.
—En la cola.
—Claro, estoy en la cola.
—¿Y para qué es?
—¿Para que es qué? ¿la cola?
—No, que para qué quiere usted ser el último.
—Bueno, acabo de llegar.
—Ah, entonces, no sabrá...
—¿Qué insinúa?
—Nada, sólo si sabe si tardará mucho...
—Eso depende.
—Varía, claro.
—Sí, varía. Pero también depende.
—¡Vaya! El caso es que...
—No, no voy a ir a ningún sitio.
—Ya, ya, sólo quería decirle que...
—Diga, diga.
—... no sé si pedirle a usted...
—¡Eh!
—... la vez. El turno, ea
—Ah, bien. Si es eso sólo, hecho.
—Después de usted, entonces.
—Se verá.
—¿Y eso?
—Nadie puede estar seguro.
—Bueno, eso es cierto. Son tiempos raros.
—Fíjese, cuanto llegué no había nadie.
—¿Nadie? Y eso.
—No es fácil hacerse cargo.
—Y que lo diga.
—Uno llega, vive su vida, va pasando el tiempo...
—Es como dice.
—Y cuando se quiere dar cuenta...
—Sí...
—... faltan más de la mitad de los que iban delante.
—E incluso al lado.
—Si, esos también.
—Esos y esas, no se olvide.
—Y es entonces cuando se vuelve uno...
—Una miradita hacia lo que viene por detrás.
—¡Eso mismo! Se mira y...
—No me diga más: se vuelve a caer en la cuenta de que...
—... alguien se pondrá detrás...
—... y nos pedirá el turno...
—... y se lo daremos...
—... y así sucesivamente.
—Bueno, parece que le toca.
—No si yo ya me iba.
—Ah, creía que...
—No, nada. Es su turno.
—Bueno, gracias,
—Adiós, buenas tardes
—Adiós, buenas noches.
El autobús llegaba ya. Y, como siempre durante estos días, casi vacío.

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martes, 19 de mayo de 2020

Ex machina

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Foto de François Hardy, de una serie realizada por Jean-Marie Périer en 1964.
«Hace ya ha tiempo que cayó en desuso, sustituida por todo tipo de teclados y pantallas. Pero en la vieja máquina de escribir aún hay una belleza imbatible de artefacto artesano, incluso de animal de una especie al borde de la extinción, o ya, y en más de un sentido, ex/tinta. Lo cierto es que su memoria y sus rasgos siguen vivos en infinitos testimonios de época». Había comenzado a escribir de este modo su elegía por una vieja amiga, cuando el autor sintió que, muy por encima de todo esos recuerdos, tata-ta-tata-tata, lo que en verdad echaba de menos era la percusión del teclado pulsado a buen ritmo, tata-tata-ta ta, aquel crotoreo casi sinfónico animado por el alegre campanillazo del final de línea, tata-tata-ta ta-ring!, y el deslizante zumbido del cambio de renglón, swift, swiffffft, sin olvidar el giro saltimbanqui de la increíble tecla de retroceso... En fin, añoraba una melodía tantas veces emulada y ponderada en los últimos años que, según le ha confesado alguna vez el portátil con que suele escribir sus relatos, y es literal, «me pone más que a un niño de tu época la música de los caballitos». El autor cada vez tiene más claro que, en el fondo de su corazón de litio y sus bocanadas de wifi, su también ya viejo ordenador es todo un romántico. Y de un modo acaso inexplicable pero evidente, se sabe heredero de una antigua y sonora leyenda.
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lunes, 18 de mayo de 2020

Adagia andante (9)


La memoria es más que nada la historia de lo que lucha a muerte con la muerte. Una batalla sin final.
El poema es la suma de sus atributos.

Es poeta aquel que sigue la norma elástica y vital de la poesía. Nadie se arrogue en vano esa condición.
Invocar a los dioses es humano. Todos somos criaturas de niebla y resplandor.
En la muerte se cifra el gran misterio. Podemos pronunciarla y no nos borra. Aunque todo se acabe. Sabemos desde el principio lo que es: “un pájaro”.
La poesía es siempre un acto de ilusión frente a la muerte. Un ejercicio inaplazable de concentración. Ese rumor de fondo.
Ser joven o ser viejo... qué más da. Ser viejo es haber sido joven, ¿da lo mismo?
Y, además, están los que nos precedieron. También fueron ancianos mucho antes. Aunque no todos. La línea de la vida es implacable.
El mundo es implacable. Pese a todo, pese a todos, cada mañana está ahí. Y recién hecho.
Lo miramos con el ojo de la lengua. Con el gran ojo triangular de Dios entre las nubes. Y en el aire atronando la pregunta: ¿qué has hecho de tu hermano?
¿Es un verso perdido el paraíso?
Este lugar en el que estamos sin nunca llegar a tiempo. El tiempo que vivimos sin nunca saber dónde. En el espaciotiempo: esa cruz.
El poema, en efecto, es a menudo la cola extendida de un pavo real.
No tenemos más remedio que soportar tanta belleza. Y confiar, como el ángel de Rilke, que su indiferencia no llegue a destruirnos.
La realidad lo ocupa todo. Y luego lo vacía.
En ese doble movimiento se esconde el zigurat de nuestra culpa: no ser capaces de distinguir los pulsos de la luz, pensar como si fuéramos reales, domadores de vértigos, secuelas de un cometa incendiado en medio del vacío, rostros incandescentes de la luz y algunas otras vibraciones táctiles.
Las palabras están llenas de cosas.
A menudo nos hablan por sí mismas: resuenan en la sala vacía de nuestra mente y llenan de inquietud los corazones.
Hablar es un modo de salir de uno mismo. Un acto puro de existencia.
El poema es siempre un laberinto. Solo podemos salir de él por donde entramos. Sin olvidar, en ese recorrido, el teatrillo de la imaginación.
Un poema es un arado en tierra fértil. Su esqueleto son los huesos de la tierra.
El poema es la piel de la memoria. Que con frecuencia está llena de tatuajes: la búsqueda
—a menudo inhumana—
de la felicidad.

El invisible (v-w)

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José Manuel Broto: Arabescos: las puertas del serrallo, obra de la exposición
Algunos colores, actualmente en la Real Casa de la Moneda,
Madrid (cerrada temporalmente). Foto: AJR,
2020.
Cuando ya no quedaba nadie, al invisible se le pasó por la cabeza la idea de abandonar su estado, prescindir del prefijo, quitarse la mascarilla de los últimos días y desdoblarse. Pero entonces le paralizó una duda hasta entonces inédita: ¿para qué?
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Días de casa en Palacio

La imagen puede contener: bicicleta, cancha de baloncesto y exterior
"Días de casa en Palacio": ©️AAM, 2020.
Parecía imposible, pero nuestras horas volvían a transcurrir en las viñetas de un tebeo.
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(Para  amigo Alfredo Ahijado, que lo ha puesto casi todo)

domingo, 17 de mayo de 2020

Carvalho Calero


(Al filo de los días). Como cada 17 de mayo hoy se celebra el Día das Letras Galegas. Este año se recuerda a Ricardo Carvalho Calero, un hombre sabio. Por ahí tengo algún libro suyo, aún firmado por Ricardo Carballo-Calero Ramos, que era su nombre completo en la vieja grafía. Uno de los asuntos, por cierto, a los que el, como filólogo y estudioso de la lengua, prestó gran atención. Y que aún colea. Menos mal que, como decía Castelao, «as palabras, como os paxaros, voan por riba das fronteiras». Bo día.

sábado, 16 de mayo de 2020

La mano del ángel

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Ilustración: ©️Javier Serrano, 2020
Entre el mercado de la muy popular plaza del Fontán, en Vetusta, y la antigua parada de autobuses para Lugones, al final de la calle Bermúdez de Castro y ya cerca de Campo de los Reyes, debe de haber un trayecto de al menos 2 kilómetros. Los recorro ahora a lomos de Google Map y busco los surcos de su resonancia en mi disco duro del año 62 o 63, cuando el niño que yo era acaba de romper por descuido una botella de agua al ir a llenarla en la fuente del mercado. Y por miedo, vergüenza, apuro, timidez, cobardía, o tal vez y más probablemente, por pura inocencia culpable —esa cruz—, ese rapaz o “guaje” es incapaz de regresar al puesto de venta de su tío el Buhonero, donde se encarga de ayudar en los recados y se alegra cuando le dejan despachar a algún cliente. De modo que, sin apenas pensarlo, como el que pone pies en polvorosa (una frase de cuyo significado ni entonces ni ahora he estado muy seguro), ha emprendido el azaroso regreso a casa, en la citada Bermúdez de Castro, sin decir nada nadie y preso en todo momento de una pura turbación. El ojo cenital de Google permite hoy recorrer palmo palmo casi cualquier camino y sería fácil ir desmenuzando este y aquel rincón y sacarle brillo a cada hilo del ovillo de la memoria, pero se imponen la brevedad de los días huidizos, la lógica imperante del fragmento y el escollo de la escasa atención sostenida. Así que acabaré diciendo que, dada mi parca capacidad de orientación, me sigue resultando inexplicable cómo pude haber recorrido ese camino sin perderme y, por lo que recuerdo, sin una sola duda en las bifurcaciones. Tal vez lo del ángel de la guarda no sea sólo un cuento de madres angustiadas ni ese a veces turbador y algo empañado espejo de nuestra conciencia.
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viernes, 15 de mayo de 2020

Boquetes de magia

(En voz alta). «Boquetes de Magia», así con mayúscula, es lo que hay en este vídeo que ha venido, casi de mano de la tormenta, a alegrarme la rara tarde de mayo, isidril. Todo enhebrado por la lira más perfecta y hermosa, también la más precisa y sublime, en que el castellano (español) ha logrado encarnarse. Y con toda la sabia belleza granadina. Una rara conjunción. Como esas palmas —coro de criaturas, de aves marinas, de ecos celestes— que hacen de cauce para que las palabras del mudejarillo lleguen más hondo. O el diálogo final y filial entre Morentes. La luz filtrada. El agua. Unos minutos de felicidad. No se los pierdan.

Polémicas redes


(En voz alta). He aquí una reflexión, con acusaciones muy duras, sobre ciertos aspectos de los nuevos usos tecnológicos y, en particular, los usos más o menos ocultos de las redes sociales. Puntos de vista dignos de tenerse en cuenta. Para seguir pensando. Y actuando.

Leyenda apócrifa del santo labrador

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Estampa popular de San Isidro Labrador, patrón de Madrid
y protector de las tareas agrícolas.
Dice la voz anónima del romance apócrifo que aquel año el Santo Labrador, algo flojo de voluntad y más bien vago de carácter, yacía tumbado en su jergón con el claro gesto del que ha decidido dimitir de todas sus funciones. «Anda, María, que tú tiés más cabeza —le dice a la mujer tumbada a su lado—. Baja a la pradera y diles que ya, si eso, a otraño...». «¡Pero qué dices, so mendrugo! —le espeta ella—. ¿No ves que es ahora cuando más te necesitan? ¡Ya estás unciendo los bueyes y pa’bajo!». «¡Mecagüen la leche!, ¿pa’ que quiés que vaya! ¡Si non va a haber nadies...!». El labrador parecía decidido a seguir en sus trece, pero el filo de la mirada cónyuge fue suficiente para convencerlo de que no había más opción que obedecer. Así que de un salto abandonó el catre, se embutió las calzas y el jubón más nuevos, preparó en un suspiro de ángel los aperos y, al frente de sus bestias bien uncidas, puso rumbo al Manzanares y hacia las demás riberas en cuyas amenas praderías y tierras de labor se implora y venera con ancestral devoción al santo precursor de la reforma agraria. Si os fijáis bien, con un poco de paciencia, queridos niños, ahora que la ciudad tiene buenos los aires, incluso podréis ver el brillo de la reja de su arado entre las nubes... O en la Nube, que es donde ocurren ya todos los milagros.
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jueves, 14 de mayo de 2020

El regreso

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Yves Tanguy: Todavía y siempre, 1942. Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid.
Foto: ©VEGAP.
Soñó que había llegado al fin del sueño y que en la blanca oscuridad se acababa todo: el sueño, el cielo, el suelo, la vida. El mar no estaba, ni había aire, sólo un lienzo de niebla. Nadie. ¿Cómo es posible —tal vez diréis— regresar de una aventura así? No lo sabe. Ni si ha regresado. Pero lo cierto es que ese mismo día, a media tarde, le invadió una emoción parecida a la ternura cuando, en un libro de cuyo nombre no logra acordarse, leyó una frase de Novalis, de cuya literalidad tampoco estaba seguro: «Cuando soñamos que soñamos estamos muy cerca de despertar». ¿Sería cierto? Tenía toda la noche para comprobarlo.
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miércoles, 13 de mayo de 2020

La tramoya

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Jacob Jordaens: El bufón, la mujer y el gato (fragmento), hacia 1641-1645. Col. Epiarte.
Se abre el telón y un bufón ocupa el centro de la escena. Mira desafiante al público y declama:

«Así vamos y eso somos.
O somos así, si vamos
vivaces, lentos, a lomos
de las horas que gastamos
y nos consumen. Los cromos
y viñetas de la vida
son, si amenos, la tramoya
de la función: no hay salida
por el foro: nos arrolla
la corriente. Y nos olvida.»
Con los últimos versos ha ido invadiendo el escenario un río de plástico que cubre por completo al bufón, mientras lentamente cae el
Telón.
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martes, 12 de mayo de 2020

El invisible (u)

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Leonardo da Vinci: Autorretrato, hacia 1512. Biblioteca Real. Turín.
«Su nombre es nsp12. Seguid la pista» (LdV)
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lunes, 11 de mayo de 2020

Aziza Brahim

(En voz alta). Desde los campos de refugiados saharauis de Tinduf, uno de los lugares del mundo que lleva años intentando salir de un tan injusto como absurdo confinamiento, nos llega la voz libre y luminosa de Aziza Brahim, cantante y actriz saharaui nacida en 1976. Educada en la tradición folklórica de su pueblo, desde niña descubrió su gusto por la música y en ella ha puesto todo su empeño artístico, completado con su dedicación como actriz (Wilaya, 2012). En las dos ultimas décadas ha residido en España, primero en León y después en Barcelona. Un nombre y una voz que hay que tener en cuenta.
(Agradezco a Hamudi Farayi el enlace del vídeo y su amistad).

Adagia andante (8)


En modo alguno puede ser el poema sólo una máquina de destrucción. Aunque a veces es preciso despejar el campo de batalla. Pero el poema que sólo destruye está creando su propia condena. Nada escapa del fuego de la ira sin causa.
El poema es lo que se dice en la forma de decirlo: no hay querella alguna entre fondo y forma.

Tampoco hay problemas de género en el poema. Las palabras siempre los tienen todos, por mucho que «un poeta mira el mundo del mismo modo que un hombre mira a una mujer» (como dice Stevens en la cláusula 109, marca de época).
¿Y qué es lo que el poema tiene que decir? Si el poeta no lo sabe, quizás no haya poema. Aunque muy a menudo sea el poema la única forma de saberlo.
La naturaleza del poema no es distinta de la naturaleza del poeta. Objetos de atención ambos en un mundo donde los sujetos —pese a un nombre tan marcado— son libres
El objetivo del poema estriba más que nada en su pertinencia estética: una mirada plástica, una confirmación de lo que se adentra en nosotros a través de los sentidos.
Y desde ahí —religare: retorno al uno— es posible, factible e incluso razonable un salto hacia la religión.
Ese instinto sin fin hacia la belleza del mundo.
De nuevo regresamos —Deus non sum dignus— a las estancias de la imaginación. Dios es la gran inventio.
Por eso —me repito— todo gran poema —es decir: exigente— es un modo de oración.
Y todo es un camino imaginario para no salir nunca de la realidad.
Una realidad que no cabe en modo alguno dentro del realismo, ese abismo.
De ahí la ira de los que piden pan al pan y vino al vino y aúllan por la noche sin saberlo.
De ahí también la vigilancia sin fin de la razón. Como dijo Ducasse, le faltan a la psicología muchos progresos por hacer. Y la filosofía aún no ha muerto.
La historia sólo puede escribirse en presente continuo.
Y el poema es el alma de la historia.

Nueva fase, sigue la lucha

(En voz alta). En muchos puntos de España se inicia una nueva fase en la situación de alarma. En otras, aún tendremos que tener paciencia. Pero en ningún caso ni en ningún sitio hemos de perder de vista que la lucha sigue siendo virulenta y que continúa habiendo un grupo de compatriotas que se están jugando la vida por la salud de todos. Para ellos van todas las tardes nuestros aplausos mantenidos y a ellos se destinan los «abrazos prohibidos» que algún día podremos darles de verdad. Ánimo y gracias.

Entre colegas

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Otto Dix: Retrato de la periodista Sylvia von Harden, 1926.
Museo Nacional de Arte Moderno-Centro Georges Pompidou, Paris.
«En no pocas ocasiones —me confesó el colega al otro lado del FaceTime— me he visto obligado a hacer de negro». Iba a pedirle detalles, pero se adelantó. «Hoy, sin ir más lejos, he tenido que publicar con otro nombre unos puntos suspensivos»... No fue necesario mostrarle mi solidaridad. Aunque tentado estuve de pedirle que me regalara una tilde. Para no quedarme solo ante el peligro. Y, ya de paso, poder despedirme de forma elegante.
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domingo, 10 de mayo de 2020

El camino del sol

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Ilustración ©️Javier Serrano, 1920
Cuando era niño creía que mi casa era un castillo. Y cada día salía por su puerta más pequeña para emprender el camino hacia el colegio. Iba por un calle casi siempre en sombra —pese a su nombre—, llena de nobles edificios blasonados y de viejas casonas con amplios portalones que dejaban entrever frescos zaguanes.
El colegio era otro edificio palaciego (palos de ciego) con hermosas columnas de granito flanqueando las dos puertas de entrada sobre las que eran muy visibles sendas aldabas con forma de toro. Al lado, con porte casi catedralicio, alzaba su torre barroca la iglesia mayor de Santa María, a la que todo el mundo ha llamado siempre “La Colegial”, aunque son ya muy pocos los que recuerdan que sus clérigos fueron la causa de unas páginas muy brillantes de nuestra literatura y menos aún los que son conscientes de que en un sencillo nicho de su claustro están las mondas óseas —quizá ya sólo polvo— de un espíritu lúcido y zumbón.

Esta mole eclesial abre su gran ojo de cíclope —un rosetón de filigranas mudéjares— hacia la que llaman por imbatible nombre Plaza del Pan, lugar de viejos juegos, de muchos hechos, de no pocas imaginaciones, y acaso el sitio hacia el que más veces me veo volver en sueños, a menudo, y de forma extraña, montado a horcajadas sobre el breve pero acogedor lomo de un asno.
Y es que en el sueño pasa como en la vida o en la escritura: a menudo uno se echar andar por el mero placer de hacerlo y nunca sabe bien qué rumbo van a tomar sus pasos.
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