martes, 28 de enero de 2025

Caja De Citas: «Memoria y defensa de la traducciòn poética», de Miguel Veyrat

(CajaDeCitas, 46). Un texto un poco excesivo (en varios sentidos) para los usos propios del medio, pero de una actualidad permanente. Toda una lección. Lúcida y necesaria. Puesta a buen recaudo. Gracias, Miguel Veyrat.


Conferencia en la Universidad de Valencia
MEMORIA Y DEFENSA DE LA TRADUCCIÓN POÉTICA
Miguel Veyrat
Paul Valéry decía que la sintaxis es una de las facultades del alma, una cuestión moral que tiene que ver con el orden del pensamiento. Digamos enseguida, corroborando al poeta del Cementerio Marino, que en los vastos aguajes de las lenguas ordenadas en sus sintaxis respectivas, o en formas libres compuestas completamente por formas libres (Bloomfield), la poesía es una vía común al conocimiento, y por lo tanto un modo de pensar el mundo con libertad absoluta de expresión, sean cuales sean las relaciones sintagmáticas entre las palabras. Octavio Paz, al definir al ser humano como un “mono gramático” que estructura el mundo a través del lenguaje corrobora con su opinión, que la poesía utiliza el lenguaje para entender el mundo.
Digamos entonces que la poesía “conoce” y expresa el conocimiento que le es propio a través de unas estructuras también propias, organizadas a través de la palabra y determinadas por un ritmo impuesto por la intensidad de las emociones que forman su significado esencial. Convergen ambos poetas mencionados más arriba en designar subliminalmente aquello que los griegos llamaron Logos, y que se refiere tanto a la “idea” que los platónicos relacionan con el alma y los modernos científicos con la mente, como a las palabras que empleamos para dar significante a los significados que nos dictan las citadas facultades mentales —o del alma, si forzamos la apuesta.
Precisamente, en el pasado siglo la tríada de psicólogos rusos compuesta por Luria, Leontiev y Vygotsky, estableció que el lenguaje había surgido de la necesidad de comunicarse socialmente, tanto para emprender empresas colectivas como para manifestarnos mutuamente emociones y conocimientos. Y del uso del lenguaje se articuló naturalmente el pensamiento. El hombre piensa porque habla, y si le privase de la expresión hablada, el pensamiento humano carecería de sentido, sería sólo una forma de naufragio existencial, el fracaso social de una comunicación imposible, quedando igualado a los sonidos que emiten los animales no evolucionados para transmitirse mensajes de alerta o apareamiento, desde lo más recóndito del almacén genético de su especie. El problema consiste en que no todos los hombres se comunican en el mismo idioma.
Por lo tanto, ya que nos sentimos humanos, o eso creemos a menudo, deberíamos plantearnos qué hacer con la riquísima diversidad de Babel. La cuestión reside en cómo manejar esa miríada de fuentes sonoras que son ríos de lenguas que luego se funden en el océano común del conocimiento, tras desbordarse en el fracaso de la fábula fundacional del pensamiento de Occidente. La invención de los autores de la Biblia consistió como se sabe en fundar una sola lengua que soldara significante con significado de modo indisoluble e inefable, para ofrecer una única versión del mundo. Condenada al fracaso, pues la diversidad humana no podía coincidir con los deseos de los fundadores del monoteísmo, ¿cómo manejar esa polifonía de voces y parlas, ese universo plural de la experiencia histórica de millones de seres hablantes desparramados por tres continentes al derrumbarse el mítico Zigurat de Nemrod?
Según Georges Steiner, aquel mítico acontecimiento habría supuesto un auténtico desastre, y la plenitud de su sentido yacería precisamente en el significado etimológico de la palabra desastre, es decir una lluvia de estrellas. Steiner pide pues una respuesta a los poetas, porque según él, estos han sido desde siempre los custodios de la palabra, receptores de la riquísima lluvia de sonoras, brillantes y expresivas lenguas que habla el hombre, ya liberado de la primigenia verborrea mítica atribuída a Adam Kadmón, que sólo entienden los sacerdotes, los impostores y profetas, aquellos que querían consolidar nuestras facultades lingüísticas en un solo bloque formado por aquella sagrada Torre. Mas, ¿cómo reconocer el sentido entre tan infinita variedad de sonidos musicales que emiten a cada instante gargantas humanas moduladas por la memoria de sus propias etnias?
Si la poesía es un modo de conocimiento privilegiado, lo es porque solamente ella puede traducir sentimientos y emociones propios de la especie humana, desde que dio el salto evolutivo que le permitiera emitir la primera palabra buscando al otro, para estructurar su pensamiento de un modo coherente. Quiero decir, una vez más, que desde Homero o mejor desde el poema de Gilgamesch o el de Parménides, fundador de la filosofía, todos los poetas venimos a decir lo mismo, sólo que con otros matices, ángulos, puntos de fuga o entonaciones. Todos los poetas derribamos, por lo tanto, las fronteras al traducirnos continuamente los unos a los otros, y ofrecer a la humanidad el resultado de ese conocimiento unitario de conciencia, sobre el riquísimo vehículo de lenguas sin límite alguno.
Porque en el silencio inicial del conocimiento, las voces que resonaban en nuestra mente aquí, entre las ruinas de Babel, repercutían con gran vehemencia, hasta hacerlas nuestras en un canon agónico interminable de sentido. Obedecen estas voces, al poseerlas, junto a miles de otras que laten en su mismo ritmo, al movimiento de Interanimation enunciado por John Donne en su poema “The Extasie” , donde el alma mejor dispuesta para ello (abler soul) se interioriza en la obra, donde la nueva semilla se nutre así de la tradición y los modelos canónicos para disminuir el vacío que rodea a la novedad, como dirá de nuevo Steiner sobre tal metáfora. Esta confluencia o traspaso de las almas como pretendía Donne, es la que ha determinado, la que ha dado una lógica de la forma y del localismo a buena parte de las letras, de las artes plásticas y del discurso filosófico occidental. Se trata de ese compost de “alientos con más empeño” que han formado en la memoria los estratos que llamamos literatura desde las diversas lenguas empleadas por el hombre, y que cocido al sol y al fuego de los cantos del temps jadis, forma un sólido adobe con que construir el templo de la la cultura. Hoy en día, en que todo lo empobrecemos, a esta realidad gloriosa que es el origen de la literatura, algunos teóricos poco atentos al magisterio de Bajtín la suelen llamar despectivamente intertextualidad .
Paul Celan —el más lúcido de los místicos ateos— desde su angustia de enterrado en vida, establece por su parte tal realidad en uno de sus versos: (…) /Ningún nombre que nombre:/Su homonimia/Nos anuda ahora bajo/La luminosa tienda/Que ha de armarse cantando/ . ¿Anularía por tanto el Canto del poeta, de cualquier poeta, la maldición bíblica, desanudando los nombres que configuran la identidad suprema del Nombre Nombrador (El Absolutamente otro) encerrada en el Tetragrámmaton —o en el Centésimo nombre de Alá, también velado por ser “el verdadero”, o en la inasible magia de la Trinidad cristiana? ¿O tal vez el Canto reforzaría la homonimia con El Único? Dice Domínguez Rey (“El drama del lenguaje”, Verbum 2003) que Celan entrevé una lengua ordinaria sin Yo, sin Tú, sólo Él , nada más que Ello: Ohne Ich und Ohne Du, lauter Er, lauter Es .
En la Naturaleza nadie más que el hombre puede nombrar, a lo largo de su viaje en busca de “Lo Otro” : Surgen entonces los nombres en libertad al ritmo sagrado que el poeta encuentra y pronuncia a cada momento, haciendo que todo exista. Poéticamente, el hombre habita la tierra —como mostraba Hölderlin — y vive en la fraternal heteronimia donde todos están prestados los unos a los otros en cualquier lengua que practiquen. La identidad humana nace pues en plena Naturaleza entre los escombros de la Torre donde se mezclan como quieren y cuando quieren Yo con Aquél, solamente para dar en Tú y en Nosotros: Gramática de la Confusión bendita en el nombre del Hombre, no en las lenguas que lo enuncian y predican: Cientos de millones de objetos inanes que persiguen en la diversidad la posesión de un nombre propio por los mares, bosques y volcanes de la mente alumbrada en el contacto social mediante el lenguaje recién entonado: Por la turbadora acción del verbo, accederán a ser reales.
Mas podría resultar que, como constataba Heidegger (“Holzwege”), el exceso de claridad arrojara a los poetas a las tinieblas después de aquél intento de acercarse a la Luz original, descrito en el Gran Código , mediante la construcción del Zigurat de Nemrod —¿Escalada, asalto al cielo o fuga al Nadir? —para debatir y pactar con ella su ingenuo deslumbramiento. Sí: Quizás por ello Husserl, lamentando su ausencia, los convocaba clamando “¡Nos faltan nombres!”: Instalados en el claroscuro, los poetas no proféticos, no literales, no narrativos o figurativos, se sienten felices en la modernidad asumiendo sus responsabilidades en una épica íntima, al nombrar, traducir, inaugurar el mundo sin pretender llegar al Dios-Sol que sólo se alcanzaría tras la muerte. La única fuerza que los mueve hacia su objetivo pluralista es su oscuro deseo , sublimado aquí y ahora en el verbo amar, origen de toda emanación de sentido. Ellos no desean fundar reinos ni religiones: Son felices en las tiendas iluminadas por la Luna, armadas cantando entre las ruinas babilónicas por las que fluyen al fin libres las corrientes que transportan limos idiomáticos: Han convertido su injusta condena por aquella maldición bíblica en una elección que consiste en fundar y fundamentar la conciencia. Hoguera donde se funden emoción y razón con que crear la realidad: La mente, el pensamiento, la duda, la incertidumbre, la diferencia.
Esta clase de poetas que acabo de describir, son por tanto los únicos capaces de traducir el lenguaje poético derribando fronteras. Pero diréis ahora que he recorrido unas revueltas quizá demasiado rápidas en el río de mi discurso introductorio para llegar a esta conclusión, que podrá parecer sorprendente: ¿Sólo un poeta puede traducir a otro poeta? Sí, porque sólo él puede adivinar la música latiente tras sus palabras pronunciadas en otro idioma, y que proviene de fuentes semánticas radicalmente distintas a aquellas en las que queremos verter las aguas de su esencia. Un supuesto poeta con su razón atrapada en una única creencia, solamente podría realizar una traducción ad pedem litterae. Y el literalismo no es poesía, es mera reproducción de esquemas predeterminados con palabras desnaturalizadas de toda su riquísima y ambigüa polisemia.
Pero recuerdo que en una entrevista a la gran Margueritte Yourcenar, le formulé precisamente la eterna pregunta: ¿Es posible traducir poesía? Su respuesta fue rotundamente negativa. ¿Ni siquiera siendo poeta?, volví a preguntar. Yourcenar me miró de una manera un poco especial: ella acababa de traducir directamente del griego clásico un buen montón de poemas de la Antologia Palatina, y había sido una excelente poeta en sus comienzos de escritora. Bueno, contestó, en ese caso el resultado debería ser un poema distinto al original. Y esto nos sirve para establecer un principio a mi juicio insoslayable en todo intento de traducción de poesía. Se prohibe tajantemente el literalismo, como dijimos hace un momento. Un poema perdería completamente su significado si nos limitáramos a traducir uno a uno sus vocablos e imitar su ritmo —y también la rima, si la hubiere—, del idioma original. Quedémonos con que sería preciso escribir un poema, si no distinto como quería la autora de “Adriano”, al menos un poema nuevo, dicho así de modo acaso más exacto .
Menos radical en la expresión, pero con iguales propósitos, Umberto Eco se explaya a lo largo de 400 páginas sobre este tema con el sugestivo título de “Dire quasi la stessa cosa” , o sea “Decir casi lo mismo”. ¿Contiene esta opinión, que relativiza la exactitud de cualquier versión de una lengua a otra, un desmentido a la espantosa máxima de “Traduttore, traditore”? Es decir, ¿traiciona el poeta traductor al poeta traducido, por sustituír las palabras empleadas por el segundo con las que usaría en su propia lengua o “de partida” —como se dice en el argot de los traductores—, por otras en definitiva más asequibles a quienes van a ser sus lectores en la lengua “de llegada”? Desde mi punto de vista, no. No si el sentido permanece intacto. Sin embargo, para ello, el poeta traductor debe conocer perfectamente ambas lenguas, e incluso resulta mucho más conveniente si su lengua nativa es la misma que la del poeta traducido, ya que debe interpretar los sonidos —que pueden llegar incluso de la noche casi olvidada de la infancia, en la que siempre se abren algunos claros de inspiración como súbitas estrellas errantes— y que acarrean su ambigüedad polisémica al poema hasta otros equivalentes en la lengua a la que deben “llegar”, para ser leídos todo lo fielmente posible. A veces me ha sucedido, y hablo de una experiencia personal difícimente explicable, “entender” un poema en una lengua casi desconocida repitiendo en voz alta, muchas veces, la fonética de sus versos.
En este mismo sentido, quiero recordar las palabras del poeta y espléndido crítico que es Jaime Siles, en una reseña acerca de las traducciones del recientemente extinto poeta andaluz Muñoz Rojas, que resutan enormemente clarificadoras. “La traducción de poesía —si está hecha por poetas dotados del suficiente conocimiento de la lengua de partida como para mantener su forma y valor literarios también en la de llegada— no sólo ha de ser vista como un proceso creativo sino que puede ser considerada parte de la obra de su traductor. Si la crítica textual es la máxima operación de lectura, el traductor es un lector privilegiado que —a diferencia del filósofo, cuya misión es fijar, preservar y transmitir la exactitud del texto— intenta, por todos los medios lingüísticos posibles, acercar a los lectores de su propia lengua la singularidad temático-estilística que en la suya tiene, o tuvo, el original.”
Mas pongamos, ya para acercarnos al final de mis palabras —pues deseo abrirme al diálogo con vosotros cuando antes—, un ejemplo paradigmático de todo lo dicho hasta aquí. De todos los ilustrísimos poetas archiconocidos que podríamos traer ante nosotros, he decidido escoger un poema del aventurero y escritor belga, poeta prácticamente desconocido en España, Blaise Cendrars. Es este uno de los considerados como más bellos poemas de amor de la poesía moderna, y aparece en su libro “Prose du Transsibérian et de la petite Jehanne de France ”, en un momento en que el poeta, mientras el tren avanza con sus isócronos ritmos y sacudidas sobre las interminables llanuras, se dirige a su compañera, dulcísima prostituta enferma, con estas palabras:
Jeanne Jeannette Ninette nini ninon nichon
Mimi mamour ma poupoule mon Pérou
Dodo dondon
Carotte ma crotte
Chouchou p’tit-coeur
Cocotte
Chérie p’tite chèvre
Mon p’tit-peché mignon
Concon
Coucou
Elle dort.
A primera vista, aún siendo un perfecto conocedor de la lengua francesa resulta casi imposible traducir a cualquier lengua este poema. Lo intentó un poeta italiano, Rino Cortiana, que según el propio Umberto Eco debió escoger entre traqueteo interminable del rodar de los vagones y la ternura amorosa para lograr su alianza sonora:
Giovanna Giovannina Ninetta Ninettina tettina
Mimí mio amor mia gattina mio Perú
Nanna nannina
Patata mia pattatina
Stella stellina
Paciochina
Cara capretina
Vizietto mio
Mona monella
Ciri ciritella
Dorme.
Voy arriesgar ahora mi propia traducción al castellano, en lo que evidentemente podría parecer también “otro poema, pero que dijese casi lo mismo”, en la que he procurado aunar ternura con ritmo, preservando el lenguaje desenfadado —como todo lo que amorosamente se susurra en la intimidad—, que enuncia el original francés:
Juana mi Juani Juanita nita mi tetita
Mimimi miamor mi putita mi Perú
A la nana nanita
Mi col mi colita
Chum chum corazón
De pollito
Amada cabrita
Chochito mío
Mi caprichito
Cuchi cuchi
Se durmió.
Resulta evidente que “es y no es” el mismo poema, y mucho menos posible decir carotte ma crotte que zanahoria caca mía, que resultaría ser la traducción literal, o sustituirlo en el caso de mi colega italiano con su patata patatita, o incluso el mi col mi colita de mi propia versión, pero en esencia lo es, puesto que el sentido permanece —quiero suponer—, intacto. Ningún amante español o italiano, ruso o letón, británico, chino o alemán, emplearía para dirigirse a su amada soñolienta los mismos términos tiernos con los que contribuye a acunarla desde un vagón que avanza renqueante por la tundra siberiana. Y mucho menos las mismas palabras que un francés cuyo idioma abunda en las ternezas amorosas. Pero el efecto parece conseguido. También es evidente que no se realizaría de otra manera la traducción del poema de Hopkins “El naufragio del Deutschland”, la “Commedia” de Dante, los “Ossi di Sepia” de Montale, o los “Leaves of grass” de Whitman a cualquier otro idioma. Las mismas dificultades presenta dar a conocer a los no hispanohablantes el espíritu de García Lorca en el “Llanto por Ignacio Sánchez Mejías” o el propio de “La realidad y el deseo” en Cernuda.
Walter Benjamin, en un lugar de su ensayo “La tarea del traductor”, juega con el doble senetido de la palabra alemana “Dichtung”, poesía pero también obra literaria, como decimos en el lenguaje actual, “texto”. Toda obra verdaderamente escrita, es decir literariamente escrita, es Dichtung. Habla también de los “buenos traductores”, los únicos que puedan asumir la tarea de “comunicar lo incomunicable”, convirtiéndose en ese momento en poetas-escritores.
Si algún día os enfrentáis a la traducción de poesía, no os limitéis al aparente significado reducido en su literalidad que os revela el sentido de un solo poema aislado, sino que debéis buscar en la obra total del poeta cuyo ritmo interior transferís a vuestro idioma, el sentido hondo, completo, que le impulsó a crear toda su obra. “Donde quiera que haya ritmo, hay verso, y sólo importan el descubrimiento y el dominio de los puros movimientos rítmicos del Ser” . Este es el mismo Mallarmé quien en el manuscrito póstumo para “El Libro” futuro, afirmaba que “la literatura existe, sí, y si se quiere existe sola, al margen de todo (…) Los gobiernos cambian, la prosodia permanece”. Esa prosodia latiente en un solo poema debe llevarnos al entero mundo que latió un día en el ser de un poeta —todos los poetas—, y que nos desvela ahora a través de la palabra, poco importa en el idioma que se emita. Babel fue el proyecto frustrado de unos locos que, como vimos al principio de esta sesión académica, abordaron el supuesto lenguaje único de Adam Kadmón, el hombre primigenio que supuestamente podía hablar con un dios también único e impenetrable. Pero la verdad permanece siempre en la diversidad. La mítica destrucción de Babel no representó para la humanidad sino una bendición al consagrar su pluralidad de razas y lenguas. Como suele decir mi buena amiga la hispanista Françoise Morcillo, catedrática de la Universidad de Orléans, “La creación es una, siempre singular. Las fuentes, infinitas. Ese es su genio”.
Pero lo que importa, amigos, es procurar que el lector sienta al leer poesía, traducida o no, que tampoco existen fronteras alzadas entre el corazón de los hombres y el mundo. El traductor no es más que un humilde constructor de puentes, como lo es el poeta, lo que ha llegado a afirmar a Umberto Eco que la verdadera lengua de Europa será La Traducción. Y como ya vamos terminando, antes de abordar otros ejemplos, no me resisto a reproducir un párrafo de Vargas Llosa en elogio reciente al gran Claudio Magris, en el que afirma que “las fronteras físicas, culturales, religiosas y políticas sólo han servido para incomunicar a los seres humanos e intoxicarlos de incomprensión y de prejuicios hacia el prójimo y nada lo ha mostrado de manera más dramática que la buena literatura. Por eso, todo lo que contribuya a debilitar y desvanecer las fronteras es positivo, la mejor manera de vacunarse contra futuros Apocalipsis como las dos guerras mundiales del siglo XX”.
Y aquí me detengo para escucharos, y completar estos pocos análisis con las diversas traducciones de algunos poetas de cuya obra me he ocupado recientemente
Universidad de Valencia, 17 de febrero 2010



 

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