Foto de François Hardy, de una serie realizada por Jean-Marie Périer en 1964. |
«Hace ya ha tiempo que cayó en desuso, sustituida por todo tipo de teclados y pantallas. Pero en la vieja máquina de escribir aún hay una belleza imbatible de artefacto artesano, incluso de animal de una especie al borde de la extinción, o ya, y en más de un sentido, ex/tinta. Lo cierto es que su memoria y sus rasgos siguen vivos en infinitos testimonios de época». Había comenzado a escribir de este modo su elegía por una vieja amiga, cuando el autor sintió que, muy por encima de todo esos recuerdos, tata-ta-tata-tata, lo que en verdad echaba de menos era la percusión del teclado pulsado a buen ritmo, tata-tata-ta ta, aquel crotoreo casi sinfónico animado por el alegre campanillazo del final de línea, tata-tata-ta ta-ring!, y el deslizante zumbido del cambio de renglón, swift, swiffffft, sin olvidar el giro saltimbanqui de la increíble tecla de retroceso... En fin, añoraba una melodía tantas veces emulada y ponderada en los últimos años que, según le ha confesado alguna vez el portátil con que suele escribir sus relatos, y es literal, «me pone más que a un niño de tu época la música de los caballitos». El autor cada vez tiene más claro que, en el fondo de su corazón de litio y sus bocanadas de wifi, su también ya viejo ordenador es todo un romántico. Y de un modo acaso inexplicable pero evidente, se sabe heredero de una antigua y sonora leyenda.
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