La catástrofe de proporciones bíblicas que ha convertido a Haití en un inmenso cementerio y un territorio devorado por el dolor vuelve, una vez más (pero cada vez es única y distinta), a enfrentarnos a la enorme fragilidad humana, a la evidencia de lo indefensos que estamos, pese a nuestra sofisticada tecnología, ante los fenómenos naturales, sean éstos fruto del mero acontecer geológico o (y también) de la alteraciones que nuestra actividad ha ido introduciendo aceleradamente en el medio.
Las espantosas cifras de muertos y afectados (que aún tardarán en concretarse) se mezclan con las insoportables imágenes del sufrimiento humano. El derrumbe de los edificios más representativos y sólidos de la capital, Puerto Príncipe (el palacio presidencial, la catedral, la universidad, las instalaciones de Naciones Unidas), no permite albergar esperanza alguna sobre la suerte que hayan podido correr los míseros poblados en que mayoritariamente sobrevivía la población de la isla caribeña.
El que estas catástrofes naturales se ceben de forma tan señalada con los espacios del planeta más pobres y carentes de todo tipo de recursos (aunque ningún rincón está a salvo, como bien sabemos) multiplica sus efectos devastadores y pone en marcha una espiral de degradación que puede resultar incontrolable. De ahí la importancia de responder de forma masiva, temprana y generosa a los reclamos de las organizaciones que están recabando ayuda para Haití.
No es hora de quedarnos con el corazón encogido y la mirada perdida, alucinados ante lo que vuelven a ver nuestros ojos, inmóviles y probablemente ya por completo escépticos, convencidos de que, en verdad, no podemos hacer nada. Es hora de actuar, de ayudar, de dedicar en la forma que cada uno crea conveniente una parte de nuestro tiempo y nuestra energía –y por supuesto de nuestro dinero– a la solidaridad con el pueblo haitiano en estos trágicos momentos. Hay que arrimar el hombro.
8 comentarios:
Siempre que ocurren catástrofes naturales de este tipo, vengo a pensar en lo infinito de la estupidez humana. Parece que no es bastante con el dolor que causan, que nos afanamos en reforzarlas con guerras, injusticias y otras "delicadezas" hirientes.
Por otra parte, junto a esa parte del género humano que se deja la piel de mil maneras para aliviar la miseria que se incrementa en estos casos, no faltan quienes, a río revuelto ganancia de pescadores, aprovechan para enriquecerse y desviar fondos para su propio beneficio, sin importarles el destino de tanto damnificado.
En cualquier caso, a nosotros nos toca, como bien dices, arrimar el hombro; sin justificarnos en el destino final de nuestras aportaciones, sean del tipo que sean y de acuerdo con lo que cada uno pueda aportar para aliviar esta situación.
Un abrazo.
Gracias por pasarte Antonio. Esa prevención frente a la gestión de las ayudas (y no sólo las económicas: también hay una rapiña obscena del dolor) es inevitable. Pero como tú mismo apuntas, no puede ser un freno para que nos sintamos concernidos por la tragedia y actuemos en consecuencia. Otro abrazo.
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Si no queda claro lo que en el comentario anterior entiendo por «rapiña obscena del dolor», recomiendo darse una vuelta por la página de Indio Lopez http://breveybueno.blogspot.com/
y pinchar en el enlace de la palabra Munilla, que lleva a una acongojante prueba sonora de tal conducta.
Debo decir que el ejemplo (que con mucha pero mucha condescendencia, o incluso caridad, y por (ele)mental higiene, podemos dejar recluido en el apartado de los deslices o torpezas orales), supera con cruces (sic) el cariz perverso de las actitudes en las que estaba pensando al escribir la citada frase.
Pero es triste que siempre se espere a las grandes catástrofes para tomar conciencia de la desdichada situación en la que viven cotidianamente centenares de millones de personas en todo el mundo, sin necesidad de terremotos, huracanes o tsunamis. La naturaleza, con esa fría crueldad con la que periódicamente nos recuerda quién es en verdad el amo, se ha cebado de nuevo con los más pobres, pero no de manera más mortífera que la pobreza y las guerras cada día en todo el mundo. De acuerdo, ayudemos a Tahití en la hora del dolor, cada uno en la forma y medida que desee, pero sin perder de vista cuál es el verdadero problema y quiénes los responsables.
Haiti y su gente, como otros países menos favorecidos por la riqueza material, parece convertirse hoy en un recordatorio sin palabras de lo que el hombre puede hacer por el hombre, sin distingos de color, religión o estatus social, cuando sucede una catástrofe de gran magnitud. Es en estos momentos en que los países que más recursos pueden -y sus gentes- se solidarizan y "arriman el hombro" sin miedo ni aspiraciones ulteriores que no sea ayudar al hermano necesitado.
Por ejemplo, Cuba ha dejado a un lado su sempiterno "diferendo" con EE.UU. para dejarlos sobrevolar su espacio aéreo con fines de rescate de y traslado de víctimas. Esta acción, sin condiciones, acorta el tiempo de vuelo de las aeronaves norteamericanas desde Florida hasta Haití, en 90 minutos.
Hoy, como ciudadana de Estados Unidos y nativa de Cuba, me siento un poco más esperanzada de que, con voluntad y respeto mutuo, no hay barreras que no se puedan salvar en un momento dado.
Creo que la esperanza de construir un mundo mejor no ha muerto todavía.
Gracias, Indio Lopez y Lily. Vuestros comentarios completan perspectivas sobre una tragedia que, en efecto, no es nueva ni es la única. Ojalá sirviera para que algunas cosas cambiaran de verdad.
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