(v.1: Las gaviotas)
(v.2: El círculo)
Gaviota patiamarilla (Larus michahellis). Probablemente la “jefa de la manada”. Foto Tony Hisgett from Birmingham, UK. Tomada de Wikipedia. Editada. |
(v. 3: El renacido)
Un hipocampo en una Pennaria disticha', en el Mar Menor. Foto José Antonio Olive/El País. Editada. |
El bañista, como si estuviera recién reencarnado, dudaba si volver a hacerse el muerto para acercarse sin ser notado al espigón donde las gaviotas pasaban el fin de la mañana, probablemente a la espera de que concluyesen los ejercicios ultrarrápidos de los cazas sobre la laguna y llegara el esperado momento del almuerzo reparador. Hacía tanto tiempo de su última estancia en aquel otrora paraíso que al elegante bañista le costaba trabajo recordar las viejas costumbres. Pero no tardó mucho en sentir que regresaban a él las fuerzas de aquella anterior vida como empujadas por los haces de luz que al entrar limpiamente en las aguas removían los lodos del fondo y propiciaban la turbiedad que a él, criatura de muy peculiares costumbres, tanto bien le hacía. Así que, ya del todo despierto y dejándose mecer por las corrientes intermedias, se acercó hasta donde sus viejas vecinas, primero con desconcierto, luego con alborozo, mostraron su sorpresa al verlo regresar y le tributaron el recibimiento reservado para las grandes ocasiones, hasta el punto de que la gaviota gongorina se puso a desgranar su muy preciso y algo temido canto, si bien justamente valorado por quienes de verdad aprecian y entienden de estas cosas, sin contentarse, mitad por vagancia mitad por simpleza camuflada de sencillez, con los comunes y anquilosados sentidos: «Durmió, y recuerda al fin, cuando las aves / –esquilas dulces de sonora pluma– / señas dieron süaves / del alba al Sol, que el pabellón de espuma / dejó, y en su carroza / volviose el hipocampo a la su choza». El caballito de mar había regresado a la laguna salada. La salvación aún era posible.
(v. 4: El nadador)
Picasso: El nadador, 1929. Museo Picasso, París. |
(v. 5: La caracola)
En una de sus transposiciones sobre las aguas calmosas de la laguna salada, aunque no sabe si lo ensoñó o realmente el hecho se produjo —casi seguro que fue esto último, pero no conviene alardear—, al bañista se le acercó una caracola y, como quien no quiere la cosa (curiosa frase), entre apropiadas volutas y esperables cornucopias de sentido (ya se ve), el animal le fue resonando palabras reverberadas hasta casi suspender la noción del tiempo. De hecho, en el popurrí se iba mezclando lo pasado a lo presente y podían vislumbrarse jirones del porvenir. Y dijo la caracola: «Fíjate, alma de cántaro, que Da Vinci se ha venido a bañar al Mar Menor. Dicen algunos que ha sido porque sus playas son zen: los bañistas no tienen que hacer nada para mantenerse a flote. Podrían equipararse a las del Mar Muerto, tanto por condiciones de salinidad como por expectativas de destino (ay, ay, ay). Lo no dudoso es que Leonardo se sentiría feliz de experimentar en cuerpo propio las infinitas posibilidades circulatorias y fluidas de su ideal hombre de Vitruvio al tener a su alcance la facultad de extender y prolongar huesos, músculos, tejidos y auras hasta el límite de lo posible, aprovechando una situación tan placentera como poco accesible al humano corriente, cual es la de la casi ingravidez que propicia la extrema salinidad. Siempre ha sido muy fácil nadar en este mar interior. Pero en los últimos tiempos —alguien dice que por efecto de la creciente eutrofización de las aguas, o sea, por el exceso de compuestos orgánicos en ellas— la facilidad para mantenerse a flote es en verdad impresionante. Hasta el punto de que hay bañistas que aprovechan (toma nota, mameluco) para convertir cada jornada de baño en una sesión de yoga donde el hombre —y la mujer, claro, y todos los demás sexos— de Vitruvio estira su cuerpo al máximo e inicia con suaves movimientos su abrazo circular al cosmos, y poco a poco, inspiración, respiración, sin necesidad de grandes facultades ensoñadoras, se va dejando ganar por el síndrome del milagro del mar de Galilea, aquel que llevó al más descreído y cabezón de los apóstoles a andar sobre las aguas como Perico por su casa, y nunca mejor dicho». Y hasta aquí la copia de lo que la caracola me dijo. Cuando salí de sus reverberaciones, la corriente me había acercado al espigón y las gaviotas, reunidas en corro, aunque quizás no fueran todas de la especie reidora, yo diría que se estaban descuajaringando.
(v. y 6: Los Merluzos)
—Buen baño, eh.
—¿Eh! Sí, baño bueno.
—Cereblo verlo por acá.
—Más limpio sí parece.
—Hasta las gaviotas lucen más lustrosas.
—Y contentas. Mire esas cuatro.
—Es verdad. No paran de reírse.
—Ja, ja. Lo llevan en el nombre.
—Sí, sí, ja, ja.
—Ya, pero no hay que fiarse.
—Menudo lío.
—Sí, los vertidos.
Atardecer en el Mar Menor, frente a la Isla Perdiguera. Foto: Pacto por el Mar Menor, asociación que lucha por la salvación de la laguna salada. |
—Y tanto.
—Ser la huerta de Europa sale caro.
—Ya le digo.
—Y que somos muchos.
—Y producimos mucha basura.
—Y ahora, encima, la tontuna esa.
—¿Cuál de las miles?
—¡Hombre, no exagere!
—Las dejo en 999. Pero diga cuál.
—El botellón de yates.
—Ah, la fiesta de barcos.
—Eso mismo.
—En la isla del Ciervo, creo.
—¿No fue en la del Soneto?
—¿Cómo dice?
—Creo que la reunión fue ahí, en el islote del Soneto.
—Desconocía que tal ínsula existiera. ¡Eso se lo ha inventado!
—No, no. Lo vi en un viejo mapa. Hace años.
—¡Primera noticia!
—Pues ya lo buscaré y se lo enseño, ¡desconfiado!
—A ver, si no digo yo que…
—La que está más cerca de la Perdiguera. Esa era.
—Ah, usted debe de referirse a la Isla del Sujeto.
—¿Cómo dice? Ahora es usted el que fabula.
—No, no. Se lo aseguro. Consulte la cartografía de la zona.
—En fin, Sujeto o Soneto, no hay tanta diferencia.
—Y las erratas son el par nuestro de cada día…
—¡Y qué lo diga, qué fatiga!
—Ej caso es que con reuniones de ese jaez…
—Jaez es apropiado, sea lo que sea.
—Parece como si todo se hubiera llenado de extraterrestres.
—¿Y eso?
—Hay que estar muy desinformado para actuar así.
—O tener muy mala leche.
—Ya sabe lo que dice el jefe al respecto.
—¿Qué jefe?
—Bueno, usted ya me entiende.
—No. ¿Pero qué dice?
—Lo del imparable avance de la zombificación.
—Eso lo he pensado también yo muchas veces.
—Eso va a ser que va usted para jefe…
—No le pillo.
—No tiene importancia.
—Más que nada lo que a mí me gusta…
—El palique, ya sé.
—Eso también, pero…
—Cada vez está más crudo.
—… decía que lo más me gusta es ejercer de…
—… de escuchante, de atento interlocutor.
—¡Pero déjeme acabar la frase, hombre!
—Disculpe. Es la confianza...
—Decía que…
—Y las cosas del directo. Pero diga, diga.
—Pues eso, que me gusta ejercer de ser humano…
—Claro, el dibujo animado cansa mucho.
—… convencido del inmenso valor que tiene…
—Sí…
—… no dejarse vencer por los prejuicios.
—Eso es.
—Ni por las cobardías…
—Ahí le ha dado.
—Ni por las deserciones...
—Clarinete.
—… de quienes consideren que todo es consecuencia…
—Diga, diga.
—… de quienes ejercen la por otros llamada funesta manía de pensar.
—¡Bravo! Se lo compro.
—¡Eh, qué dice? Aquí no vendo nada.
—Que estoy de acuerdo. Quiero decir que estoy de acuerdo
—Sentido común, más que nada.
—¿Nada ha dicho?
—¡Eso mismo!
—¿Y a qué esperamos?
—¿A nadar?
—¡A nadar!
—¡A nadar!!
El bañista, completamente relajado e inadvertido gracias a su lograda forma de hacerse el muerto, pudo asistir con total discreción y casi ensimismamiento al diálogo de dos muy cualificados compañeros de playa y tomó buena nota de su diálogos. Y aquí nos los deja, convencido (me confiesa) de que la pequeña serie de miniaturas del Mar Menor por fin podrá darse por cerrada. Al fin y al cabo, aunque sean sujetos de pesca de altura, los merluzos se mueven como peces en el agua en cualquier superficie húmeda. Digo yo.
(LUN, 651, 650, 650bis, 648, 640 y 639 ~ Variaciones en Mar Menor + «El retorno de los merluzos»).
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