—!A ver quién se hace mejor el muerto¡ !A ver quién se hace mejor el muerto¡
Las voces le llegaban con claridad, matizadas por el suave oleaje que una brisa de sabor magrebí levantaba en la laguna salada donde tan fácil era suspender el cuerpo en una especie de gravitación que invitaba a una profunda relajación, al sueño incluso.
Eran palabras muy parecidas a las que él había dicho tantas veces de niño, con sus amigos, en los baños fluviales del verano, aunque entonces, debido a la fuerte corriente del río y a sus traicioneros y voraces remolinos, hacerse el muerto tenía, además de una mayor dificultad, ciertos riesgos, hasta el punto de qué era raro el año en que no se contaba alguna víctima.
—¡A ver quién se hace mejor el muerto¡ ¡A ver quién se hace mejor el muerto¡
Las voces siguieron llegando a su oídos durante un buen rato, luego se fueron apagando hasta cesar por completo, y todo alrededor, también dentro, en su mente y en su memoria, quedó en un silencio intenso, largo, profundo… como si sobre la laguna salada hubiera caído una espesa tela que la aislara por completo del resto del mundo o también ella se hubiera sumado al juego y todo acabara tomando el fondo y la forma de un ensayo general de algo desconocido pero que flotaba en el aire como una de esas tormentas de verano que se anuncian, además de por la pesadez de la atmósfera, por el erizamiento de la piel y otros órganos que todos los seres vivos sentimos ante fenómenos que nos resultan inexplicables.
—!A ver quién se hace mejor el muerto! !A ver quién se hace mejor el muerto!
Volvían las voces. No había ya viento y había cesado también el oleaje. La laguna salada parecía un cristal oscuro lleno de surcos granulados. En su memoria, el río de la infancia se estancaba en un lodo denso y maloliente. Por lo demás, todo estaba en su sitio. Salvo alguna cosa.
Y la noche.
No hay comentarios:
Publicar un comentario