jueves, 28 de octubre de 2021

ENTRADA EN EL AMANECER...

ENTRADA EN EL AMANECER CON LA SUAVE SALIVA DE LA FELICIDAD

Picasso: Le Rêve, 1932. Col. Particular.

En las cercanías de los trabajos —ella tecleando con fluidez endiablada, él dictando con bastante parsimonia— ya se habían producido coqueteos e insinuaciones, y parecía cantado que algún día sus deseos iban a encontrarse. Fue la ocasión un atardecer, ya bien entrado del verano y cuando la ciudad empezaba a ser una algarabía prometedora y abierta a todo tipo de ensoñaciones y periplos, y sólo unos días después de que, en una reunión con colegas en el Garito de la calle Jardines, y mientras bailaban en grupo, en un giro se descubrieran casi sin querer uno en brazos del otro y se besaran con intención más que furtiva asombrada. De modo que cuando el merodeo por separado los volvió a juntar, en la misma noche y cerca de la Glorieta de Bilbao, ambos debieron de sentir que aquello superaba los límites de la casualidad y se dispusieron a darle la razón a la música del azar que así ordenaba los hechos.
Fueron a la casa de ella y allí se amaron con una naturalidad tan bien acordada que sus cuerpos parecían saberse el uno al otro más allá de las voluntades, arrebatos o torpezas. «Esto me lo imaginaba así, pero de esto no tenía ni idea», se decían, mientras iban explorando rincones, acariciando montículos y pliegues, ensayando uno dentro del otro ondulaciones y vaivenes que les llevaban del suspiro a la ternura y de esta a la confusión de huecos, al frenesí corporal y a las palabras duras e interminables de sus deseos más inocentes y salvajes, y, por fin, a un sueño resbaladizo y saciado, si bien interrumpido por el calor excesivo de la noche de julio, hasta el punto de que fueron a continuar durmiendo en camas separadas.
Poco después de amanecer, según me contó él, ella se acercó y, «con suave saliva y una calidez propia de ese alma sensible que mi amiga siempre llevaba por delante», hizo con su lengua un recorrido suave y minucioso de todo su cuerpo, y fue luego a demorarse en el glande y al parecer lo hizo con tanta sabiduría que, me comentó también él, retórico y buen lector, aunque algo hiperbólico, «desde entonces cuando oigo hablar de literatura oral no puede dejar de sentir un cosquilleo que me llena todo el cuerpo de una alegría rotunda, vibrante y contagiosa».
Su historia no fue más allá, pero siguieron siendo fieles compañeros en las cercanías del trabajo, ahora ella dictándole con cierta parsimonia y él tecleando rítmico y ligero como el que toca el piano o pasa la mano demorada y segura por los cabos, golfos, entrantes y escolleras de una espina dorsal.
Así eran las cosas del amor en el verano de, tal vez, el 86. Ayer, como quien dice.
(LUN, 944 ~ Las musas de Macías)

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