Edward Hopper: Compartimento C, coche 193, 1938. Museo Thyssen Bornemisza, Madrid. |
Aquellos cuerpos que se habían conocido en un viaje en tren nocturno entraron en íntimo contacto por una prodigiosa cadena de casualidades. Primero fue el equívoco en la asignación de las plazas de las literas, cuando ella dijo que no se hacía a dormir en la de arriba y él, alertado tal vez por la espontaneidad del comentario y por sus labios sensuales, le cedió la suya, justo debajo, y hubo ya entonces un intercambio cómplice de sonrisas que a ninguno de los dos debió de pasársele por alto. Fue luego una larga conversación en el pasillo, junto a la ventanilla del “es peligroso asomarse al exterior”, con intercambio de palabras muy cálidas y algunos roces de manos y antebrazos que supusieron un avance muy notable en la familiaridad y el mutuo agrado, además de una incipiente pero muy sensible erección por parte de él. Y, al amanecer, cuando el convoy estaba entrando en la estación de destino, el joven dijo algo sobre el color de la mañana y la calidad del rocío nacido de la noche, y ella respondió con una insinuante invitación a comprobar, de camino a la ciudad, si las cosas eran como parecían. La última coincidencia decisiva fue que ambos vivían muy cerca y la casa de la joven quedaba de camino a la de él, de modo que la idea de compartir taxi vino casi sola y el trayecto fue tan efusivo que al llegar al primer destino descendieran los dos y, con la excusa cómplice de ayudarle con la no muy pesada maleta, ambos subieran al apartamento de la joven y allí se amaron como si no hubiera nadie más sobre la tierra. Aún se produjeron otras y más contundentes casualidades: daba la impresión de que la realidad se empeñaba en encauzar su encuentro sin escapatoria. Pero era una falsa sospecha. Casi nada dura para siempre y a ciertos modos de conocimiento les da todo el sentido el don de la brevedad. Así, lo que había comenzado al calor de un vagón de tren no tardó en entrar en vía muerta.
(LUN, 954 ~ Las musas de Macías)
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