Juan Carlos I. Foto tomada de Everipedia. |
(Al filo de los días). Ascenso y caída del cazador cazado. ¿Dónde vas, Juan Carlos Primo, dónde vas triste de ti? Parecería que una respuesta pertinente a la copla popular borbónica, que hoy vuelve a cambiar su letra, fuera una rima fácil: «Majestad, ¿dónde vais?». «¡A Cascais!». Y también cabría hablar, por obvias alusiones, de un cementerio de elefantes. O alguna otra salida. Pero no. Como decía Gil de Biedma en nunca suficientemente elogiada sextina, «De todas las historias de la Historia / sin duda la más triste es la de España / porque termina mal». Y el presagio o diagnóstico sirve, y de qué modo, para este episodio vergonzoso, una vez más, de la saga de los Borbones: como si de un infame culebrón se tratase, la farsa real concluye de momento con el episodio de la fuga caribeña del Emérito, un giro de la historia que casi parece una venganza contra el que viene detrás. Es difícil pensar en una salida más chabacana. Y lo que venga.
Entre la cascada de opiniones sobre el asunto, y a falta acaso de lo que hubiera sido la síntesis de El Roto, me parece lo más oportuno recuperar este artículo de Jesús Mosterín, que fue en su día, si no la primera, sí una de las más contundentes denuncias de las bárbaras aficiones del entonces Rey vigente, de su torpeza moral y la grave sintomatología aneja, hecha además con la suficiente claridad y capacidad de raciocinio como para que el monarca, o sus asesores, hubieran tomado nota para corregir el rumbo y deriva de una nave que, como se ha visto, iba directa al despeñadero.
Como decía el lúcido profesor, «la noticia de que el Rey de España había ido hasta Rusia en avión especial a matar a un oso drogado enseguida ha dado la vuelta al mundo. La Casa Real se ha limitado a poner en duda que el oso estuviera drogado, que es lo de menos. Estas cacerías de animales protegidos o en peligro no incrementan precisamente el prestigio del Monarca y seguro que en su misma familia gozan de limitada aceptación. Alguien debería aconsejar al Rey, por su propio bien, que de una vez por todas aparte el dedo del gatillo». Pero no se hizo. Antes bien, hubo otros episodios muy vergonzosos, el último de los cuales —que sepamos— fue la inmunda cacería de elefantes saldada con el accidente que, a la postre, supuso el principio del fin del encubrimiento insoportable de una conducta del todo impropia y trufada, como se ha ido viendo y la justicia dirimirá, de numerosos episodios oscuros y presuntamente delictivos. Lástima que la sangre de Mitrofán corriera en vano.
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