«Los viejos dioses perdidos en el bosque» Ilustración Javier Serrano, 2020. |
El camino de Cancún a Cobá no es para andado, aunque todo en esta vida viene a ser según y cómo, y algunos se han ido hasta Comala, que está más allá del más allá, para ver si encontraban a un pariente. Aquella vez estábamos de vacaciones en el Caribe mexicano y seducidos por las muchas bellezas de la península del Yucatán, cuando alguien nos habló de la antigua ciudad maya de Cobá, emplazada a sólo un par de horas en auto de nuestro hotel en Cancún. No lo pensamos mucho y, junto con otra pareja de turistas españoles, decidimos contratar un taxi para que nos llevara hasta las puertas del yacimiento.
El viaje transcurrió por carreteras principales y atajos laberínticos, y fue pródigo en palabras y complicidades. A menudo no es difícil encontrarle al mexicano la vena sentimental de la «madre patria», aunque incluso bajo esa fascinación, a poco que se presente la oportunidad, no dejen de recordarle a uno que, como dijo alguien, «aquello allá será lo mejor del mundo, pero las muestras que acá nos remiten son bien chingadas». Pero no hubo caso. Zacarías se portó de maravilla y fue un perfecto anfitrión.
Y de Cobá, ¿que decir? No voy a convertir mi relato en una guía de viaje, de modo que lo dejaré todo cifrado en poco más que el nombre y una visión. El primero ya está dicho, si bien convendría precisar que las ruinas de lo que fuera una importante urbe maya se encuentran en el estado de Quintana Roo. Hacia la segunda nos llevó el sendero de poco más de dos kilómetros que recorrimos desde la entrada del yacimiento hasta los diversos puntos donde se alzan los principales restos monumentales: sendos templos piramidales, numerosas estelas, altares y la estructura bien visible del Juego de Pelota.
Eran años en los que aún era posible ascender por las irregulares escaleras de las ruinas, y así lo hicimos en el caso de la llamada Pirámide de la Iglesia, una especie de mastaba de fuerte pendiente por la que trepamos hasta alcanzar la plataforma superior. Desde ella se imponía la extendida visión de las restos emergentes de diferentes construcciones de la antigua ciudad completamente devorados por la selva. He recordado a menudo esa interminable planicie verde punteada de puntos grisáceos, en especial durante los años, hasta diciembre de 2012, en que tanto se habló de la profecía maya del fin del mundo. Aquella superstición arrancaba de una estela encontrada en estas ruinas y, aunque es evidente que no se ha cumplido, tal vez haya algo que se nos escapa en los cómputos del tiempo. Y más cuando corren días en los que no es fácil estar seguro de casi nada, ni siquiera de en qué dirección se mueve la corriente general de la vida y, mucho menos, en qué sentido giran las manecillas del reloj.
(Las Caminatas, XIV)
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