(Lecturas en voz alta). Recuerdo que lo primero que me llamó la atención, hace más o menos una década, de la prosa de Jabois fue su inconfundible aire cunqueirano, no solo por cierto uso de giros lingüísticos y el empleo de tiempos verbales al modo del español que se habla en el noroeste, ni tampoco exclusivamente por la famosa retranca del humor galaico: fue la clara presencia de los signos de un tipo de “inteligencia sintiente” de la que el autor de Mondoñedo es un verdadero prototipo lo que advertí en los primeros escritos del periodista pontevedrés que pude conocer, tal como tuve ocasión de poner de relieve en una vieja entrada de mi blog titulada con un Lean a Jabois más celebratorio que imperativo. Algunas de aquellas intuiciones se ha ido precisando y distinguiendo, en la medida en que Jabois ha ido completando su currículo con una admirable dedicación periodística y un espléndido impulso narrativo cristalizado en un par, acaso tres, libros de gran calidad (ante todo Malaherba). Pero el aroma a lo Cunqueiro no se ha perdido en sus estilo y a veces, como ocurre en esta magnífica pieza de alta cocina memorística, reportera y sentimental (en el sentido vallinclanesco y umbraliano de este último término), se extiende por toda la sala como si la vara mágica de Merlín hubiera vuelto a remover el aire.
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