(En voz alta). La imparable proliferación erratil, tan errátil ella, hace ya hace tiempo que firma parte de guerra permanente en el mundo que nos rodea, e incluso se convierte en una palanca creativa nada desdeñosa, yate digo, cuando es sólo modesta nave o incluso barquichicuela, o cosas así. En fin, bromas aparte: no dejen de leer este interesante artículo sobre “el mal de nuestro tiempo” en lo tocante a la comunicación escrita y, especialmente, en todo lo que tiene que ver con la edición, en cualquiera de sus formatos. La verdad es que hace ya mucho que uno de los asuntos recurrentes de conversación con mis queridos colegas del mundo editorial es el creciente desprecio hacia la corrección de errores, erratas incluidas, hasta el punto de que solemos coincidir en contarnos experiencias de cómo, una vez evidenciada y con pruebas palpables la mala calidad de esta o aquella publicación, la respuesta suele ser la indiferencia o incluso el desprecio. Y, como consecuencia, la inacción: y así las criaturas erróneas se multiplican como roedores. Y eso incluso entre personas consideradas cultas (profesores, periodistas, poetas…), que a menudo fruncen el ceño cuando se subrayan estas evidencias y no cesan de ofrecer una de las pruebas más claras de que el mal ha calado muy hondo.
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