La realidad se construye socialmente (dijo Riesman), pero solo es posible vivirla y hacerse cargo de ella de manera individual.
La realidad, las realidades.
El suelo de la realidad es la lengua.
Y el cielo de la boca.
Y el cielo de la boca.
Todo camina en pos de la fusión. Dios es el mundo.
El mundo ya está fijado con claridad en los antiguos dioses: no hay nada más poderoso que los mitos clásicos. Incluidos los monoteístas.
Los mitos son las fuentes, la fuente: de ellos nacen, brotan, todas las metáforas.
La metáfora es el arpa de hierba del poeta, su liana en la selva de los signos, un rayo capaz de conquistar el cielo.
Oh metáfora, yo te saludo.
Como todo en el vida y sus caminos, también la naturaleza de la metáfora admite gradación.
Pero no es posible avanzar sólo con metáforas. Debajo de cada metáfora siempre hay una gota de sangre. O de ámbar.
«La poesía descubre la relación de los hombres con los hechos» (WS, 278).
La imaginación es poder.
Y a todo esto, por la gracia del dios, lo llamamos arte.
En medio de ese mar nos sentimos libres.
Aunque no triunfemos, habremos cantado.
Vieja sabiduría: no desear más de lo que se tiene. Una riqueza verdadera: tener lo que se necesita.
En cualquier caso, no dejarse vencer por la oscuridad.
Intentarlo de nuevo.
Y de nuevo intentarlo.
(Madrid, a 19 de mayo de 2020. En el confín).
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