Poesía es creación de realidad.
Y dice Stevens: «Un poema no necesita tener sentido y, al igual que otras cosas de la naturaleza, muchas veces no lo tiene» (cláusula 251). No se olvide.
¿Y qué hay de nuevo? Con las viejas palabras el poema logra iluminar aspectos inéditos del mundo. Pero es necesario no confundir lo nuevo con lo novedoso. Ni el amor con el comercio de la carne.
Es aquí donde a veces se despeñan los caminos de la mano surreal dejada a su albedrío. El inconsciente es un reino entre tinieblas: hay que apartarlas para poder verlo. Pero por sí solas las tinieblas no son nada.
En la realidad caben todos los reinos. Fuera de ella solo hay un exceso putrefacto de mala fantasía. Tal vez un demonio.
La imaginación es real.
Los poemas —claro— están hechos de palabras reales: cuando fluyen excitan nuestra mente.
La apariencia del poema es su presencia: conviene no dar nunca nada por supuesto.
Y en eso, más que en ninguna otra cautela o dato previo, estriba la experiencia de la poesía. Vida que se crea ahí. Y que vuelve al origen (de la lengua) en busca de su originalidad.
A menudo el poema nos enseña cómo se hace el poema. Entre teoría y vida no siempre hay término medio. Tampoco entre vida y poesía.
Poesía es un modo de mirar moralmente el mundo. Y es también la creación de un orden nuevo.
Y, sin embargo, nada hay en en el poema que dé órdenes. Tan sólo mueve la voluntad por compasión o empatía: el acorde que es capaz de vibrar y hacer vibrar.
Casi siempre —a poco que prestemos atención— la poesía pone en juego un ejercicio pleno de sentido común.
Ciaccona en la mayor, de Johann Heinrich Schmelzer (1620-1680).
Violín: Hélène Schmitt.
Agradezco la pista a Manuel Martín Galán, expertísimo conocedor de la música barroca,
y a mi amigo Daniel Galán por su mediación.
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