Octavio Paz retratado por Jonn Leffmann. |
Son, ya digo, palabras de 1973. ¿Qué vigencia tienen hoy, cuando la obra de Duchamp tal vez haya perdido buena parte del carácter rompedor, “tocapelotas”, que un día tuvo —aunque haya dejado una estela de imitaciones a cuál más osada hasta llegar al literal empaquetado de “mierda de artista”— y cuando la “tirada” de Mallarmé acaso ya ha sido dilapidada en los casinos de la poesía sin más riesgo que el de la comprensión o el baile frenético? No es fácil responder a ninguna pregunta sobre la actualidad de una obra que, con toda su no agotada fuerza, parece de otro tiempo. De una era en la que aún parecía posible unir mundos y recomponer fragmentos, y la capacidad de atención permitía mantener un criterio sostenido por un impulso duradero de lucidez. No es simple nostalgia de otro mundo. Es tal vez la constatación de que es este otro mundo el que, cada vez de modo más palmario, se nos vuelve intransitable.
Por lo demás, sirva el texto de Paz para subrayar otro aspecto de su poliédrica personalidad creativa: es uno de los autores no especializados que con mayor profundidad y amplitud de miras intelectuales ha contemplado y reflexionados sobre la pintura y las artes del cada vez más remoto sigo XX.
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