lunes, 8 de junio de 2020

Adagia andante (12)

Que tu acto de fe sea el poema. También el vuelo de tu corazón.
El pensamiento es algo vivo. Y es preciso compartirlo con los otros.

La poesía avanza en todas direcciones. Y busca comprender —o al menos enunciar— lo inexplicable.
El poema, además de su asunto, tiene como objeto saber qué es un poema.
El no saber es la fuente más caudal de la poesía.
Tiene el poema la condición del ave que se pierde en la espesura.
Allí donde no alcance a llegar la inteligencia tal vez abra caminos la voz de la emoción.
A la luz de la imaginación (o con la imaginación encendida), la realidad aumenta de tamaño y se hace más visible.
Dice Stevens (cláusula 211), no sin humor, que «el joven poeta es un dios. El viejo poeta es un vagabundo». Tal vez sea verdad. Sin duda, es cierto.
Pues todo lo que importa está en la mente: vive en ella el terror, junto con aquello que puede defendernos del terror. En eso consiste ser humano.
El poeta nunca olvida la vida de la mente. Y asiste a cada instante a la lucha que allí tiene lugar.
La mente es, junto al aire, el lugar del poema.
El poeta rara vez es un héroe. Su prestigio nace del prestigio intocado de la poesía.
El prestigio de la poesía es tan evidente como inexplicable. Tal vez sea la última manifestación de lo sagrado.
Es increíble el escaso valor de la poesía. Tan increíble como su universal supervivencia.
Tiempos confusos: el mundo, de hecho, no podría vivir sin poesía. Con poesía, también resulta incomprensible.
La poesía es el universo. El solo verso.

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