lunes, 5 de septiembre de 2022

LOS DÍAS DE ULACA

Formaciones rocosas en el acenso al yacimiento de Ulaca,
en el Valle Amblés abulense. 
Foto ©️AJR, 2022.


Prólogo

No sé si puedo o podré o podría dar cuenta de los días pasados en Ulaca. Estas palabras son sólo un fuga vehemente hacia adelante y contra el reloj. Estaba tratando de encontrar las huellas del laberinto de Gortina y, en un salto tan extraño como inexplicable del Tiempo (con mayúsculas), aparecieron frente a mi las singulares piedras de la vieja población vetona esculpida sobre el cerro fortificado. No va a ser fácil dar cuenta de la cuenta atrás. Pero el tiempo (en caja baja) se cumple siempre e inexorablemente.
(LUN, 749)

PÁJAROS DENTRO Y FUERA
Paraje de Valdeascas, cerca de Navarredonda,
en el camino de la Piedra del Mediodía.
Foto 
©️AJR, 2022
.
Frente al plano del yacimiento de la vieja ciudad vetona todo parecía al alcance de la mano. Luego, al penetrar en el recinto y descubrir el primer hito de trazos amarillos, caí en la cuenta de que las cosas no iban a ser tan fáciles. La sensación de estar viviendo una especie de continuidad de las andanzas por tierras cretense era muy poderosa. Aunque un pajarillo al fondo de la conciencia, reflejo quizás del que viera esa misma mañana en los parajes de Valdeascas y Piedra del Mediodía, cerca de Navarredonda, no dejaba de apuntar que entre uno y otro instantes habían mediado nada menos que casi siete lustros. Pero, claro, una cosa es el tiempo de los calendarios, pura entelequia objetiva, y otra el verdadero tiempo. Es lo que me hubiera gustado preguntarle al viejo guerrero vetón que me miraba, no sé si complacido o expectante, pero desde luego no indiferente, con su rostro pétreo de vivísimas cuencas vacías.
(LUN, 744)


EL ESPÍRITU DEL LUGAR
Ascendiendo por la senda
de hitos amarillos. 


Foto ©️AJR, 2022.
Naturalmente, lo que me pareció un guerrero no era ni más ni menos que un acúmulo de piedras de caprichosa formación, aunque con prestancia suficiente para servir de soporte, en la lejanía, a cualquier fantasía más o menos acorde con el espíritu del lugar. Que eso era lo que seguía tirando de mi interés y me llevaba a perseverar en la cada vez más difícil ascensión, convencido como estaba de que, tras el siguiente hito o pinote coronado de amarillo, encontraría el acceso a los ídolos naturales, y también el espacioso campo de las verduras y, desde él, no sería difícil llegar al gran ara de los sacrificios, espacio sagrado por excelencia y donde es seguro que aún serían visibles las huellas de la devoción de un pueblo, el eco de sus tratos con el más allá y de su economía espiritual balanceándose entre el miedo y la esperanza, la piedad y la necesidad de encontrar un camino capaz de darle algún sentido a la vida incomprensible. O sea, lo de siempre. Pero al volverme…
(LUN, 738)

Rincón del Valle Amblés,
en el término de Solosancho,
frente al castro de Ulaca.
Foto ©️AJR, 2022
EL OBSERVATORIO DEL AMENO VALLE
Al volverme, con la intención más que nada de comprobar el trecho recorrido, quedé prendado del en verdad locus amœnus que tenía a la vista: un valle recortado por la graciosa línea de suaves montañas que solo se iban encrespando levemente con la altura y al que daban soporte y marco unas verdes praderías enjundiosas punteadas de matorrales entre los que, a vista de pájaro, se podía identificar la tríada clásica de retamas, piornos, urces… Un cielo sin afeites, legendario por sí mismo, señalado por el cruce de nubes que se desplazaban con un lento danzar apenas visible, salvo por lo retazos de purísimo azul que iban recomponiendo. Y dando vida a todo aquello, a la vez que sin duda señalando el sentido altamente pecuario del lugar y la dedicación usual de sus todavía invisibles pobladores, un grupo de lustrosos rumiantes entre los que, si bien fugazmente, me pareció ver moverse una figura humana, ágil y oblicua, sin duda un habitante de aquellos lugares, aunque no sabría bien decir de qué tiempo. Tenía que seguir ascendiendo antes de que el sol hiciera mella en mi cabeza desnuda y en mi ánimo propenso a la simple e invasiva alucinación.
(LUN, 724)




VIEJOS MUROS, OSCURAS INQUIETUDES
Foto: Recinto fortificado de Ulaca. ©️AJR/22
Fue al retomar la subida, sólo unos metros después de dura ascensión, cuando pude distinguir en la cercanía rastros evidentes de lo que sin duda habría sido una poderosa muralla, el cerco bien alzado de una ciudadela que se diría emplazada con escuadra y cartabón en un espacio natural tan a propósito —probablemente, un circo glacial— que era como si hubiera estado siempre allí. Saboreé la palabra “glacial” como un antídoto frente al creciente calor y de un impulso, y otros trescientos o cuatrocientos pasos, me planté a vista de los muros, probablemente en lo que en otro tiempo sería una poterna o tal vez la puerta principal de acceso a la fortaleza, un punto de trasiego de todo tipo de mercaderías, vehículos y personas. Hoy, además de mi sombra oculta, solo se percibía allí el rumor del aire parado en los peñascos, el apenas notorio crujido de las plantas rastreras y, oh sorpresa, la carrera asustada de un tan ágil como pequeño lagomorfo, que salió de no sé dónde, zigzagueó cuál centella delante de mis narices y se perdió entre los surcos empedrados, por detrás de las enormes rocas antropomorfas que se adivinaban a media altura. «De buena te has librado, criaturita —pensé—: en otro tiempo sin duda hubieras sido el adecuado complemento para el pote; o, quién sabe, una buena ofrenda para el ara de los sacrificios». Al enhebrar este último pensamiento, un funesto temblor recorrió todo mi cuerpo. Acababa de recordar que los vettones amaban los crímenes rituales y, bajo esa impresión, todo aquel recinto se convertía en una especie de tramoya tramposa para capturar incautos perdidos en el tiempo. O sea: yo mismo, llevado por un maligno azar hasta un lugar donde se masticaba la tragedia.
(LUN, 722)
Castro de Ulaca. Rastros de la divinidad en el paisaje.
Foto 
©️AJR/22
UN ANTIGUO FERVOR
No podía dejarme ganar por los malos presagios. Ademas, es bien sabido que a menudo el exceso de imaginación de los reconstructores de tiempos pretéritos —y cuanto más, más— da pie a histerias retrospectivas y a figuraciones muy hiperbólicas. De modo que seguí la ascensión, decidido a afrontar no sólo las circunstancias difíciles que pudieran sobrevenirne sino también, y sobre todo, el peso de mis propias obsesiones y la debilidad mental derivada de mi confusión de fondo —¿me encontraba en Creta o en las faldas de Gredos?—, a la que por fortuna se sobreponía mi indómita curiosidad. En compañía de estas cavilaciones, cuando me quise dar cuenta ya tenía a la vista la planicie que llaman de “los fenómenos naturales en la antigüedad” y sentí que se apoderaba de mi un extraño fervor, de modo que no pude por menos que hincarme de rodillas y balbucear allí mismo la plegaria al dios de las Piedras, supongo que sabéis a cuál me refiero, por tanto no la repetiré, sólo el comienzo: “In nomine Petris et Siliceus et Mica benedicta”. Cumplido el rito, retomé el camino siendo ya plenamente consciente de que pisaba territorio sagrado. Sabía bien que allí podría ocurrir cualquier cosa.
(LUN, 717)

Rocas caballeras en Ulaca.
EL MUNDO BAJO LAS GRANDES
ROCAS CABALLERAS
¿Me creeríais si os digo que la experiencia, a la vista de aquellas grandes rocas caballeras, provistas de una evidente presencia de ídolos y hasta efigies de alguna divinidad, fue en verdad religiosa? Hay a menudo una terrible confusión entre la fe religiosa y el sentimiento de lo sagrado, y no es infrecuente que, bajo la excusa del rechazo de determinadas creencias dogmáticas, se tire, por así decir, “al niño con el agua del baño”. Por lo demás, sabía, en efecto, que allí podía ocurrir cualquier cosa, pero lo que no podía sospechar es lo que finalmente sucedió. Estaba embebido contemplando las enormes piedras que tenía frente a mí, recortadas como viejas deidades sobre un cielo en el que apenas se dibujaba un rastro disperso de nubes, cuando me pareció escuchar un golpeteo rítmico proveniente de una pequeña cavidad abierta en el suelo, justo al lado de una roca puntiaguda. Me asomé y, tras advertir que se trataba de la entrada a una sima, me adentré por ella y…

—Pase, pase. No es el primero que nos visita pero si es el primero que viene en mucho tiempo.

Quien así hablaba, envuelto entre las sombras de aquel espacio subterráneo y fresco, era una figura de apariencia viril con un rostro que me resultó extrañamente familiar. Iba vestido con una especie de mono de color indefinido y en una mano portaba un gran mazo como los que alguna vez he visto que usan los escultores de lo basto o incluso los canteros para sus trabajos con las rocas.

—Estoy a punto de acabar esta pieza. Luego si quiere le acompaño a visitar el lugar.

(LUN, 749)
Cercanías de la grieta.
UN CAOS INTERIOR
Lo que aquel extraño artesano llamaba “pieza” era claramente uno de aquellos verracos pétreos, a veces casi informes, que tanto abundan en estos valles abulenses, y que a menudo presiden lugares ajardinados o enclaves pintorescos.

—No se preocupe —conseguí sobreponerme a mi estupor—, la verdad es que no tengo ninguna prisa. Bueno, ni prisa ni tampoco casi interés. De hecho, creo que me voy a dar la vuelta, y ya si eso otro día…

—Nada, nada. Mi tarea por hoy está ya cumplida. He de regresar a casa, porque me esperan para comer. Pero ya que está usted aquí, ¿no pensará que va a irse de rositas…?

Al decir estas últimas palabras, el individuo se abalanzó hacia mí, me agarró por las muñecas y me inmovilizó apoyando mi espalda contra su verraco.
De pronto la expresión de su rostro cambió.

—¡No se mueva! —me ordenó—. ¡Viene un derrumbe!

En aquel momento, tres o cuatro grandes piedras de la techumbre de la cueva se desprendieron y una de ellas fue a caer de plano sobre nosotros. Bueno, en realidad a quien pilló de lleno fue a mi furioso captor: un aplastamiento tan limpio y preciso que el hombre quedó laminado al instante bajo la roca homicida. Por suerte, había logrado desasirme de su mano y apenas tenía un rasguño en un hombro. Aunque, eso sí, era presa de una absoluta perplejidad.

Sin ser ni mucho menos capaz de asimilar el percance, y envuelto de hecho en una extraña sensación de irrealidad, sí me daba cuenta de que tenía que irme de allí y dar aviso de lo ocurrido, no porque nadie pudiera socorrer al despanzurrado, pero al menos para tener yo mismo alguna garantía de que no me había vuelto loco. El problema era que el derrumbe había cegado también la entrada de la cueva. La única salida, si es que alguna había, era seguir hacia lo hondo. Y eso hice..
(LUN, 697)

Altar de los sacrificios en el Castro de Ulaca.
Foto de David Pérez. Editada.
LA CEREMONIA
Ahorraré al hipotético lector, y sobre todo a las seguras lectoras, los disparatados detalles de lo que me ocurrió en mis tanteos por aquellas anfractuosidades. Fueron debidos en buena medida a lo terrible de la situación que acababa de vivir, aunque sin descartar lo añadido por mi habitual torpeza y mi nula habilidad para orientarme con tino y encontrar el camino correcto, o la acción conveniente, tanto en encrucijadas como en circunstancias difíciles azarosamente sobrevenidas. La forma de exponerlo ya es, me temo, bien indicativa de lo que trato de explicar. De modo que sólo revelaré que, tras varias idas y venidas, logré dar con lo que me pareció el cauce de un aprendiz de riachuelo y siguiendo esa pista pude localizar un angosto canalillo entre los cerrados muros. Con mucho esfuerzo conseguí introducir mi cuerpo por la oquedad y, tras dos o tres giros de ofidio que no sé en verdad cómo fui capaz de ejecutarlos, pude salir al exterior, al pie de una desmonte. Allí la ya más crecida corriente, pues sin duda el curso de escaso caudal habría recibido aportes suplementarios, se precipitaba en una pequeña pero evidente cascada, al tiempo que la luz natural me golpeaba con fuerza en los ojos.

Lo que tenía frente a ellos, una vez que logré controlar el exceso de fotones, era de nuevo muy sorprendente. Ante mí se alzaba una a modo de escalera pétrea de doble trazado y flanqueada por dos barandales de hueco interior por los que me pareció que corría un líquido oscuro, aunque el exceso de luz lo envolvía todo como en celofán y no me permitió comprobarlo. Las escaleras, de piezas de granito muy bien tallado, conducían a un plataforma de no mucha altura sobre la cual se alzaba un edificio de medianas proporciones con cierto aspecto de capilla o santuario. Aunque también podría tratarse de un recinto de uso agrícola, un silo, lagar o bodega, por ejemplo, en cuyo caso el líquido que bajaba por los canecillos laterales bien podría ser vino o caldo o zumo extraído del prensado de…

Pero me estaba dejando llevar por meras especulaciones, mientras que sobre mi conciencia pesaba un hombre muerto. Quiero decir: la certeza de que había asistido a un trágico percance y que mi obligación era dar cuanto antes aviso de la desgracia a la autoridad competente. Así que, intuyendo que desde aquella plataforma podría escrutar mejor un posible rumbo para salir de allí y cumplir con lo que me dictaba mi sentido del deber, subí con gran rapidez los duros peldaños y, una vez arriba, entré en el recinto y… De nuevo me vi obligado a hacer grandes esfuerzos, en primer lugar para dar crédito a mis ojos y, de forma inmediata, para no caer desmayado ante el horror de lo que allí me era dado contemplar.

Lo diré por lo corto: un individuo con el rostro pintado de vivos colores alzaba en sus manos una punta de flecha muy aguda y la hundía una y otra vez en un cuerpo situado sobre una pilastra con forma de concha, mientras el grupo que lo rodeaba, media docena o así de congregados de aspecto similar al que presidía, aunque sin tanta vistosidad facial, guardaba un silencio tan extraordinario que permitía oír con total nitidez el rasgueo en el aire de aquel arma subiendo y bajando y el crujido de tejidos, masas corporales, acaso huesos, que estaban siendo lacerados y horadados y hendidos en aquello que, como seguramente estará suponiendo el lector, también yo juzgué de inmediato que era una ceremonia ritual de libro: un sacrificio en toda regla.
(LUN, 689)

PENSAMIENTOS ACASO INTEMPESTIVOS
No sé bien cómo pudo ocurrir, porque irrumpí sin cuidado en la estancia y, además, nada más entrar no pude contener un grito de horror, que debió de resonar como un alarido venido de otro mundo, pero el caso es que los ensimismados en el ritual parecían no advertir mi presencia, aunque tampoco me entretuve en comprobarlo durante mucho tiempo. Sí, no obstante, el suficiente para captar algunos detalles y, en especial, para darme cuenta con alivio –aunque mi acendrado amor por los animales sufra un fuerte golpe bajo al confesarlo– de que la víctima era una oveja, un cordero, tal vez un cabrito, y no lo que en algún momento había temido. Sabía que en medios tribales los sacrificios humanos no eran una anécdota e incluso tenía informaciones recientes sobre los hábitos claramente antropófagos que en otros tiempos, por fortuna muy remotos, habían caracterizado a nuestros antecesores en la propia península. Y algo había en el ambiente cargado de aquella estancia que lo asemejaba a los preparativos de un festín.

Un rincón del poblado de Ulaca: casas sacadas a la luz
en la década de 1970. Foto tomada de Wikipedia.
Contribución de Xemenendura.
En esas circunstancias, tan pronto como advertí que el sacerdote, o lo que fuera, había acabado con su víctima, procuré evadirme del lugar. Me movió a ello también el ver cómo, tras limpiar el arma del sacrificio con un puñado de hierba e introducirla después en lo que probablemente fuera un cuerno de vaca similar a los que utilizaban hasta no hace mucho los segadores gallegos y de otras regiones, el oficiante parecía escrutar con cierta ansia en derredor como buscando una nueva criatura candidata a ser apiolada en aquel raro ara. Al parecer –y por fortuna– seguía siendo invisible, así que nadie de los participantes en aquella escena que se diría sacada de una película o de un videojuego hizo gesto alguno cuando salí por la misma puerta que había entrado para enfrentarme de nuevo a la luz exterior.

Ni que decir tiene que mi confusión iba en aumento y con ella crecía también la angustia. Pero ni una ni la otra eran tan fuertes como para acallar el aguijón incesante que sentía dentro de mí. En mi mente no dejaba de pugnar el categórico imperativo de seguir el dictado de mi conciencia y mantenerme a la altura del aviso moral que me exigía buscar una inmediata forma de poner la excepcionalidad de lo ocurrido, y en particular el horrendo suceso de la cueva, en conocimiento de mis congéneres.

La situación era realmente como la cuento, y ahora al recodarla, y a la vista de lo que ya había vivido y de lo que luego ocurrió, no puedo por menos que asombrarme de que la naturaleza humana pueda tener inscrita en sus componentes últimos una tan viva marca de piedad auténtica, quién sabe si tal vez fruto, en los circuitos heredados de la especie, del impulso que nos llevó a decir “fuego” al ver por primera vez el milagro del fuego, o “madre” al descubrir en el fragor de la noche, y al fondo de la gruta, el brillo de unos ojos salvadores.
Sé bien que estas derivas son incapaces de dar cuenta de la experiencia vivida en los días de Ulaca, pero de algún modo que no sea la mera narración de lo formalmente acaecido he de intentar explicar claramente lo que de verdad allí pasó.
(LUN, 684)

VAPORES DELICIOSOS
De nuevo en la plataforma del ceremonial, aunque no había más escalera de acceso que la ya recorrida, advertí que, al otro lado del cubículo, por una pequeña rampa, se podía acceder a otras partes de lo que sin duda era un poblado y decidí adentrarme por ella. Antes, sin embargo, no pude por menos que entretenerme un buen rato observado el paisaje que quedaba al alcance de mis ojos: a mis pies se distribuían, como piezas de un puzle desordenado por un niño caprichoso, los diferentes elementos de la ciudadela dispuestos en estratos distintos y unidos a través de una especie de calzada, en la que incluso era posible adivinar algunas rodaduras de carros. Al fondo, levantando la vista, se podía seguir la línea bien conocida de los perfiles de la Sierra de Gredos, y entre ellos el del Pico Zapatero, cuya cima, bien visible, se alzaba claramente orientada hacia el altar del santuario, como trazando un eje entre cumbres que quizás pudiera obedecer a algún minucioso cálculo astronómico o, más sencillamente, a esa extraña geometría sideral geocentrípeta que los humanos, a falta de otros consuelos más fantasiosos, solemos convertir en símbolos de algún sentido cuyo desciframiento se nos escapa, aunque nos produce un fragor interior (o calorcillo al menos) muy gratificante. La vista era especialmente cautivadora desde una especie de atalaya que se alzaba a mi espalda, a la que subí y en cuyas paredes pude ver una incisiones de algo que me recordó vagamente a un reloj de sol. O sea que.
Restos de lo que presumiblemente fuera la “sauna ritual”
de Ulaca. Imagen tomada del blog «ArKeológica».
Nada más descender por la rampa, la sensación de pasear por uno de esos barrios formados por dédalos de callejuelas que aún pueden verse en muchos pueblos mediterráneos se impuso con fuerza y sirvió, además de para tranquilizarme, también para que cierto vigor anímico creciera en mis adentros y aquel mundo me resultara un poco menos raro y no tan lleno de amenazas. Al girar en una de las encrucijadas y dirigirme por un callejoncillo lleno de flores hacia lo que me pareció una graciosa plazuela, las impresiones favorables se confirmaron y llegaron a un punto de gran placidez, de euforia incluso, al contemplar una escena que me resultó francamente alentadora. Me encontraba enfrente de lo que, de saberme en un país islámico, sin duda llamaría un hamán, un baño público, aunque en el que tenía ante mí el estado predominante con que se mostraba el agua era el gaseoso. Por una muy breve celosía abierta en la parte alta de un pequeño cubículo salía una nube de vapor que me incitó a buscar la puerta de aquel antro, aunque no me costó nada encontrarla porque, ante mi asombro, o lo que ya entonces consideré un estado de alucinación simple, una figura cubierta con una especie de toga o clámide salía en ese momento del interior, y como dejó entornado uno de los batientes pude entrar en lo que, en términos modernos, no dudaría en decir que era una sauna.
Se trataba de un recinto de planta rectangular formado por tres cubículos, a modo de habitaciones, y en uno de ellos, el más interno, podía verse lo que podría llamar un horno, una forma de producir calor que se expandía por le estancia y que sin duda era el responsable de aquella atmósfera de cocción al vapor que allí se respiraba. Recordaba haber leído alguna vez, quizás en Estrabón u otro autor de la antigüedad, que cuando los romanos se adentraron en la península les llamó mucho la atención el hecho de que algunos pueblos de aquel “país de conejos” tuvieran la costumbre no sólo de ungirse los cabellos y parte del cuerpo con grasas sino también de someterse a un a modo de baños de sudor obtenido mediante el uso de unas piedras candentes. No vi las piedras por ninguna parte, pero sí me llamó la atención, en otra de las estancias, la presencia de unas piletas sobre las que no cesaban de caer unos hilillos de agua muy fría, según pude comprobar al acercar la mano. Seguramente sería utilizada para aplacar en los cuerpos los excesos de calentura, tal como todavía hoy hacemos en determinados baños termales.
De buena gana hubiera permanecido allí durante más tiempo. Siendo sincero, me resulta difícil precisar cuánto me demoré, supongo que no mucho. Lo que si recuerdo es que, tan pronto como me dejaba llevar por una sensación placentera y el cuerpo me incitaba a abandonarme a ella sin restricciones, raudo volvía a sentir en mi conciencia el aguijón de la culpa, así que en uno de esos tiras y aflojas en los que suele sumergirse nuestra mente occidental tras muchos siglos de judeocristianismo, no dudé en romper de súbito aquel encantamiento y, saliendo de la estancia, me dirigí en busca de un camino que me permitiera abandonar de una buena vez aquel lugar y poner de nuevo en orden mi mundo.
(LUN, 677)

LA ESTAMPIDA
La ladera de la estampida. Yacimiento de Ulaca.
Foto 
©️AJR, 2022
Como ya me iba familiarizando con la congoja y con el peculiar trazado de la ciudadela, no me resultó difícil, una vez abandonada la sala termal, orientarme en el laberinto en busca de la salida. De algo me tenía que servir mi vieja afición a los videojuegos, aunque he de reconocer, ahora que ya nada importa demasiado, que apenas pasé del comecocos de los fantasmillas Pacman y del Príncipe de Persia, con sus espejos guillotina y su espada refulgente.
Tampoco tuve que dudar mucho porque cuando me estaba acercando a la entrada de la cueva donde aún debía de estar el cuerpo aplastado del hacedor de verracos, un gran estruendo precedió a lo que enseguida vi que se me venía encima: nada más y nada menos que una furiosa manada de toros, uros u otro tipo de bóvidos, puede que también algún suido de desacostumbrado tamaño y aspecto cuasi mutante. Eran no menos de docena y media de ejemplares, la mayoría de ellos provistos de lo que, en esos términos algo hipócritas de la lidia, podría calificarse como unas “poderosas y astifinas defensas”.
Sin tiempo ni aliento, al comprobar la cercanía de la estampida, comencé a correr calzada abajo, saltando a veces de manera que ni en sueños hubiera sido capaz de considerar a mi alcance… hasta que, no sé cómo, pude encaramarme a una especie de balcón saledizo y quedar a salvo de aquel proyecto de hecatombe que, por fortuna, había ido a perderse por uno de los portones, supongo que rumbo a algunos pastos frescos o a cualquier otra “pantalla” o escenario apetecible en el transcurrir de aquella cada vez más atosigante y rara situación, de la que ya no sabía bien qué pensar.
(LUN, 637)

EL AUGUR
El saledizo en el que me encontraba daba acceso a una especie de vivienda que parecía abandonada desde mucho tiempo atrás, a juzgar por el lamentable estado de la techumbre y la mugre que cubría los muros. Iba a salir de ella por una puerta entreabierta que daba a un estrecho pasadizo cuando, proveniente de una de las habitaciones, sentí que alguien reclamaba mi atención con una especie de chasquidito de lengua o silbidito, un ruidillo corto pero penetrante y que lo mismo podía tener procedencia animal que semihumana o incluso mineral, sin descartar, a estas alturas, la capacidad de autosugestión, pues era evidente que la extrañeza de todo lo vivido y mi incapacidad para entender lo que veía, y menos aún mis contradictorios sentimientos, me estaban llevando al límite de mi capacidad de autocontrol y puede que todo no fuera más que un encadenamiento de sucesos aleatorios, tan inexplicables como acaso de verdad inexistentes.
Pero, como siempre, pudo más la curiosidad que la duda o incluso el miedo y, sin pensarlo, encaré la oscuridad de la habitación del fondo y allí de nuevo, tuve que armarme de valor para dar crédito a mis ojos. Y en este caso, sobre todo, a mis oídos.
—Eh, tú, fantoche. ¿Qué estás haciendo?
El hombrecillo que así me interpeló no mediría mucho más de medio metro. Sesenta centímetros, tirando por lo alto. Por ahorrarle al lector página y media de descripciones, pensemos en una mezcla de Yoda y el enano de Juego de Tronos, la cara de uno, el tronco del otro, y todo mezclado con un claro aire de profunda ruralidad, que acaso tuviera su principal exponente en el pañuelico amarrado con cuatro nudos esquineros para fijarlo en la cabeza. Un signo del que confieso que desconocía que pudiera tener un tan antiguo origen.

—¿Es a mí? –pude responder tras reponerme del susto y dándome cuenta casi al instante de la completa inconsistencia de la respuesta; o sea, de la pregunta.
—Mira, mushasho –transcribiré así su peculiar forma de pronunciación–, como por mi profeshión tengo el poder de leer la mentes de todos los que estén a menos de diez metros de mí a la redonda, te tengo bien calado. Y veo que, además de confusho, empiezas a estar canssshado de no saber nada de nada.

Rincón del yacimiento de Ulaca ¿La casa del Augur?
Foto ©️ AJR, 2022
—Es que yo…
—Comprendo que debe de ser muy duro para alguien como tú vivir una experiencia como éssshta. Y ese gusshanillo cabezón y roedor que percibo que no deja de picotearte la conciencia tampoco te ayuda, precisshamente, a salir del atolladero…
—¿Pero usted quién esssh? –me atreví a preguntar, sin poder evitar el mimetismo.
—Mi nombre no te diría nada, pero conviene que sshepas que soy el Augur del poblado, que nada se esshcapa al control de mi ojo despierto y que, pesshe a tu desconfianza, si me dejassh actuar, incluso te podré sssher de alguna ayuda.
Dicho esto, el autodenominado Augur empezó a levantarse un palmo sobre el suelo, luego un poco más y cuando estaba más o menos a la altura de mis ojos empezó a girar sobre sí mismo como si fuera una peonza, o un derviche, y tras ganar una cierta velocidad en sus giros, hizo un brusco quiebro en su movimiento y comenzó a desplazarse a inusitada velocidad por toda la estancia, hasta que se detuvo en el vano de una ventana y desde allí, suspendido en el aire como un gnomo o un genio o incluso el pabilo mismo de una lámpara, me dijo:
—Sal por essha puerta y olvídate de lo que hassh visto porque todo lo que hassh visto no va a salir contigo por esshaa puerta.
Debió de advertir mi gesto de completa extrañeza, incluso el evidente hecho de que me encontraba al borde mismo de las lágrimas, porque vi cómo se dibujaba un gesto afable en su rostro bestial y me dijo:
—No tengassh miedo, hombre de essshcasa, poca o nula fe, que lo acabarássh entendiendo todo. Y esshtará bien lo que bien acabe.
Y dicho esto, tras improvisar una nueva voltereta rizada sobre sí mismo con al menos una profundidad de tirabuzón y medio, salió disparado por la ventana y lo vi perderse por encima de los tejados de las casas y sobre los irregulares muros de la fortaleza, hasta que se confundió con las nubes más bajas que ofrecían un poco de alivio frente al sol de justicia.
(LUN, 636)

TORMENTA Y EXIT
Asomado a la ventana, nada más ver desaparecer al Augur, caí en la cuenta de lo privilegiado de la visión que el mirador ponía a mi alcance: como si estuviera contemplando un plano, allí estaba perfectamente dibujado el itinerario que debería recorrer para salir del lugar. Incluso podía identificar la senda de pinotes amarillos que había seguido para adentrarme en el yacimiento. Me sorprendió, con todo, la gran extensión de la ciudadela y también el silencio absoluto que la envolvía. Si no fuera por las experiencias que había vivido, hubiera jurado que allí no había nadie. Que por otro lado es lo habitual en lugares como estos. Traté de memorizar el recorrido que me sacaría fuera del lugar y salí de la casa.
Al abandonar el portalón, tuve la impresión de que la luz había cambiado. El día se estaba nublando a pasos de gigante y percibí en la atmósfera esa pesadez del aire que precede a las tormentas, en especial a las que cursan, como suele decirse, con mucho aparato eléctrico. Y, en efecto, así fue. No había iniciado el itinerario memorizado para alcanzar la salida cuando empezaron a caer unos goterones preñados de polvo y a cabrillear sobre mi cabeza eléctricos latigazos que envolvían el escenario todo en una palidez casi espectral y, si se me permite, un poco artificiosa, como si aquella escenografía de tormenta fuera más fruto de lo primero que de lo segundo, aunque cuando logré librarme del ensimismamiento de esa cábala ya estaba por completo empapado por aquel agua grumosa que no cesaba de caer.

Una de las puertas de acceso/salida
del yacimiento de Ulaca.
Foto ©️ AJR, 2022 
Sin pensarlo más, eché a correr por el dédalo de callejuelas, poniendo buen cuidado en seguir el camino grabado a vista de pájaro y prestando especial atención en las intersecciones. Por una vez mi memoria funcionó como un reloj digital y no me resulto difícil llegar hasta la puerta por donde había entrado. En ese momento, cosa harto curiosa, cesó la lluvia, volvió la luz del pleno día y pude descubrir el rastro de pinotes amarillos que me había conducido en mi escalada a la fortaleza. Antes de emprender el camino cuesta abajo advertí que en uno de los muros había una lápida en la que, con un tipo de letra que bien podría llamar cúfica, estaba esculpido un largo texto, tal vez un poema, que se iniciaba con estas palabras:
Desde lo alto del cerro vigilaba
la ciudad todo el valle.
Detrás de sus murallas
Un extenso recinto…*
De buena gana me hubiera parado a copiarlo o memorizarlo todo entero, porque me pareció que recogía muy bien la esencia de lugar, pero era muy largo y yo estaba urgido por la necesidad de comunicar lo que había visto y sobre todo por la obligación de dar cuenta del mortal accidente.
* Inicio del poema Ulaca de César Rodríguez de Sepúlveda. (LUN, 635)

EL ACCIDENTE
El descenso se me hizo increíblemente rápido. De modo que cuando me quise dar cuenta, ya con los prados rumiantes a la vista, estaba casi en la entrada misma del yacimiento. Para mi sorpresa había allí un jeep de la Guardia Civil y junto a él dos guardias perfectamente uniformados que nada más verme me saludaron con extraordinaria amabilidad.
—Buenas tardes, amigo. A punto estábamos de ir en su busca.
—Ah, pues yo también les iba a buscar a ustedes porque ahí arriba ha ocurrido algo horrible…
—¿Ah, si…? ¿Tal vez un artesano despanzurrado por una roca? ¿El sacrificio de algún animal? ¿El encuentro con el Enano Saltarín?
La cara entre risueña y burlona con que el más joven de los guardias dijo estas palabras no me libró de la estupefacción en que estaba sumido, ni de la ansiedad por salir de una vez por todas de lo que me parecía una endemoniada vuelta de tuerca de los sucesos vividos en las últimas horas.
—¿Pero cómo saben…?
—Bueno, amigo —terció el otro guardia—, resulta que ha sido usted el primero en visitar el Centro Interactivo de Interpretación del Poblado Vetón de Ulaca, que se iba a inaugurar en unos días, antes de que ocurriera el accidente…
—¿Cómo dice?
—Sí, es un espacio verdaderamente novedoso, incluso insólito. Está todo él recorrido por una parrilla de células fotoeléctricas y cuenta con un potente red wifi G6 que activa, con sólo pasar a su lado, diversos escenarios de realidad virtual, incluidos hologramas de quinta o sexta generación, proyecciones dramático-persuasivas y unas cuantas novedades más de tipo museístico cuyas peculiaridades, si usted tiene interés, y en cuanto sea posible, le podrán explicar en el Centro Operativo del pueblo, que es de donde nos han avisado de que alguien había penetrado en las instalaciones, porque los sensores ultrasónicos no dejaban de emitir señales.
—De modo que un museo de realidad virtual…
—Eso es. Aquí está bien explicado –dijo el guardia joven señalando un panel situado a escasos metros de la entrada y que se iluminaba con tan sólo mover ante él la palma de la mano.
Tras un breve silencio, intervino de nuevo el guardia mayor.
—Lo que nos tendrá usted que explicar es como ha logrado salvar los controles de acceso al lugar y con qué intenciones ha penetrado en el recinto. Hace ya dos meses, a raíz del accidente, que está restringido por completo el acceso a la zona. Tendrá que acompañarnos.
¿El accidente? ¿Qué accidente? ¡Ah, el Accidente! ¿Cómo había podido olvidarlo? ¿Olvidarlo? Me iba a costar mucho trabajo convencer a aquellos amables guardias y a las autoridades de que, precisamente para olvidarme del Accidente, de hecho habiéndolo olvidado, decidí semanas atrás salir en busca del laberinto de Gortina… y, en un salto tan extraño como inexplicable del Tiempo (con mayúsculas), aparecieron frente a mí las singulares piedras de la vieja población vetona esculpida sobre el cerro fortificado. No va a ser fácil dar cuenta de la cuenta atrás ni de los días que me dejaron a las puertas de Ulaca. Aunque el tiempo (en caja baja, y a menudo en círculo) se cumple siempre e inexorablemente.

El tiempo superpuesto al espacio /
el espacio constreñido en el tiempo.
En el Castro de Ulaca.
Foto: 
®️ AJR, 22.

FIN
(LUN, 634)

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