El poema es una partitura. Se toca con los nervios.
¿De qué sirve un poema? Tal vez tan sólo sea un medio entre dos fines. O un trozo de tierra tatuada antes de dormir (como dijo Molina). ¿Y un impulso concreto para nombrar también lo que no existe?
No hay nada más ajeno al sentimiento que el sentimentalismo, esa suerte de magia corrompida o simulacro vacuo.
¿Y qué decir de la imaginación? No es pura fantasía. Es el arte supremo de tender puentes. Una ingeniería de altos vuelos.
La creencia, toda creencia, es siempre una ficción. Y no hay mayor ficción que la de tener una creencia. Esto no es un mero juego de palabras.
Tampoco era ilusoria la vieja extrañeza de Ducasse cuando consideró hermoso el encuentro, sobre una mesa de disección, entre una máquina de coser y un paraguas. Ducasse no conocía la máquina de escribir. En realidad, él cosía sus textos. Y los ponía a secar sobre pieles curtidas. Los Cantos de su alter ego, el Conde de Lautréamont, alter ego a su vez del inolvidable Maldoror, son las últimas pieles de bisontes colgadas en el interior de los templos en ruinas que retrataron los pintores románticos.
¿Y qué decir de los primeros principios? ¿Qué de los finales postreros? Tal vez los primeros postreros acabaron siendo lo mismo que los principios finales. (Y esto si que es un juego de palabras).
Escribir poesía es rezar. El poema conoce por sí solo el camino de luz al infinito.
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