domingo, 25 de agosto de 2019

El Papagayo de Lancelot

La imagen puede contener: océano, cielo, montaña, exterior, naturaleza y agua
Una de las calas de la Punta del Papagayo, en la isla de Lanzarote. Foto: LocalSeo.
A Punta Papagayo, en el extremo de playa Blanca, municipio de Yaiza, en el entorno de la montaña de escorias aún calientes del Timanfaya y cerca de los coloristas y deslumbrantes lienzos de la salinas de Janubio, la tengo asociada a una foto divertida en la que se ve sentado a Gonzalo —¿o se llamaba Julián, tal vez Jaime...?: era el chico de la pareja madrileña con la que coincidimos en una comida durante aquel primer viaje a Lanzarote y con la que compartimos el resto de la estancia en la isla; ella, seguro, de nombre Blanca—; él, como digo, está sentado cerca del agua esculpiendo con la arena húmeda alrededor de su regazo un enorme falo levemente puntiagudo y hacia el que mira con cara de pícaro, mientras yo le comento —y esto lo recuerdo porque lo tengo escrito al dorso de la foto— que ya estaba subiendo la marea y aquel rincón de la cala no tardaría en quedar aislado, rodeado completamente por el mar.
—Me pillas en pleno pensamiento circunstancial, orteguiano por más señas —me respondió, antes de levantarse y desbaratar con ello su escultura.
No deja de ser curioso que de uno de los lugares más diferentes que he visitado en mi vida se me imponga como primer recuerdo espontáneo esta escena que, a medida que la voy describiendo, ha logrado que se me dibuje una gran sonrisa acompañada de una franca añoranza, nada pegajosa, no sé si por los días alegres del pasado, que sé que no van a volver, o más bien por el pasado de los días turbios del presente, cuya naturaleza me parece a veces tan otra que incluso encuentro difícil verle la continuidad. Será, me digo, el efecto Papagayo. En diferido, pero incontenible.

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