Ilustración ©️Javier Serrano, 2020 |
Hay en mi memoria un camino que une las entrañas aéreas de un cubo de granito, el laberinto ocre de una mina romana a cielo abierto y el pasadizo angosto y declinante de una tumba inmortal. Por dentro, en mitad de la noche, me demoro en la ensoñación de esos lugares cuyo tacto aún perdura, mientras en el papel y en la pantalla sólo soy capaz de agrupar unas pocas pistas alrededor de tres nombres invencibles: el Escorial, las Médulas, Dahshur.
1. Escorial
Media docena de veces recorrí, por los tejados del monasterio escurialense, el camino que arrancaba de la Torre de Mediodía y, tras avanzar sobre el alero del Patio de los Evangelistas, escalaba un sendero breve de pizarras hasta adentrarse en el Cimborrio por una abertura de paso algo angosto, pero practicable.
Media docena de veces recorrí, por los tejados del monasterio escurialense, el camino que arrancaba de la Torre de Mediodía y, tras avanzar sobre el alero del Patio de los Evangelistas, escalaba un sendero breve de pizarras hasta adentrarse en el Cimborrio por una abertura de paso algo angosto, pero practicable.
Una vez aclimatados los ojos a la penumbra, la ruta proseguía, ya holgadamente, con el completo recorrido del perímetro de la basílica a través de las muy amplias cornisas superiores. Había una obligatoria parada justo tras la obra excelsa del retablo mayor en la que se ponía de relieve el trampantojo de los tamaños bien distintos de las imágenes del último cuerpo. La alucinada travesía se prolongaba luego hasta alcanzar la parte interior de la fachada del Patio de Reyes. Allí un ventanuco cerrado por una celosía verde permitía calibrar a ojo desnudo la dimensión de las figuras bíblicas y la verdad del dicho: «Seis reyes y un santo salieron de este canto y aún sobró para otro tanto».
El retorno de aquella excursión, en la que casi siempre hice de cicerone, solía discurrir entre parabienes y agradecimientos. Pero recuerdo de modo especial la ocasión aquella en que tuve por compañía a un poeta, hoy por completo y acaso injustamente olvidado, y que, al concluir la caminata y tratando de recobrar el resuello, me miró con inmensa ternura y me dijo: «Voy a soñar con esto mientras viva». Sabrás que a mí, querido amigo Rafael Duyos, después de tanto tiempo, aún me pasa.
3. Dahshur
Ilustración ©️Javier Serrano, 2020 |
2. Médulas
En la médula del recuerdo brilla con luz propia el rojo intenso de la Mina Romana a cielo abierto que aún puede visitarse en las Tierras Bercianas. Es un lienzo de paisaje humanizado que mantiene intacta la sugerencia de una vieja industria. Y un raro ensamblaje de historia y naturaleza tan bien conseguido, que por sí solo supone una página elocuente de la crónica humana.
El día en que accedimos al lugar desde la Aldea tuvimos la inmensa suerte de poder comprobar en soledad los trabajo de la Ruina montium»: los efectos del agua embalsada al despeñarse desde gran altura por una red de canales y galerías. Y hasta nos atrevimos a penetrar en la angostura de La Cuevona (¿o sería la Encantada?) y allí, tras cruzar reptando un breve pero interminable pasadizo, accedimos a un mirador que nos llenó los ojos de ocres increíbles y las ropas de un pegajoso polvillo ladrillar.
«Un paisaje cobrizo», dijo una voz a nuestro lado. Era un paisano de edad indefinible, vivaz y enjuto, cubierto con un sombrero de paja cruda y vestido con una especie de guardapolvos o sabitelo que insinuaba, pese a la innegable nobleza del rostro y el porte, cierto aspecto forajido, tal vez de buscador de oro de película. No recuerdo lo que hablamos con él, si es que algo hablamos, pero tengo la sensación de que si ahora mismo volviéramos al lugar allí estaría. Y entre sus mano brillaría aún, como entonces, un pequeño disco de oro.
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La pirámide roja de Dahshur está muy cerca de El Cairo. Llegamos a ella de buena mañana y, tras ascender la empinada escalera que conduce a la boca de acceso, nos adentramos en su interior descendiendo a través de un rampa angosta cuyo suelo estaba jalonado por travesaños de metal a modo de peldaños. La altura, aunque por lo común permitía avanzar agachados, en algunos tramos exigía hacerlo casi en cuclillas y eran esos los momentos en que, además de recibir algún rasponazo inesperado, se cernía sobre nuestras cabezas y nuestras almas el profundo misterio de lo que la muerte pudo significar para el antiguo pueblo egipcio, y cuál no sería su indescifrable valoración para levantar a su amparo semejantes y del todo incomprensibles estructuras.
Aquel descenso ad inferos culminaba en una sala cuadrada de no más de cinco metros de lado donde ya era posible estar completamente erguidos y en la que, por encima de cualquier otro pensamiento, meditación, sospecha, lucidez o pesadumbre, se imponía un penetrante y agrio olor a desinfectante, como resumen acaso último de que por mucho que le hagamos altares, alardes, libros, cuadros, ritos y todo tipo de cucamonas a la muerte, la verdad del todo inexcusable es que no conseguimos librarnos de ella.
Recuerdo —extrañamente, pero es así —que, antes de iniciar el regreso hacia la luz desde el corazón de aquel laberinto, lo que se me vino a la mente fue la ocurrencia de que John Huston tenía razón: un sencillo e incluso ingenuo paseo entre el amor y la muerte, eso es la vida.
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