(La Palestra)
A poco que uno lo piense, sin dejarse llevar por la atracción irresistible que las trampas de la razón nos tienden a cada paso, la ardua tarea cotidiana en tiempos como los nuestros, tan movedizos y fugaces, es la de reinventarse. No se trata ya solo de que sea preciso encontrarle el búsilis a la vieja conseja de que “cada día tiene su afán”, sino que, mendigos de la atención como más o menos vamos ya siendo todos y a todas horas, el verdadero desafío del presente consiste, más que nada, en no sucumbir a las mil y una añagazas que las nuevas formas de relacionarnos —cada vez más impersonales pero también más fáciles, más raudas, más precoces y hasta procaces— propician, para así tener alguna oportunidad de evitar la terrible caída en el ojo del maelstrom que de continuo se cierne sobre nosotros.
Puestas así las cosas, y mientras vamos tratando de asumir el sentido propicio de las nuevas maneras, reinventarse es quizás la única ventana que no podemos dejar de abrir —en nuestra mente— cada vez que también abrimos los ojos a un nuevo día. La tarea tiene mayor dificultad por cuanto, junto a las innovaciones que no cesan de exigirnos nuevos aprendizajes, la realidad está comenzando a ser transformada, gracias al punzón acuciante de algunas de esas innovaciones, en una especie de calcetín reversible o manga pastelera de ancho buche cuyos interiores y escondrijos también pueden ser, y de hecho son, fuente de novedades sin cuento, de modo tal que lo que creíamos que era el pasado y cuanto teníamos por seguro que sabíamos de él —ser y conocer— fluyen ahora en permanente cambio.
Y todo ello, oye, exige de las huestes de nuestras neuronas un esfuerzo verdaderamente atroz y un temple asaz inconmensurable, imprescindibles ambos para que eso que llamamos “lo que ocurre” no nos atrape en su turbión y acabemos dando vueltas en la masa informe de lo irrelevante, disueltas al fin nuestras almas como miserables terroncillos de azúcar. No vaya a ser que el turbión de los días nos molture de modo y manera tan infames que solo seamos capaces de conmovernos cuando nos cruzamos por la calle con un perro salchicha juguetón y, preguntada su dueña por la gracia del chucho, nos responde: «Píxel, se llama Píxel».
Y luego le pedimos a cualquier ChatGTP al uso que nos diga, en unas pocas líneas, qué lección debemos o podemos extraer de aquello.
E incluso nos responde.
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