Plano del Metro de Madrid en 1982. |
El principal uso secundario que tenía el billete de metro —no sé si os acordáis, colegas— era servir de boquilla para los canutos, petas, joints, mays o flais, que de todas esas formas se solía llamar a los porros. Y además su uso se consideraba un timbre de honor, junto al muy lujoso papel Abadie, de tal forma que una “movida” —ese era el significado inicial de la palabra: ponerse en marcha para pillar “costo”— , una movida, digo, que contara con esos ingredientes tenía a ojos de todos un valor especial. Así que una gran pérdida para la identidad madrileña es, quién lo duda, la desaparición del viejo billete de metro. A veces todavía me encuentro alguno extraviado entre las páginas de un libro y en ocasiones llega a tener un valor casi mágico: a su conjuro (y con sus pistas), soy capaz de recordar el trayecto, el destino, el punto de partida y, más que nada, alguna circunstancia de mi vida de entonces que quedó indeleblemente ligada a la lectura en cuestión. Es como si ese billete hiciera posible de nuevo el viaje. Eso y que aún no me he repuesto del asombro del día que descubrí el secreto de la estación fantasma. Estamos vivos, ya digo, de milagro.
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