El poema se compone de oraciones, imágenes que elevan la mirada hasta el fondo del duelo de la vida, es una devoción que da sentido al instinto más puro de la especie.
La palabra nos salva de la nada porque hace que la nada no destruya el hilo que da vida a nuestros sueños más allá de la muerte y sus esbirros. Es nuestra fe: engendra trascendencia.
Por el poema es posible volar a ras de tierra para ver cómo crecen las semillas de la bondad, la verdad y la belleza.
El poema es el latido de la vida. Su verdad es terrible: también muere.
La materia del poema es el poema.
El poema es materia maleable: importa en su decir cómo lo dice (no hay querella de fondo con la forma).
La línea de tensión es siempre imaginaria. Hay que tensarla en todos los sentidos.
El poema es siempre impersonal: desaloja las máscaras para mostrar que todo rostro oculta una carencia y un sueño inalcanzable.
Hay que regar la tierra del poema, inventar el paisaje, darle cuerpo.
También es la memoria arquitectura. Y ruina romántica: viejas losas comidas por la hierba y el sol poniente tras los arcos desnudos, entre columnas que ya tan sólo enmarcan la lenta somnolencia del pasado, los ojos adheridos a la hiedra y el vómito de la melancolía.
Por eso es el poema, en su mudanza, una suerte de sagrado sortilegio, un eco de palabras sanadoras que hay que decir despacio y por su orden.
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