El bosque de conexiones y correspondencias que es el mundo tiene sus propias leyes, y la consciencia, mientra dure, lo único que puede hacer es tratar de apreciarlas en lo que valen y, si viene al caso, dar cuenta y hacer el cuento de ellas. Esta mañana regresaba, después de más de dos años y medio, al lugar donde una vez le robé algunas fotos al escritor Rafael Sánchez Ferlosio, llevado de la pura e increíble fascinación de tenerlo durante un buen rato sentado delante de mí, con su bastón, sus periódicos y su lupa, en la sala de espera de la consulta del traumatólogo. La escena devino (sin grado alcohólico alguno) ya por completo mágica cuando al poco fue a aposentarse a su lado otra presunta paciente, pero no cualquiera, sino una especie de reencarnación de una madura princesa egipcia, suponiendo que no fuera la propia Nefertiti en la carne mortal de su edad ulterior. La existencia de imágenes del momento no me dejan fantasear demasiado sobre él. Tampoco olvidarlo.
En el regreso de hoy, de forma inevitable (supongo) he recordado esa escena, antes de saludar a Fernando, el fisioterapeuta, y ponerme en sus manos para ver de remediar algunas goteras óseas. Al terminar la sesión, una hora más tarde, y tras recuperar el teléfono móvil que había dejado cargando en casa, lo primero que vi fue un mensaje enviado desde Wilmington, Delaware, USA, en el que mi sobrino Nando me enviaba un enlace de
El País con la noticia de la muerte del escritor. Triste, inesperada noticia, aunque no inesperable. Como la Posada está a muy pocos metros de la casa del autor de
Alfanhuí y a menos aún de «El Universo», el bar restaurante que frecuentaba, para allá que me fui a ver qué pasaba. No había nadie delante del portal de su casa, aunque sí un equipo de grabación de la Agencia EFE, peleándose con una pintoresca vecina, bien anillada y tatuada, que les estaba diciendo que «si me seguís grabando, me voy a liar a hostias»... Terminé hablando con la joven periodista del micrófono que, al contarle algunas anécdotas, me pidió grabarme, y así lo hicimos. Brevemente contesté a sus preguntas y mostré lo mejor que pude mi entusiasmo. Entré después en el bar, muy concurrido por la clientela habitual, y me tomé un ribera del Duero, con un claro brindis, al tiempo que sondeé a la camarera, que me dijo que la semana anterior don Rafael había ido a comer todos los días al lugar y que el sábado, como siempre, había tenido su tertulia. Al parecer a eso de las tres de la mañana comenzó a sentir mareos y a vomitar y fue llevado a las urgencias de la clínica de La Moncloa donde falleció a las nueve de la mañana, según informó su editorial. Yo me puse a recordar....