Sometido el libro a la reducción bosquimana del cap&cua el resultado arroja un «A veces es siempre el camino», que sin duda contiene posibilidades, aunque queda muy lejos de poder insinuar siquiera todo lo que hay dentro de este volumen de apariencia ligera, de fácil lectura, de insólita cercanía en los tiempos que corren, de continuidad con otras ocho entregas precedentes y que, en su conjunto, componen una muy viva crónica íntima del pasajero de Brooklyn, paseante del Prospect Park y de Long Island, entre otros muchos lugares con leyenda; un hombre corriente nada común, que viaja en metro con el catalejo siempre a punto, va a la ópera con inquebrantable fidelidad, vive dentro de una sinfonía verbal, vuelve a menudo a sus predios de Infancia, allá por los extensos aledaños de Zocodover, trata con delicadeza a sus vecinos, acoge con proverbial hospitalidad a sus visitantes, cultivaba (hasta hace poco) en sus alumnos un entusiasmo que él sabe algo escéptico, mima sus libros, sus cuadros, sus objetos significativos (él los hace significativos) porque comprende que en su mirarlos bien estriba buena parte del gusto de vivir; y mientras vive y cuenta y dibuja interioridades minuciosas y cuerpos ciertos, aún encuentra tiempo para avivar sus hogueras de humo generoso —palabra apache capaz de viajar entre continentes—, para traducir a sus poetas con pericia notable y sintonía, hablar bien de sus amigos y disimular —a veces sin lograrlo— el horror ante las burricies o confusiones de sus enemigos. Y habita a fin de cuentas un espacio sagrado y corpóreo esculpido en su mente con palabras sacadas como agua de pozo de su propia vida y, sobre todo, del manantial nada cursi ni quimérico del amor, del rayo de luz interminable nacido de una fecha (un 7 de julio) y de la extraordinaria vitalidad que otorga el don de amar y ser amado, como, acaso ingenuamente, pero con total certeza, le escribe un anónimo corresponsal (pp. 109-110) agradecido por tanta tinta lúcida, tanta mirada sensible, tanto desvelo en poner sobre los raíles de los días un gramo de belleza que tal vez al final de la jornada nos salve. Y el que no, no sabe nada. También por eso sabemos que no va a ser el último. Hay hilos de luz —estrictas leyes físicas mediante— que no se acaban nunca.
(LUN, 520, «Otras voces», 1)
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