«Fentos queimados», última anotación del Cuaderno XXXVII. ajr/22
Estaban junto a él desde hacía mucho. Y aunque procuraba no prestarles más atención que la propia, por así decir, de cualquier Antón Perulero, sabía que su insistencia no era caprichosa ni su constancia mera costumbre. ¿En qué idioma aún por descubrir le hablaban aquellas improvisaciones? La pregunta, aunque acallada, no podía obviarse por más tiempo. De modo que echó mano de una de las fantásticas armas bruñidas en los fuegos de Babel y fue buscando sintonías, semblanzas, pronunciaciones, giros… hasta dar con un aire de familia que, lejos de ofrecerle una idea tranquilizadora, no hizo sino aumentar sus sospechas de que todo podía obedecer a una maldición deslizada en la línea final de uno de sus más viejos textos y frente a la que, en puridad y a tiro limpio, no cabía otra defensa que la minuciosa declinación de su sentido en las doce posturas capaces de neutralizar —o encauzar— las vibraciones de cada una de las cuerdas que en su conjunto creaban el nudo de la realidad y su imposible desenlace. Eran estas (se ruega la mayor discreción y un rotundo y redondo silencio porque… “peligra la vida del artista”):
燃えたシダየተቃጠሉ ፈርንሶችজ্বলি যোৱা ফাৰ্ণայրված պտերներမီးရှို့ထားသော ပဲပင်များ၊燒焦的蕨類植物פארברענטע פערןсожженные папоротникиκαμένες φτέρεςዝነደዱ ፈርን ዝበሃሉ ፍረታትспаљене папратиянган ферналар
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