Ya sean alcahuetas, remendadoras burgalesas de virgos, moiras o meras hilanderas, no me vaya a decir vuacé que en estas figuraciones no se le representa a vuacé mismo, sin ir más lejos, no ya alguien conocido, que también, sino sobre todo el ejemplo concreto de esas maneras de ser que tantas veces ha visto aquí y allá, y cuyo objeto más perentorio, a falta de otros que se nos escapen, consiste en seguir tejiendo la trama inextricable de los días garduños, el efecto imparable de la degradación, la sutileza más honda de las edades que nos van consumiendo y nos ven consumidos y, sobre todo, el fuel (sic) retrato de las almas que nos han hilado en su rueca y su copo y su tresbolillo, sin olvidar la escoba —no hay que olvidar las escóbulas— que, concluido el sueño, y antes de que se transforme en pesadilla, servirá para emprender el vuelo hacia otros ámbitos de contemplación, quién sabe, tal vez la duermevela de un bufón de la Corte que no atina a quitarse los zapatos. Con todo y con eso, no se vayan de acá sin antes ponerles un nombre a cada una que las individualice. Los míos son: Chichona, Leporina y Billisqueira. Ah, y al manojo de infantes que cuelgan por detrás, mejor no mirarlo mucho, no vaya a ser que se ponga en marcha una imparable rueda de reconocimientos.
(LUN, 779 ~ Al pie de Goya)
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