viernes, 29 de enero de 2010

Tabletas, libros, bragas

Se especula aquí y allá, en el Empíreo (entre diosas y nubes) e incluso a bordo de la nave erasmista, sobre si el libro electrónico, también llamado e-book, puede poner en peligro la pervivencia del libro impreso (ese invento todavía perfecto). Pienso que tal temor, que algunos exhiben con un algo bobalicón deseo intenso y hasta con ansia, no pasa de ser, al menos de momento, una fantasmagoría. Aunque es verdad que las grandes editoriales están tomando posiciones y, además de mirarse de soslayo unas a otras, se reúnen en consorcios y plataformas para controlar e impulsar el fenómeno.

Vaya por delante, para evitar equívocos, que soy un firme partidario del invento y que espero no tardar en tener mi lector de libros electrónico. De hecho, se lo había pedido a los Reyes, pero en su lugar me dejaron las voluminosas Memorias de Casanova, no sé si con alguna doble intención.

Las indudables ventajas del invento para manejar ciertos volúmenes de información, o para disponer en cualquier lado de una biblioteca móvil y ligera, no me parecen nada desdeñables. La posibilidad de introducir hipervínculos y enlaces, como los que pueblan esta página, es útil y hasta es posible que tenga implicaciones creativas. Y desde el punto de vista profesional, el libro electrónico puede resultar un complemento perfecto del bienaventurado trabajo on-line. Pero no me veo disfrutando, lo que se dice disfrutando, del placer de leer con estos nuevos artilugios en detrimento del libro de papel.

Lo más probable es que ambas tecnologías (como ha pasado con tantas otras) convivan en el futuro, si es que finalmente el e-book consigue dar el salto que algunos analistas vienen pronosticando para ya mismo. Yo de momento no he visto todavía en el metro, que es un buen observatorio de la expansión de ciertos hábitos, a nadie con uno de estos artilugios. Salvo una sola excepción: el otro día, cuando regresaba de Fitur, en la estación de Esperanza me crucé con un joven que con una mano arrastraba una maleta mientras que con la otra mantenía ante sus ojos una negra tableta electrónica. He de decir que en el vagón, en mis proximidades, había también varias personas leyendo libros de toda la vida. Recuerdo que una chica, en el asiento de enfrente, leía el Alfanhuí de Ferlosio, y un joven de fina perillita, de pie junto a la puerta, parecía embebido en El guardián entre el centeno. Sobre las preferencias del lector electrónico no logré sacar nada en claro.

Sinceramente, no creo que peligre la supervivencia del libro impreso. Pero si algún resto de inquietud podía quedarme, ahora ya estoy completamente tranquilo y relajado. Con acciones de márquetin tan imaginativas como la que muestra la foto superior, esas pomposas tablillas enchufables, incluido el tan cacareado i-Pad aún reluciente, tienen en verdad poco que hacer. Tenemos libros impresos para rato. Al menos hasta quedarnos en (o sin) bragas.


Extensiones: algunos detalles y una fantasía

La curiosa foto, que ya he podido ver en varios sitios de la red, al parecer fue captada en el venerable y para mí entrañable mercado de El Fontán, en Vetusta (por abolengo literario que no quede). Yo la he tomado del blog de José María Cumbreño, que fue no sé si el primero pero sí uno de los más madrugadores en hacerla circular.

Hace ya unos meses que el ameno y bien informado Manuel Rodríguez Rivero dejó constancia escrita del hallazgo desde su babélico sillón de orejas (por cierto, en otro apartado de esa misma entrega del «blog impreso» de MRR hay un provechoso y divertido relato sobre las peripecia aeroportuaria de uno de esos lectores electrónicos).

En diferentes comentarios de la foto se han puesto de relieve los contenidos de los libros que forman parte de la curiosa oferta. Y no deja de subrayarse (a veces con cierto énfasis trágico) que lo que se ofrece son libros de poesía: en concreto, ejemplares de la colección Arbolé, encabezados por Elegía en Astaroth, el quinto poemario del poeta gaditano Ángel García López (Rota, 1937), que le valió a su autor el Premio Nacional de Literatura en 1973.

Lo cierto es que la pieza, con toda la prosa porosa que va generando a su alrededor, parece llamada a convertirse en un auténtico clásico de la crítica “literaria” bloguera. Quizás algún día, quién sabe, la podamos contemplar a través de un e-reader. Y pasado el tiempo, pongamos que allá por 2154, puede que en algún remoto confín de la Galaxia a un mercader azul de orejas puntiagudas y ojos naturalmente rasgados y tal vez fosforescentes se le ocurra ofrecer, en su ingrávido tenderete y como regalo por la compra de cierto tipo de interioridades virtuales (no necesariamente bragas), un montón de descatalogados e-books con las obras completas de ­y es solo un ejemplo los más conspicuos representantes de esa generación que toma su nombre de una densa mixtura de cacao, avellanas y azúcar…

En el futuro, como ahora, leer un libro será una forma de vivir.

miércoles, 27 de enero de 2010

Los ojos son el secreto


Aunque se fue de vacío en el palmarés del último Festival de San Sebastián, El secreto de sus ojos, la última película de JJ Campanella, sigue llenando a diario muchos cines en Buenos Aires y también ha tenido una buena acogida entre el público español, así como el unánime aplauso de la crítica. Yo también la recomiendo vivamente.
Cine en estado puro, como suele decirse, en este caso sostenido por un recital interpretativo de los dos actores que encabezan el cartel: el cada vez más completo y maduro Ricardo Darín, rayando a su mayor altura, y la ya inolvidable Soledad Villamil (vagamente recuerdo su presencia en No sos vos, soy yo o El mismo amor, la misma lluvia), que con este papel confirma lo que algunos venían sospechando: su puesto principal en la saga de las grandes actrices del cine argentino.
En los magníficos diálogos que ambos mantienen, y en los que hablan de todo menos de lo que verdaderamente importa a ambos (aunque, en el fondo, no hablen de otra cosa), reside buena parte de la veracidad con que nos llega esta película llena de matices.
La historia, basada en una novela de Eduardo Sacheri, aúna la tensión de un thriller (la búsqueda y captura del culpable de un asesinato con violación) con la denuncia de una situación política basada en la corrupción (la Argentina presidida por María Estela M. de Perón y el siniestro López Rega) y, sobre todo, el desarrollo de varias relaciones amorosas (en primer plano, la que calladamente ha unido la vida de los dos protagonistas) cuyo minucioso relato acaba convirtiendo el filme en una exaltación del amor como el único camino vital que merece la pena… incluso aunque conduzca (como se acaba poniendo de relieve) a la perpetuación del dolor.
Buenos papeles secundarios, entre los que hay que destacar la muy especial colaboración de Guillermo Francella: su tierno e irónico personaje ofrece un contrapunto que enriquece la trama y descarga tensiones. Acabamos esperando su aparición en pantalla con la seguridad de que nos traerá la risa del ingenio y la verdad condensada de una vida apurada hasta el último trago.
Y escenas trepidantes, entre las que descuella la que tiene como soberbio escenario la marmita a presión de un estadio de fútbol.
Hay un momento de la película en el que todos las líneas argumentales confluyen en una mirada y que viene a ser algo así como la razón visual del título: son los ojos de Irene (Soledad Villamil) cuando descubre el secreto de su vida que inútilmente se ha estado ocultando a sí misma. Una mirada que lo dice todo.
Y que nos lleva a perseguirla por la red. Así llegamos a descubrir que Soledad Villamil, como recientemente han tenido ocasión de comprobar en Barcelona (concretamente en L’Hospitalet de Llobegrat), es además una excelente cantante. He aquí una prueba.

Y este es el tráiler de la película. No se la pierdan.

lunes, 25 de enero de 2010

From Lost to the River


Aunque no es mi caso, parece que la existencia de un elevado porcentaje de televidentes del planeta antes llamado Tierra es un puro sinvivir: faltan escasos meses para que Perdidos (Lost), la teleserie «que ha marcado un antes y un después en el género», según enfatizan los adeptos, ponga fin a todas las incógnitas y descubra sus cartas revelando la verdadera naturaleza de un juego que mantiene al borde del colapso un número tan elevado de neuronas humanas que con sus potencial conjunto, si fuera aprovechado en una misma dirección, acaso podrían resolverse los peliagudos problemas de energía que nuestra civilización superpoblada e hiperconsumista tiene planteados.
Lo cierto es que la red, tanto la cibernáutica como la meramente impresa, hierve en conjeturas, previsiones, apuestas y acalorados debates acerca de un final que, a juzgar por la pasión y los desvelos que genera, en muy poco podría distinguirse del que suscitaría el propio fin del mundo. Como es bien sabido, la acción de Perdidos se desarrolla en una supuesta isla en apariencia desierta donde los hipotéticos supervivientes de un azaroso accidente aéreo parecen enfrentarse a una imprevisible realidad tan hostil como a cada paso nueva y cambiante. Y además, están los otros.
¿Y qué dicen los pronósticos? Unos, como mi querido amigo siciliano, apuestan por alguna ingeniosa variante de la solución “purgatorio”. Otros no descartan la hipótesis del sueño dentro del sueño. Los menos idealistas vuelan a ras de suelo: un plató de televisión con concursantes compitiendo como supervivientes. Ciertos amantes de la cábala y las cintas palindrómicas se afanan en verlo todo al revés y sostienen que la clave es un malentendido o un mero juego verbal (entre estos últimos, tiene especial peso la facción “pardillos”). Los más científicos hablan de universos literalmente paralelos y de viajes en todas la direcciones posibles del tiempo y el espacio.
Y no faltan, en fin, quienes sostienen que «aquí hay gato (cuántico) encerrado» y la solución se reducirá a una estricta y múltiple aplicación empírica, vía John Locke (el personaje que parece erigirse como el gran protagonista), del principio de incertidumbre de Heisenberg, de modo que habría tantas soluciones al enigma de la serie como ojos que la contemplen y mentes que la asuman (incluso se especula si los terribles hermanos Cohen no se habrían apuntado a esta línea con su última película, A serious man).
El ya popular cartel con que la serie surgida en sus inicios del cráneo privilegiado de JJ Abrams publicita su sexta y última temporada (la imagen que encabeza estas líneas), que comenzará a emitirse en EE UU el próximo 2 de febrero, ha supuesto un impacto visual de primer orden. Se rumorea que, a modo de gran trampa, en uno o varios de los minuciosos detalles que pueden distinguirse en esta indisimulada parodia de la Última Cena están, bien a la vista, los elementos que permiten armar sin ningún género de duda el rompecabezas, y que la sorpresa será morrocotuda por obvia. Una legión de hermeneutas se afana en dirimir si las calaveras, los ramajes, el texto que podrían componer los cuerpos de los comensales o las inquietantes figuras que forman los reflejos de las nubes del fondo son pistas, y en qué orden, de la clave final. Es bien sabido que, cuando se juntan, los friquis acaba siendo freekeys.
A mí, con todos los respetos, me parece que este cartel tiene una clara connotación mimética lindante con el plagio, o al menos con el aprovechamiento pro domo sua del fenómeno del Código Davinci, el espejo de éxito multitudinario en el que se podrían estar contemplando los productores de Lost para sumar otra miríada magdaleniense de adeptos a las ya nutridas tribus de losties (nombre genérico con el que se conoce a los fans de la serie).
Ya veremos (o leeremos) que dan de sí la cosa y el fenómeno.
Personalmente debo confesar que, tras seguir con interés algunos episodios de las dos primeras temporadas, empecé a sentir cómo mi ánimo decaía y comenzaban a fallarme las fuerzas. El golpe de gracia a mi fe casi perdida lo propició un comentario de mi admirado gurú Juan Cueto, quien declaró haberse apeado de su fervor de dinosaurio televidente al darse cuenta de que lo realmente perdido en la enrevesada trama era el tiempo. Además, el histórico precedente de Twin Peaks, que tantas secuelas dejó en las sinapsis de nuestros circuitos superiores, también cuenta.
Así que me he dedicado a invertir una pequeña parte de las horas ganadas desde entonces en rescatar escenas memorables del celuloide, como esta de Río Bravo que he pescado en Youtube y que aquí dejo no sólo para dar sentido al eslogan que encabeza estas líneas sino también para deslizar, con una intención que no revelaré, el espeso barrunto de mi propias conjeturas sobre el sentido que finalmente acabará tomando el enigma. De perdidos al río.


miércoles, 20 de enero de 2010

Un desnudo disfraz


Que esta historia va en serio 
uno lo empieza a descubrir muy tarde:
el comienzo es tan sórdido, que invita
a plegar la butaca y esfumarse.
Paisajes decadentes
y burdeles de cromo,
un mozo libertino persiguiendo
carne prieta, trabajos de amor propio.
La trama es tan endeble
y tan ligero su hilo,
que uno teme que tome la deriva
de un bochornoso cuento filipino.
Mas la voz del poeta
consigue despertarnos
–solo por ella logran tener cuerpo
las sombras del retrato.
Unos cuantos amigos
y una legión de amantes
(en la belleza andrógina de Bimba
puede que esté escondida alguna clave).
Lo demás es un juego
rara vez divertido:
descubrir quién es quién en la maraña
de la generación del medio siglo*.
Las imágenes muestran
un desnudo disfraz en cada toma
–es probable que así fueran los hechos
pero, sin nueva vida, a quién le importa.
Los diálogos crujen
como cintas de plástico,
de vez en cuando un poco de alegría
y una escena con sol mediterráneo.
Hay momentos precisos
y gestos que emocionan,
aunque por lo común sólo del verbo
del poeta respiran las personas.
Y al final, el remedo
de la muerte en Venecia,
un apergaminado contoneo
frente a las ruinas de la inteligencia.
Al salir a la calle,
la nieve cae lenta y piadosa.
Jaime Gil está vivo (en sus poemas).
Descanse en paz el cónsul de Sodoma.

*O dicho de otro modo:
sólo un roman à clef, para entendidos.

jueves, 14 de enero de 2010

Haití: hay que arrimar el hombro

La catástrofe de proporciones bíblicas que ha convertido a Haití en un inmenso cementerio y un territorio devorado por el dolor vuelve, una vez más (pero cada vez es única y distinta), a enfrentarnos a la enorme fragilidad humana, a la evidencia de lo indefensos que estamos, pese a nuestra sofisticada tecnología, ante los fenómenos naturales, sean éstos fruto del mero acontecer geológico o (y también) de la alteraciones que nuestra actividad ha ido introduciendo aceleradamente en el medio.

Las espantosas cifras de muertos y afectados (que aún tardarán en concretarse) se mezclan con las insoportables imágenes del sufrimiento humano. El derrumbe de los edificios más representativos y sólidos de la capital, Puerto Príncipe (el palacio presidencial, la catedral, la universidad, las instalaciones de Naciones Unidas), no permite albergar esperanza alguna sobre la suerte que hayan podido correr los míseros poblados en que mayoritariamente sobrevivía la población de la isla caribeña.

El que estas catástrofes naturales se ceben de forma tan señalada con los espacios del planeta más pobres y carentes de todo tipo de recursos (aunque ningún rincón está a salvo, como bien sabemos) multiplica sus efectos devastadores y pone en marcha una espiral de degradación que puede resultar incontrolable. De ahí la importancia de responder de forma masiva, temprana y generosa a los reclamos de las organizaciones que están recabando ayuda para Haití.

No es hora de quedarnos con el corazón encogido y la mirada perdida, alucinados ante lo que vuelven a ver nuestros ojos, inmóviles y probablemente ya por completo escépticos, convencidos de que, en verdad, no podemos hacer nada. Es hora de actuar, de ayudar, de dedicar en la forma que cada uno crea conveniente una parte de nuestro tiempo y nuestra energía y por supuesto de nuestro dinero a la solidaridad con el pueblo haitiano en estos trágicos momentos. Hay que arrimar el hombro.

lunes, 11 de enero de 2010

Rohmer


Aunque su cine sea carne de filmoteca (o precisamente por ello) y sus historias apenas resulten memorables (¿quién recuerda en detalle, salvo alguna excepción, sus argumentos?), las películas de Eric Rohmer, organizadas muchas de ellas en ciclos (cuentos morales, comedias y proverbios, cuentos estacionales), constituyen un ejemplo de que el arte cinematográfico es (o era: los tiempos han cambiado mucho) una suerte de género literario en el que la cámara escribe al dictado de los mismos impulsos que mueven al poeta o al novelista, al imprescindible fabulador.

En el cine de Rohmer las imágenes se nos muestran como hallazgos de una mirada capaz de hacernos ver lo que tantas veces tenemos delante de los ojos sin que lo advirtamos. Y los diálogos (los maravillosos e interminables diálogos de Rohmer, tan sesudos a veces, a veces de tan banal apariencia) nos revelan la quintaesencia de la comunicación posible a través de las palabras que compartimos con los otros.

Alguien dijo, con expresión afortunada ya convertida en tópico, que contemplar una película de Rohmer era como ver crecer una planta. Y es verdad. En las obras de este hermano mayor de la «nouvelle vague» que acaba de fallecer, brilla con luz propia el lento despliegue de una sensibilidad que no pretende otra cosa que mostrar el hecho mismo del acontecer de los afectos, las emociones, la pasión, los equívocos del deseo, también el tedio y los fantasmas que forman parte de nuestra vida.

Pudimos ver las obras que le convirtieron prontamente en un nombre imprescindible de la «nueva ola» (Ma nuit chez Maud, La genou de Claire, L’Amour l’aprés midi) en proyecciones tardías de colegio mayor o en accidentadas sesiones de «cine-fórum», antes de que, ya iniciados los ochenta, acudiéramos puntualmente a los casi íntimos pero fervorosos estrenos de sus comedias y proverbios, que nos enfrentaban a historias de apariencia sencilla concebidas para ilustrar circunstancias e intuiciones vitales resumidas en frases de carácter proverbial: «No se puede pensar en nada» o La mujer del aviador, «¿Quién no construye castillos en el aire?» o La buena boda; «Quien habla demasiado acaba equivocándose» o Paulina en la playa; «Quien tiene dos mujeres pierde el alma. Quien tiene dos casas pierde la razón», en Las noches de luna llena; o, en fin, ese milagro del azar que es El rayo verde (incluyo más abajo una secuencia). Sin olvidar los cuentos contados al ritmo de las estaciones.

La muerte de Rohmer, al tiempo que levanta con su aldabonazo de ciclo cumplido una marejada de melancolía alimentada a los pechos de su propio arte, nos propone también unos deberes que no será fácil cumplir, entre tantos avatares y seducciones como nos reclaman por todos lados: revisar su cine, completar la memoria, volver a recorrer de nuevo los lugares donde la vida se nos mostró una vez como un relato íntimo, bello, inteligente. Y donde, de algún modo que ahora nos parece remoto, fuimos felices, quizás porque, ingenuos y atrevidos, creíamos que aquella forma de estar en el mundo y de mostrarlo era un puerto seguro de nuestra propia existencia.



Arriba, cartel de Cuento de invierno, tomado de Tinypic.

sábado, 9 de enero de 2010

Claridad


Edipo dice que sus pies desnudos

sangran en sueños. Los adolescentes.

Vivir no es fácil. Cada laberinto

conduce al centro de otra marejada.

La sucesión. La noche. Los mendigos

que el día descubre en las aceras sucias.

El descorrer de una cortina. El noble

acontecer tan simple de la nieve.

Y siente Edipo que se desmorona

como la arcilla de la esfinge. Y calla.


Exedra del Parque de El Capricho, Madrid.

Foto © Ginette-Gigi2000, tomada de Flickr. Publicada con permiso de la autora.