José Luis Benito Rementería: Ristra de ajos, 1989. |
Al principio del confinamiento todo iba más o menos bien y parecía que, por encima de algunos mantillos y estiércoles habituales, brotaban las flores rojas, verdes, naranjas y moradas, con leves y extraordinarios tonos azules, de la comprensión y la solidaridad, cuyos intensos aromas inundaban, a la caída de la tarde, las calles y plazas del mundo enclaustrado. Sin embargo, al amanecer del cuarto día comenzó a percibirse, aquí y allá, cierto espeso y hasta pegajoso olor de vaga filiación liliácea que, además de arrasar algunos rincones y extender sobre amplias áreas del terreno una densa capa de podredumbre, puso de relieve el advenimiento de una nueva sustancia. Mensajes confusos llegados de los límites parecían insinuar que, frente a las puertas de la clausura, a modo de bestezuelas irreales fuertemente anilladas, se había concentrado una gran tropa compuesta por «los que nunca faltan —eso decía la nota— a ninguna cita en todas las ocasiones en que la perplejidad es el nexo que une al común de los seres». Alertado en sueños por esos presagios, nada más amanecer Nemo se asomó a la ventana y, en efecto, pudo comprobar que allí estaban, inconfundibles, autosatisfechos, repolludos, los rostros y los gestos de los que siempre están en el ajo.
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