Foto: Andrea Poscoliero: «Il medico della peste... Con il suo becco ricurvo pieno di erbe balsamiche, portava la sua visita ai malati di peste nella Venezia del 1630».
—Pues ya no queda nadie —dice ella. —¿Y ahora qué hacemos? —dice él. De inmediato comprendió lo absurdo de su pregunta. «Médico —se dijo mientras la mueca del estertor final desfiguraba su cara—, cúrate a ti mismo». Sobre la plaza subía l’acqua alta, sin testigos.
Cuando regresó al Exil’s Corners, su bar de siempre, le vino a la cabeza lo que le había dicho el viejo la última vez que bebieron juntos: «Irremediablemente se muere en un espejo». Ya no era capaz de recordar su rostro pero su voz se multiplicaba en su mente como un eco interminable. Pidió un oporto y brindó por los fantasmas dóciles y el imposible olvido. Luego, una vez abajo y ya dentro, bajó con sumo cuidado la tapa del ataúd.
Francisco Pradilla: La rendición de Granada, 1882. Palacio del Senado, Madrid.
(Lecturas en voz alta). Es frecuente que cada uno arrime el ascua a su sardina (y más en tiempos de Carnaval) y los mismos argumentos van y vienen y se utilizan a conveniencia. Es lo que está pasando estos días en la prensa con los comentarios sobre el último libro de Henry Kamen, no en vano titulado La invención de España.Este artículo de El país me parece interesante porque enumera y desbarata con claridad algunos tópicos que suelen ser fuente de numerosas confusiones y demagogias varias. Lo comparto.
Carl Spitzweg: Ash Wednesday, 1860. Galería Estatal de Stuttgart (Alemania).
Y ahora debes pensar una palabra que dure hasta el fin de la noche. Es preciso burlar esa codicia del tiempo que se enrosca (dentro de sí mismo) y llega con su diente de víbora, escondido entre los pliegues de su cuerpo sinuoso, hasta el centro de tu corazón. Ese veneno está dentro de tu cabeza (también en la ceniza que hoy la cubre). Sin él no puedes vivir. Con él te mueres.
El escritor Juan Eduardo Zúñiga (1919-2020). Foto de Jordi Belver.
(Lecturas en voz alta). Como ocurriera hace unos días con el actor Kirk Douglas, tal vez hubiera que buscar una expresión más adecuada que la de “muerte” para definir el tránsito de personas centenarias —un hecho cada vez más frecuente— cuando dejan tras de sí una vida vivida en plenitud hasta casi sus últimos momentos. Es lo que ocurrió ayer con el escritor Juan Eduardo Zúñiga, fallecido a los 101 años, tras una vida de una longevidad fecunda y lúcida que le ha llevado a estar presente en la vida cultural hasta edad muy avanzada e incluso a vivir algunos de los momentos de mayor plenitud y reconocimiento en tiempos aún cercanos. Autor de una obra especialmente relevante en la descripción de la vida cotidiana y los trágicos interiores en el Madrid de la Guerra Civil, a través de relatos escritos con la conciencia despierta del testigo directo, y corredor de fondo en una muy personal escritura de largo aliento, desarrollada con original imaginación, su obra tal vez esté aún a falta de una valoración justa que la sitúe con precisión en el lugar que le corresponde.
Desde aquí quiero hacer llegar mi sentimiento a Felicidad Orquín, su esposa, con la que tuve el honor de trabajar en diversas actividades editoriales, y sobre todo en los fértiles años del SOL, en la Fundación FGSR, y a su hija Adriana. Descanse en paz.
Francisco de Goya: Las viejas o El tiempo, 1810-1812. Palais des Beaux-Arts, Lille.
Lo más adecuado es que la última máscara de la temporada lleve el nombre de aquella figura o personaje o acaso sólo resonancia que a ella le provocaba una mezcla de risa y enojo, puede que incluso el inicio de un verdadero enfado, casi siempre resuelto en aspavientos: —¿E cómo podes ser tan mala persoa pra chamar a túa mai cuise nome de felo? ¡Dios me valia! ¡Tolo, mais que tolo! Y había entonces en sus ojos, tan expresivos y teatrales, la misma luz generosa que aún veo en el espejo. Se acabó el Carnaval.
Julio Visconti: Callejón del Gat, Arcos de la Frontera.
Ya de madrugada, en Eburia, enfilaba el callejón de San Francisco hacia la calle del Sol, cuando me sorprendieron, venidas desde un balcón abierto, grandes voces: «Escucha, Primo, escucha: no me llames más, que a ti te usa el demonio para hacerme daño a mí. Y dile a tu mujer que no se junte más con la mía, que me la malea y la saca de sus sitios. Y tú no me llames más, ni me digas nada. Y lo que tienes que hacer es no hacer caso a tu mujer y hacer más caso a Dios. No me llames, Primo, pa’ ponerme mal ni pa’ buscarme la ruina. Que mi mujer se pone todos los días de rodillas conmigo. Y yo hago lo que dice el Señor y al Señor se lo debo. Y a ti te usa el demonio. A ver. ¿Tú te pones de rodillas todos lo días con la tuya? Ah, bueno. Pues no me llames más, que ya sé lo que hay...». Cuando llegaron los de la murga, las voces aún seguían.
(Visiones en voz alta). Absolutamente excepcional (¡toma ya!) y por completo imprescindible (¡ele!)), so pena de eterna condenación, para amantes del género vampírico y del gótico en general, es esta exposición del Caixaforum. Además de libros, carteles, grabados, vestidos, pinturas, mapas, máscaras, maquetas y objetos de todo tipo tocados por el influjo de la sed de sangre, la exposición incluye una muy amplia y bien seleccionada muestra de escenas de las innumerables películas dedicadas al tema, con ausencia si acaso de algunas que lo abordaron en clave cómica. Pero hay mucho que ver, tanto que son necesarias al menos dos o tres largas horas para asimilar buena parte de lo mostrado. De hecho, dejé varias salas para una siguiente visita. El colofón del recorrido brinda además la posibilidad de someternos a la prueba irrefutable que demuestra que de vampiros o vampiresas —y a veces de ambas cosas a la vez— todos tenemos un poco. Una verdadera, terrorífica, espeluznante y... graciosa revelación. No se la pierdan.
(Lecturas en voz alta). Un buen reportaje de Peio H. Riaño sobre la cerámica de Talavera. Tiene el mérito de destacar las iniciativas particulares y entusiastas que fueron capaces de promover y conseguir el reconocimiento de esta artesanía, junto con la de El Puente del Arzobispo y sus aclimataciones mexicanas de Puebla y Tlaxcala, como patrimonio (inmaterial) de la humanidad. Aunque, desde el punto de vista histórico y artístico, sabe a poco. Talavera necesita volver a creer en sus propias virtudes para salir del atolladero en que cierto infortunio geográfico-político, unido a una atroz desmotivación de fondo, la han sepultado.
El mundo está lleno de poemas. Pero, al igual que no todos los objetos son iguales, también los poemas difieren entre sí. Hay que hallar pasadizos entre ellos.
Escribir es viajar. Un poema es un itinerario. La poesía incluye también la ciencia cartográfica.
Todo poema es un poema experimental: brilla, borbotea, arde, se evapora.
Todo poema verdadero tiene la verdad dentro. Pero no conviene confundir la luz con lo que brilla.
Todo poema es un poema social. No existe al margen.
El poema ilumina lo que hay y al mismo tiempo engendra su propia sombra.
No se debe caer en la trampa de los juegos de palabras. Pero todo está vivo en el poema: incluidos los cruces de caminos.
La poesía siempre es cosa de dos.
La fe es lo que cuenta. Aunque al Dios, en verdad, le dé lo mismo.
El espacio y el tiempo —ya Kant lo supo— son sólo categorías de la sensibilidad. Puede que nuestro cerebro también esté configurado de ese modo. Un poema es el espacio donde se expresa el tiempo.
Vemos lo que hay. Hay lo que vemos. Ay. El pensamiento también tiene ojos.
El poema —incluso si se entiende— es siempre irracional.
No se contenta el poema con nada que no sea la vida entera.
El poema es real.
El poema —conviene volver a subrayarlo— es el ojo de la mente. El mundo es un estado mental. Y la vida es noble. Y es buena. Y es sagrada.
En el poema cabe cualquier cosa. Pero no hay nada que por sí solo sea poético.
Calle de Álvarez Gato, en el centro de Madrid. Foto de @anam_marcos
El papel que me encontré por aquellos andurriales decía así: «... acabada la noche, y con una firme e inveterada devoción de fondo por el don del esperpento, espejo eterno de todas las deformaciones y taras hispánicas, nos fuimos al Callejón del Gato en busca de lo que ya ni queda de don Ramón y ni su nombre ampara a estas alturas de las murmuraciones. Y con todo y con eso, sin lamentarnos no más de lo necesario, tampoco menos, pero con plena aquiescencia a cuanto la certeza de iterar nos depare, el martes enterraremos la sordina y todo volverá a ser ruido y furia».
Àngel Loochkartt: Escena del carnaval de Barranquilla, Colombia.
Cuando abandonaba la fiesta le vi. Iba, no briago, pero sí luminoso, con andar un sí es no es zigzagueante, saludando a diestro y siniestro con un punto de vieja elegancia a todos cuantos, disfrazados o no, se cruzaban en su camino y repitiendo su cantinela con mucha convicción: «El cuerpo vale, la sangre vale, la carne vale. En el centro de la noche brilla, pese a todo, la alegría». Y a cada poco remataba su letanía con un grito rotundo: «¡Y que nos quiten lo gosao!».
Antonio Moliné: Cartel de Carnaval del Círculo de Bellas Artes, de Madrid, de 1936.
—Ahora caigo en la cuenta... —¿Sí? ¡No me digas! ¡Milagro! ¿Y de qué? —... de que tal vez la última verdadera fiesta de nuestra juventud... —¡Divino tesoro! ¡Ya ves! ¡Pues no ha llovido! —...tal vez fuera... —A ver, a ver... ¡sorpréndeme! —... tal vez fuera aquel baile de máscaras del Círculo de Bellas Artes de 1984. —¡Ah, sí! —Fue el primero que se hizo después de muchos años de interrupción. —Es verdad. Y todo parecía recién inventado. —La espléndida escalera. —El gran salón luminoso. —Y la alegría de todos. Los amigos. ¡Cristina! —Sí...Y si no recuerdo mal, se anunció con el mismo cartel que el de 1936... —¡No me digas! —Sí, 48 años después, nada menos. —Claro que de aquello hace ya nada menos también que ¡otros 36 años! —¡Vaya tela! —¡Y que lo digas! Da para hacerse unos cuantos trajes... —Y un montón de máscaras. Y se miran con sonrisa cómplice, mientras los dos piensan, al unísono, lo mismo del tiempo: eso sí que es un baile
Noticias frescas...from New York, New York. Hay que reconocer que el inglés tiene un prestigio imbatible. VíaHilario, nuestro hombre —y amigo grande— en la City.
»Me he quedado sorprendido. Pero es lo que hay. Cuadernos de Humo26 es noticia internacional... (Menos lobos don Hilario). Hablan de Mudanza y vuelo, el cuaderno de sonetos de Antonio del Camino y Alfredo J. Ramos. Qué bien suena eso de Moving and flight y no digamos nada eso de "Smoke notebooks devises and embroidered". Ya nos queda menos para el Pulitzer 🙂
Moving and flight | Newsy Today
Search domain newsy-today.com/moving-and-flight/https://newsy-today.com/moving-and-flight/
News; Moving and flight. November 9, 2019. 15. The beautiful and elegant magazine Smoke notebooks, devised and embroidered by Hilario Barrero and Jesús Nariño, with a preference for monographic approaches, reaches number twenty-six and is entitled "Moving and flying." The epigraph is added: Two voices, since there are two formidable poets ...
José Ribera El Españoleto (atribuido): Un filósofo: el feliz geómetra, hacia 1613-1616. Col. Particular. Se subasta el próximo día 27 de marzo 2020 en París.
«Del Ringorrango, pisha, poco puedo decirte», me dice el Chacho. «Me salió al paso un día y, en mis narices, comenzó a descuajaringarse de tan musgaño modo y manera, que me entró, qué te digo, no ya un tembleque, un puro y crudo pasmo que aún me tiene la sangre destrozaíta y el cuerpo todo como un emplasto. Y es que el jodío es feo con avaricia... Y luego tiene esa mala costumbre de ir a esconderse en cualquier sitio y salir a asustarte así de imprevisto. No sé qué hacer con él. Caso perdido. A ver si un día madura y se cae del guindo...» Y sigue el Chacho, durante el resto del viaje, con la retahíla de sus improperios y sus invenciones. El día que este hombre se compre un móvil no sé qué va a ser de él. Y de nosotros, los del autobús de la línea 9, Hortaleza-Sevilla y ahora SE, que están de obras en la línea 4 del metro.
Llegado el momento, dirigió sus pasos y su vuelo hacia aquella calle que desde tanto tiempo atrás, acaso desde siempre, vivía en su interior. En ella, vida, muerte y misterio encajaban sin fisuras bajo el cuerpo perfecto de la luz. La luz de aquella blanca calle que terminaba bien.
(Lecturas en voz alta). Que vivimos tiempos en los que la realidad jurídica no casa del todo bien con las nuevas situaciones derivadas de la sociedad hiperinformatizada parece evidente. Este artículo sobre una iniciativa del profesor Rafael Yuste, una autoridad mundial en la investigación del cerebro, plantea la necesidad de incluir nuevos neuroderechos en el ordenamiento jurídico mundial. Del máximo interés.
Fue el jueves lardero —bien lo recuerda— cuando la Socorrito, a la que conocía de vista del descampado, le tiró los tejos. Y él, que es más ingenuo que una bombilla, entró de lleno al trapo, y no sólo se enroló en el circo y empezó a currar duro limpiando la jaula de los elefantes, también se ocupaba de despachar las entradas y, en los días de lluvia, que estaban siendo casi como en bleidrraner, tenía que vaciar los cangilones del gran chapitel, que se ponían de agua hasta los topes a cada poco. Total, que el hombre, con esa ruina en que el amor lo ha ido metiendo, anda muy torpón, macilento y más chupao que una sardina. Esto, me parece, no tiene pinta de que vaya a acabar bien. Y es que la Socorrito, aunque ni poniéndose de puntillas alcanza el metro, no sé qué tiene que se los lleva de calle. Serán los polvos esos que dicen que usa. Eso será. Pero a este paso y con este julepe, el gachó no llega ni al domingo de Ramos. Eso fijo. Si lo sabré yo.
El poeta ha de ser más útil y atrevido que cualquier ciudadano de su aldea. Tiene en el corazón el orbe entero y en su razón un río de presencias.
Toda palabra de verdad apunta siempre a lo desconocido.
Todo poema verdadero es un renglón de la sabiduría: un disparo en el ojo de la mente.
¿Y qué decir de la experiencia, que no sea retórica ambulante? La experiencia, en la vida de un poeta, es un reino mucho más extenso que el de la realidad en la que vive.
La realidad no es un juego de palabras. Son todas las estancias y leyendas que la pura palabra pone en juego.
La vida siempre está en otra parte. La otra parte que también está en nosotros. Aunque no la veamos. O la ocultemos.
Poetas y pintores tratan de lo mismo. El arte, en realidad, es siempre imaginario y desemboca en bultos de palabras, en voces que resuenan en la sombra, en formas que transforman los sentidos.
Henri Rousseau: Noche de carnaval, 1886. Philadelphia Museum of Art, Pennsylvania.
—Y me va de puta madre. —¡Guay, chaval! —Cuando no es una cosa es la otra, pero siempre pin pan, pin pan. —Jo, macho, eso es potra, ¿que no? —Lo normal. —No te creas, hay por ahí mucho marrón. —Y además, tengo unos padres de la hostia... —¡Nivelazo! —... de la hostia que me dan de vez en cuando no me quedan ganas de volver a quejarme.... Me pareció que se reían, pero ya no pude oír más. Las dos mascaritas dieron la vuelta a la esquina y yo seguí mi camino. De vuelta a casa.
Baldomero Romero Ressendi: Encapuchado, hacia 1950.
Dicen del tío Camuñas que está mu’ triste, pues ya no asusta a naides. ¡Vaya marrón! En estos carnavales s’ha dao’ al trinque. «¡Na’ mejor contra el paro que un colocón!», piensa mientras se cala la boina negra y el pañuelico a rayas. Y en un pispás se ha plantao’ en la taberna del Olegario y se ha unido a la murga del Carrasclás. Estas criaturitas son como niños: una vez cada año se dejan ver y, al llegar la ceniza, cambian el paso y en la Semana Santa van del revés. Benditos sean por siempre los bellos ritos que sacan de sus quicios puertas blindás. Que vivir son dos días y de ellos sólo unas poquiellas horas son carnaval.
José Gutiérrez Solana: Máscaras con burro, Las Máscaras de Carnaval o Las Máscaras del soplillo, hacia 1932.
Colección Banco de Santander, Madrid.
En aquel patético duelo, parecido al de Ok Corral, se enfrentaban los típicos tópicos contra una pandilla de refranes rufianes. De modo que, a poco que uno se fijara, podía distinguirse con claridad a la que pintan calva enzarzada con la corneada por la gusa y al que puso la pica en Flandes luchando contra el que no daba un palo al agua. Andaba también por allí la Bernarda y su consabido frente al pregonero con sus tres cuartos, y no muy lejos podía verse al mentiroso adelantado por el cojo, mientras el del paño de lágrimas y el que ponía a caer de un burro discutían con el que empinaba el codo en presencia del que asó la manteca... Y así sucesivamente. Cualquiera diría que también ellos se preparaban para el Carnaval.
Disfraz de Peliqueiro de Laza. Museo del Traje, Madrid.
Por mor de una contractura cervical que apenas le permitía mover el cuello, mi colega del alma Xan Poleirán, “amigo das nenas”, bajo el peso macizo de su máscara, sintió cómo su Carnaval se convertía en la antesala misma del infierno. Aun así, no dejó que el sufrimiento lo bocabajeara y se dispuso a fustigar a cuantas zarangüainas, espetones, chupacabras, mascaritas y fadas corrupias le salieran al paso. «El que avisa —me susurró con voz apenas audible tras la mueca inmóvil—..., avisador».
(En son de Paz, 1). »La poesía es como el amor, mientras que la prosa es como el trabajo», dijo en una entrevista televisiva Octavio Paz. Bien visto, maestro. Pero hay que ver cuánto trabajo da a veces la primera, y el heroico y esforzado amor con hay que sobrellevar a menudo los trabajos —más bien alimentarios— de la segunda.
Paz y un libro abierto.
(En son de Paz, 2). »... Los poemas que amamos son mecanismos de significaciones sucesivas —una arquitectura que sin cesar se deshace y se rehace, un organismo en perpetua rotación», escribió Octavio Paz, quien no en vano tituló Los signos en rotación una de sus obras, precisamente un ensayo sobre la poesía que añadió como capítulo final a su imprescindible El arco y la lira. Es lo que se llama una «idea fuerte», o quizás más propiamente una «idea fuerza».
Paz entre los círculos concéntricos del tiempo y el espacio. Foto tomada de Zenda. Desconozco su autor.
(En son de Paz, 3). Octavio Paz afirmó que algunos grandes poetas viven entre nosotros «gracias a un puñado de sílabas». Y «en este instante —pudo haber añadido él mismo— alguien las deletrea».
Paz retratado con aire surrealista, incluso con cierto vago parecido a André Bretón. Foto: AGN, Enrique Díaz.
(En son de Paz, 4).
«Cantan los pájaros, cantan
sin saber lo que cantan:
todo su entendimiento es su garganta»,
cantó Octavio Paz en uno de sus poemas inmediatos. Y al repetirlo uno siente, con una alegría claroscura, acorde con este tiempo resbaladizo, que también tiene licencia para cantar.
Retrato de Octavio Paz. Cortesía del Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA), México.
(En son de Paz, 5). »Vivir bien exige morir bien. Tenemos que aprender a mirar de frente a la muerte», escribió Octavio Paz en su discurso de aceptación del Nobel. Un propósito lúcido que, como se ve y a veces de forma muy agresiva e incluso obscena, se confunde con la crueldad e inhumanidad extremas de ciertos fanatismos.
James Ensor: La muerte y las máscaras, 1897. Museo de Arte Moderno y de Arte Contemporáneo de Lieja (Bélgica).
Vio la palabra sobrepuesta a una foto de la plana mayor de un cuarteto de mentes populares, ellos vestidos de enterradores, ella de rojo vampiro, y sintió de pronto cierta incomodidad, como si la palabra tuviera cierto vuelo hiperbólico. Pero después fue indagando, escuchó voces y vio gestos de lo vertido ante el mero reclamo de un derecho a la dignidad y le iba creciendo, a la vez que la ira, la impotencia de no encontrar en la su lengua tan rica una palabra para dar exacta cuenta de aquello. O acaso sí. ¿Qué tal vileza?
...
La guardia pretoriana del PP. Foto Marta Fernández (Europa Press)
Cristóbal de Villalpando: El diluvio, 1689. Catedral de Puebla (México).
Parecía llegado el momento aquel anunciado por viejas profecías y anticipado en sueños en que sobre la faz del mundo se iba extendiendo un velo de confusión y truculencia de tal gramaje, que las posibilidades de comprensión mutua y aun de intelección directa de los fenómenos se estaba viendo mermada a velocidad tan alta que amenazaba con quedar reducida a cero. «Tal vez —dimos en pensar algunos— debamos olvidarnos definitivamente de cualquier arreglo para Babel e ir viendo el modo y manera de construir un nuevo Arca». En cualquier caso, lo innegable era que había comenzado la dispersión de sentidos en todos sus extremos y ya no parecía posible confiar en nada que pudiera ser conquistado por un lenguaje racional.
«No tenía vocación de poeta maldito, pero al fracasar como poeta a secas, decidió probar fortuna y lo intentó en ese formato», leyó en la columna de salida de la última página del diario impreso, al tiempo que lo invadía la sensación de que alguien, a su espalda y mirando por encima del hombro, también leía. Volviose. Y, en efecto, allí estaba: el Barbas, el pesado de todas las mañanas y con mucha diferencia el tipo más obtuso de toda la ciudad. Y, además, un verdadero parásito. No sé cómo se las arregla, pero se pasa la vida viviendo del cuento.
En los momentos de mayor esplendor de su optimismo se siente como un ciego en una noche oscura buscando un gato negro que no existe. Para agüeros, los suyos.
El principal uso secundario que tenía el billete de metro —no sé si os acordáis, colegas— era servir de boquilla para los canutos, petas, joints, mays o flais, que de todas esas formas se solía llamar a los porros. Y además su uso se consideraba un timbre de honor, junto al muy lujoso papel Abadie, de tal forma que una “movida” —ese era el significado inicial de la palabra: ponerse en marcha para pillar “costo”— , una movida, digo, que contara con esos ingredientes tenía a ojos de todos un valor especial. Así que una gran pérdida para la identidad madrileña es, quién lo duda, la desaparición del viejo billete de metro. A veces todavía me encuentro alguno extraviado entre las páginas de un libro y en ocasiones llega a tener un valor casi mágico: a su conjuro (y con sus pistas), soy capaz de recordar el trayecto, el destino, el punto de partida y, más que nada, alguna circunstancia de mi vida de entonces que quedó indeleblemente ligada a la lectura en cuestión. Es como si ese billete hiciera posible de nuevo el viaje. Eso y que aún no me he repuesto del asombro del día que descubrí el secreto de la estación fantasma. Estamos vivos, ya digo, de milagro.
De los días pasados en los árboles sólo recuerda la vez aquella en que su abuelo lo llevó a conocer el vidrio y se le helaron las lágrimas de la memoria en el crítico momento de sentir cómo se le cerraban los ojos por última vez. Estamos vivos, y si acaso, de milagro.
Steiner en su casa de Cambridge, en 2016. Foto Antonio Olmos.
(Lecturas en voz alta). Después de sobreponerme al efecto de ese calculado ejercicio de “extrema autoestima” que significa reclamar una entrevista póstuma, me he lanzado vorazmente sobre esta pieza del gran George Steiner que nos acerca al genio y al temple de un magnífico divulgador en el momento crucial de dar por concluida su vida y hacer un nervioso —aunque razonado— balance biográfico, lúcido a la par que generoso y también indulgente. Lo he leído en el papel, lo que además me ha permitido subrayar algunos fragmentos que me han parecido memorables (literalmente) y que de inmediato incorporaré como un digno capítulo final a Errata, los inolvidables apuntes biográficos del destacado intelectual. Se está volviendo tan concurrida la cola del “Éxitus”, que corremos el riesgo de quedarnos sin manos para tanta despedida.
José Luis Cuerda, una mirada inteligente y divertida.
(Visiones en voz alta). A José Luis Cuerda, que acaba de abandonar el patio de butacas, le debemos los amantes del cine muchas mercedes directas e indirectas. De las primeras destacan, claro está, sus películas, entre las que, además de ese santo grial del surrealismo mesetario que es Amanece que no es poco, con sus precuelas y secuelas, ocupa en mi memoria un lugar sobresaliente La lengua de las mariposas, filme que está a la par, en calidad, belleza y emoción, del maravilloso cuento de O’Rivas en que se basa. Y que sigue conteniendo, en su escena final, una de las metáforas más dolorosas y ciertas de la tragedia absoluta que fue la Guerra Civil. En cuanto a las deudas indirectas, son muchas, pero no es la menor el decisivo apoyo que Cuerda le prestó en sus inicios a Alejandro Amenábar, hasta el punto de que no es exagerado afirmar que fue el verdadero descubridor de su talento. Aparte de esto, en mi tributo particular al gran cineasta destaca sobremanera otra pieza que forma parte de mi filmografía preferida y que, si logro localizarla en mi vieja colección de deuvedés, volveré a ver hoy en su honor y como agradecimiento por las muchas horas de felicidad. Me refiero a El bosque animado, ese viaje por las “corredoiras” de la memoria y la imaginación que tan vivo sigue, aunque sea a costa de contener, ay, ya tanta muerte. Buen viaje, maestro. Que el espíritu libre del bandido Fendetestas y el ánima de Fiz de Cotovelo, junto con el resto de la blanca comitiva, guíen tus pasos.
Juan Soriano: «La muerte enjaulada» (serigrafía), 2001. Colección Marek Keller.
De sus viejos sueños de poeta ya sólo le quedaba la vanidad. Y como tampoco conseguía estar a la altura de la imagen de sí mismo que la vanidad le reclamaba, la transformó en soberbia. Con ella, al principio tampoco parecía estar a gusto, pero poco a poco la fue ablandando, domando, superponiéndola a su cuerpo, hasta hacerla tan cotidiana como un espejo o la percha en que se cuelga un traje. La convirtió, en suma, en su verdadera casa. Y en ella persevera desde entonces mientras se consume como carne de mausoleo.
(Lecturas en voz alta). Me gustó mucho Lo de Évole (menos el título) y me entusiasmó la presencia de Jesús Quintero, al que este mismo jueves próximo pasado tuve la suerte de poder saludar en Fitur, mientras se presentaba en el pabellón de Huelva su fundación. Me gustó tanto, ya digo, el programa, que iba a escribir sobre él. Pero una vez más Jabois pone el listón tan alto que sería inútil y cicatero (“cucañero” sugiere el enano corrector, él sabrá por qué) no repicar su artículo. Sea. Sólo aprovecharé para enviar un saludo admirado a Javier Salvago, que puso en la pieza algunos de los momentos más veraces. Y casi todas las “preguntitas”.
El poema se compone de oraciones, imágenes que elevan la mirada hasta el fondo del duelo de la vida, es una devoción que da sentido al instinto más puro de la especie.
La palabra nos salva de la nada porque hace que la nada no destruya el hilo que da vida a nuestros sueños más allá de la muerte y sus esbirros. Es nuestra fe: engendra trascendencia.
Por el poema es posible volar a ras de tierra para ver cómo crecen las semillas de la bondad, la verdad y la belleza.
El poema es el latido de la vida. Su verdad es terrible: también muere.
La materia del poema es el poema. El poema es materia maleable: importa en su decir cómo lo dice (no hay querella de fondo con la forma).
La línea de tensión es siempre imaginaria. Hay que tensarla en todos los sentidos.
El poema es siempre impersonal: desaloja las máscaras para mostrar que todo rostro oculta una carencia y un sueño inalcanzable.
Hay que regar la tierra del poema, inventar el paisaje, darle cuerpo.
También es la memoria arquitectura. Y ruina romántica: viejas losas comidas por la hierba y el sol poniente tras los arcos desnudos, entre columnas que ya tan sólo enmarcan la lenta somnolencia del pasado, los ojos adheridos a la hiedra y el vómito de la melancolía.
Por eso es el poema, en su mudanza, una suerte de sagrado sortilegio, un eco de palabras sanadoras que hay que decir despacio y por su orden.
Le Douanier Rousseau: Joyeux farceurs, 1906. Philadelphia Museum of Art, Pennsylvania.
—Y aquí se acaba toda la ocurrencia —le dice a su amigo el Hidalgo Galeno. —Tiene recorrido —responde el Cabo Ladino. —Puede ser, la resonancia y la semántica a veces hacen buenas migas. —Ya, y un pan como unas hostias. —Le noto contundente, y hasta belicoso, en sus pronunciaciones. —No crea, es sólo cierta tendencia a no cansarme del pegajoso acervo popular. —Acerbo, eso también le cuadra: hay que ver cómo se ponen ustedes a veces. —¿Nosotros? ¿Quiénes? —Los plurales, ya me entiende. —Le aseguro que no. —Es igual. Vale quien sirve. —No es fácil mantener el tipo. —No, no lo es. —Ni seguir adelante sin perderse. —En todo hay algo de selva. —Ni es sencillo salir de la jungla. —Allí volvemos. —Y de nuevo a Jung. —Habrá sido de forma inconsciente. —Eso será. Tuve que chistarles y mandarles callar. Se comportan como lo que son: un par de merluzos. Me han tomado tanta confianza, que se pasean por mis sueños como si tal cosa. Y con su cháchara redicha e incesante no me dejan dormir.