domingo, 31 de enero de 2010
La carretera
viernes, 29 de enero de 2010
Tabletas, libros, bragas
Se especula aquí y allá, en el Empíreo (entre diosas y nubes) e incluso a bordo de la nave erasmista, sobre si el libro electrónico, también llamado e-book, puede poner en peligro la pervivencia del libro impreso (ese invento todavía perfecto). Pienso que tal temor, que algunos exhiben con un algo bobalicón deseo intenso y hasta con ansia, no pasa de ser, al menos de momento, una fantasmagoría. Aunque es verdad que las grandes editoriales están tomando posiciones y, además de mirarse de soslayo unas a otras, se reúnen en consorcios y plataformas para controlar e impulsar el fenómeno.
Las indudables ventajas del invento para manejar ciertos volúmenes de información, o para disponer en cualquier lado de una biblioteca móvil y ligera, no me parecen nada desdeñables. La posibilidad de introducir hipervínculos y enlaces, como los que pueblan esta página, es útil y hasta es posible que tenga implicaciones creativas. Y desde el punto de vista profesional, el libro electrónico puede resultar un complemento perfecto del bienaventurado trabajo on-line. Pero no me veo disfrutando, lo que se dice disfrutando, del placer de leer con estos nuevos artilugios en detrimento del libro de papel.
Lo más probable es que ambas tecnologías (como ha pasado con tantas otras) convivan en el futuro, si es que finalmente el e-book consigue dar el salto que algunos analistas vienen pronosticando para ya mismo. Yo de momento no he visto todavía en el metro, que es un buen observatorio de la expansión de ciertos hábitos, a nadie con uno de estos artilugios. Salvo una sola excepción: el otro día, cuando regresaba de Fitur, en la estación de Esperanza me crucé con un joven que con una mano arrastraba una maleta mientras que con la otra mantenía ante sus ojos una negra tableta electrónica. He de decir que en el vagón, en mis proximidades, había también varias personas leyendo libros de toda la vida. Recuerdo que una chica, en el asiento de enfrente, leía el Alfanhuí de Ferlosio, y un joven de fina perillita, de pie junto a la puerta, parecía embebido en El guardián entre el centeno. Sobre las preferencias del lector electrónico no logré sacar nada en claro.
Sinceramente, no creo que peligre la supervivencia del libro impreso. Pero si algún resto de inquietud podía quedarme, ahora ya estoy completamente tranquilo y relajado. Con acciones de márquetin tan imaginativas como la que muestra la foto superior, esas pomposas tablillas enchufables, incluido el tan cacareado i-Pad aún reluciente, tienen en verdad poco que hacer. Tenemos libros impresos para rato. Al menos hasta quedarnos en (o sin) bragas.
Extensiones: algunos detalles y una fantasía
La curiosa foto, que ya he podido ver en varios sitios de la red, al parecer fue captada en el venerable y para mí entrañable mercado de El Fontán, en Vetusta (por abolengo literario que no quede). Yo la he tomado del blog de José María Cumbreño, que fue no sé si el primero pero sí uno de los más madrugadores en hacerla circular.
Hace ya unos meses que el ameno y bien informado Manuel Rodríguez Rivero dejó constancia escrita del hallazgo desde su babélico sillón de orejas (por cierto, en otro apartado de esa misma entrega del «blog impreso» de MRR hay un provechoso y divertido relato sobre las peripecia aeroportuaria de uno de esos lectores electrónicos).
En diferentes comentarios de la foto se han puesto de relieve los contenidos de los libros que forman parte de la curiosa oferta. Y no deja de subrayarse (a veces con cierto énfasis trágico) que lo que se ofrece son libros de poesía: en concreto, ejemplares de la colección Arbolé, encabezados por Elegía en Astaroth, el quinto poemario del poeta gaditano Ángel García López (Rota, 1937), que le valió a su autor el Premio Nacional de Literatura en 1973.
Lo cierto es que la pieza, con toda la prosa porosa que va generando a su alrededor, parece llamada a convertirse en un auténtico clásico de la crítica “literaria” bloguera. Quizás algún día, quién sabe, la podamos contemplar a través de un e-reader. Y pasado el tiempo, pongamos que allá por 2154, puede que en algún remoto confín de la Galaxia a un mercader azul de orejas puntiagudas y ojos naturalmente rasgados y tal vez fosforescentes se le ocurra ofrecer, en su ingrávido tenderete y como regalo por la compra de cierto tipo de interioridades virtuales (no necesariamente bragas), un montón de descatalogados e-books con las obras completas de –y es solo un ejemplo– los más conspicuos representantes de esa generación que toma su nombre de una densa mixtura de cacao, avellanas y azúcar…
En el futuro, como ahora, leer un libro será una forma de vivir.
miércoles, 27 de enero de 2010
Los ojos son el secreto
lunes, 25 de enero de 2010
From Lost to the River
miércoles, 20 de enero de 2010
Un desnudo disfraz
uno lo empieza a descubrir muy tarde:
el comienzo es tan sórdido, que invita
a plegar la butaca y esfumarse.
Paisajes decadentes
y burdeles de cromo,
un mozo libertino persiguiendo
carne prieta, trabajos de amor propio.
La trama es tan endeble
y tan ligero su hilo,
que uno teme que tome la deriva
de un bochornoso cuento filipino.
Mas la voz del poeta
consigue despertarnos
–solo por ella logran tener cuerpo
las sombras del retrato.
Unos cuantos amigos
y una legión de amantes
(en la belleza andrógina de Bimba
puede que esté escondida alguna clave).
Lo demás es un juego
rara vez divertido:
descubrir quién es quién en la maraña
de la generación del medio siglo*.
Las imágenes muestran
un desnudo disfraz en cada toma
–es probable que así fueran los hechos
pero, sin nueva vida, a quién le importa.
Los diálogos crujen
como cintas de plástico,
de vez en cuando un poco de alegría
y una escena con sol mediterráneo.
Hay momentos precisos
y gestos que emocionan,
aunque por lo común sólo del verbo
del poeta respiran las personas.
Y al final, el remedo
de la muerte en Venecia,
un apergaminado contoneo
frente a las ruinas de la inteligencia.
Al salir a la calle,
la nieve cae lenta y piadosa.
Jaime Gil está vivo (en sus poemas).
Descanse en paz el cónsul de Sodoma.
sólo un roman à clef, para entendidos.
jueves, 14 de enero de 2010
Haití: hay que arrimar el hombro
lunes, 11 de enero de 2010
Rohmer
En el cine de Rohmer las imágenes se nos muestran como hallazgos de una mirada capaz de hacernos ver lo que tantas veces tenemos delante de los ojos sin que lo advirtamos. Y los diálogos (los maravillosos e interminables diálogos de Rohmer, tan sesudos a veces, a veces de tan banal apariencia) nos revelan la quintaesencia de la comunicación posible a través de las palabras que compartimos con los otros.
La muerte de Rohmer, al tiempo que levanta con su aldabonazo de ciclo cumplido una marejada de melancolía alimentada a los pechos de su propio arte, nos propone también unos deberes que no será fácil cumplir, entre tantos avatares y seducciones como nos reclaman por todos lados: revisar su cine, completar la memoria, volver a recorrer de nuevo los lugares donde la vida se nos mostró una vez como un relato íntimo, bello, inteligente. Y donde, de algún modo que ahora nos parece remoto, fuimos felices, quizás porque, ingenuos y atrevidos, creíamos que aquella forma de estar en el mundo y de mostrarlo era un puerto seguro de nuestra propia existencia.
Arriba, cartel de Cuento de invierno, tomado de Tinypic.