Cubierta de Estampas del Quijote. Editorial Miguel A. Salvatella, Barcelona, 1956 |
Hace un poco o algo más de medio siglo, en un colegio llamado Cervantes, y en la muy noble y muy leal ciudad de Eburia, los niños que asistíamos a las clases preparatorios de lo que se conocía como Ingreso teníamos como libro de lectura diaria obligatoria una obrita llamada Estampas del Quijote», “sacadas de la inmortal obra de Cervantes —se decía en la portadilla— para deleite de los niños por Federico Torres y con ilustraciones de A. Batllori Jofré”. En ella, en cada página y debajo de cada escena dibujada, se ofrecían unos breves textos que contaban las aventuras de un caballero loco y su grueso escudero, una extraña pareja en la que tal vez alguno de mis colegas de curso, o yo mismo, pudimos ver cierta similitud con las figuras del Gordo y el Flaco, cuyas historias es muy probable que ya hubiéramos visto en el cine. Esa era la primera vez que los niños de mi clase teníamos un contacto “serio”, por su sentido didáctico, con la novela de Cervantes, aunque las figuras de la curiosa pareja y otros personajes de la obra estaban ya presentes de muy diversas formas en nuestra vida cotidiana: por ejemplo, en los envoltorios de las onzas de chocolate Dulcinea, que recreaban el encuentro del escudero Sancho con las aldeanas de El Toboso; o en los azulejos y cacharros de la muy valorada cerámica local que nos sorprendían en los bancos de la plaza, allí mismo frente al colegio, en algunos rincones de los jardines del Prado o en los zaguanes de algunas casas... Y puede que en muchos más sitios. El caso es que nuestra infancia fue moldeada, incluso más de lo que somos capaces de reconocer, o recordar, por la lectura diaria de aquellas estampas quijotescas, junto con los fragmentos de romances que venían en la Enciclopedia Álvarez y los textos del catecismo que aprendíamos de memoria para poder hacer la comunión. A este respecto, recuerdo que la catequesis a veces la recibíamos en el atrio lateral de la colegiata, la Colegial, también muy próxima al colegio. Allí había una gran puerta de hierro, puede que entonces inservible, que se cerraba con un gran cerrojo cuyo pasador, tal vez del grosor de nuestros brazos de niños, utilizábamos para abalanzarnos sobre él desde el banco corrido de granito y balancearnos en el aire como si fuéramos uno de los equilibristas que, cuando era época de ferias y si había suerte, podíamos ver en el circo de los hermanos Tonetti que montaba su carpa enfrente de la alameda, nuestro bosque encantado, casi una intrincada selva entre cuyos follajes vivíamos, sobre todo en las tardes sin clase de los jueves, extraordinarias aventuras, escenificaciones minuciosamente imaginadas de las persecuciones y duelos de las pelis del Oeste —¡ay, Rayo de Plata, de cuerpo de palo y cabeza espeluchada, cuántas veces cabalgamos juntos!— o las luchas de los espadachines, las colosales proezas de Maciste, la búsqueda de tesoros de cristal y papel de plata…, por no hablar de algunos ritos más o menos peculiares de iniciación, incluidas las “bellaquerías” que menciona Góngora en una de sus canciones. Pero ese, queridos niños y carísimas niñas, es ya otro género y tal vez otra novela. Si os portáis bien, otro día vuelvo con el cuento.
(LUN, 594)
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