Anselm Kiefer: Las célebres órdenes de la noche (“Die berühmten Orden der Nacht”), 1997. Museo Guggenheim, Bilbao. |
Nada más verlo, supo el alcance real de algunas imágenes que lo habían asaltado a lo largo de la tarde espídica en que su amante le confió el secreto que ya estaba en boca de todos y que sería la causa de un dolor obtuso del que hubiese tardado mucho en librarse, de no ser por los felices sucesos posteriores y si es que, en verdad, alguien logra cerrar esos resquicios por los que la vida a veces persevera en sugerir sin ambages que, como dijo el poeta, «no es noble, ni buena, ni sagrada». Fuere como sea, por fin pudo ver a alguien —además de a sí mismo— tendido en una pesadumbre precisa y (cito de nuevo) «herido por la tinta disecada, bajo el peso de las constelaciones». Eran imágenes que se le mostraban como aquellas viejas películas sumergidas en el líquido revelador, celuloides dentados en los que los cuerpos y las cosas se iban perfilando en una especie de danza invisible y como si en ese preciso instante estuvieren saliendo de la nada.
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