La tarde se desliza como chica en patines.
Todo está quieto.
Las palmeras absortas en la altura sin viento.
El mar metalizado por la luz del poniente.
Las nubes estancadas en su propia madeja.
Y el azul diluido del último horizonte
vuelto menos visible cada vez.
Es la hora callada,
el tiempo puro de la canción.
El mundo parece una radiografía de la ausencia
bajo un cielo
que lo bendice todo
y que a veces viaja en las vainas diminutas de la lluvia
para avivar la savia interna de nuestros corazones.
Un hombre anciano con camisa a cuadros
camina renqueante. Ahora es la leve
brisa que sopla sobre el pino
y agita fugazmente sus acículas
la que impide que todo sea solo
una palabra más del gran silencio
del mundo.
Por fin se escucha,
mecida en su camino de ida y vuelta,
la voz oval
que da paso a la noche.
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