(Al paso, 🐾🐕25). El Parque Sin Nombre, encajonado entre las calles Nieremberg y Pantoja, es uno de esos lugares algo insulsos y en el fondo sorprendentes que uno se encuentra en espacios ganados a la avaricia urbanística. No es especialmente hermoso ni acaso tenga más valor que su cercanía. Suele (o solía) ser frecuentado por currelantes, que aprovechan los dos o tres bancos que allí hay para tomarse una pausa al aire libre y dar cuenta de sus tarteras. O por parejas y grupos de jóvenes que hacen tertulia mientras se fuman unos joints (no sé si la palabra está aún vigente: debe de hacer media vida que no la utilizo; la aprendí de mi amigo Hari). Hacía tiempo que no pasaba por allí. Pero como es un lugar que durante algunos años frecuenté con Pancho, mi perro, que hoy hubiera cumplido 17 años (murió hace uno y medio), esta mañana al volver de un recado decidí dar un rodeo y fui a visitarlo. El lugar sigue más o menos igual, tal vez un poco más abandonado, y estaba completamente vacío. La mayor novedad es que han proliferado hasta extremos casi insidiosos no tanto los grafitis (que no me suelen desagradar) como esos pintarrajeos horribles que a menudo ensucian de manera tan tosca como abusiva las esquinas de nuestras ciudades. Sin embargo, en medio de la mugre, como una excepción que fuera a la vez un imán, he visto uno de esos pequeños y expresivos dibujos o grafismos modelados que, como pistas de no sé sabe bien qué mapa o código secreto, de cuando en cuando nos salen al paso en las paredes más insospechadas. Es este que aquí muestro. Al verlo, lo he interpretado como un homenaje al viejo amigo ladrador, y he sentido que de un modo sencillo y a la vez maravilloso el paseo había sido una opción afortunada. Y me lo he tomado —qué remedio pero también qué menos— como un síntoma de eso que, a falta de otro nombre más preciso, llamamos buena suerte. Que así sea. (Y, ah, amigo Pancho, felicidades).
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