miércoles, 17 de abril de 2019

El abuelo

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Rafael Zabaleta: Campesino andaluz, 1952. MNCA Reina Sofía, Madrid.
El abuelo de El Gamo, allá en Tragacete, piensa que en la Administración, y en general en la política, hay mucha «gente barata» y que por eso nadie se preocupa como debiera de las hoces del Huécar y del Júcar, que son «la geografía más enjundiosa» que puede verse, y luego se queja de que una inspectora de turismo vino a su restaurante más que nada a «ponerse morá de morteruelo» con la excusa de soltarles a los reunidos unos «rollos navarros» y terminó la cosa «echándonos una ‘penícula’ de Riotinto, que nada tenía que ver con esta tierra, la muy cabrona...» No me quedó en absoluto claro a quién —inspectora, película o tierra— estaba dirigida esta última expresión.
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lunes, 15 de abril de 2019

Ver arder Notre Dame...

La imagen puede contener: cielo
Notre Dame en llamas. Foto de autor desconocido.
Ver arder Notre Dame es otra herida que marca nuestra vida. La esbeltez de esa aguja derribada, el espeluznante abrazo del fuego, las gigantescas ascuas captadas a ojo de dron, los óculos del rosetón atravesado por rojas lenguas implacables..., todas esas imágenes nos perseguirán ya para siempre. Frente a ellas, el contrapunto de ese ave ligera que cruza volando justo en el momento en que la aguja se troncha. Y los cantos religiosos de la multitud congregada en torno al templo en llamas. Notre Dame des Larmes, vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos.

Bajo el sol de Festos

Disco de Festos.
(Este yo que ya es tuyo)
Para poner la mano sobre el fuego
preciso (es) que tus ojos estén cerca.
El vicio de mirar(te) es mi más terca
costumbre, ( y ) mi más preciado juego.
Nunca puedo dejarte para luego
sin pensar (o) extrañarte. Tu luz cerca
mi cuerpo en surcos, (que) arden si se acerca
de los tuyos la llama a mi sol ciego.
Sólo seré real mientras me quieras,
si me miras será verdad (ya) el mundo,
mi nombre (es) nadie y ese que tú sabes.
Quedan atrás los fuertes, las fronteras,
lo que está ya de más y lo profundo:
(tú) eres la puerta y (yo) te doy mis llaves.

Los sastres

La imagen puede contener: una persona, sentada
Giovanni Battista Moroni: El sastre, 1565-1570. National Gallery, Londres.
—Hay hilos que no se acaban nunca —dice el maestro del corte.
—Ni nunca llegan a construir de verdad algo que arrope —responde el aprendiz maduro.
—Ah, el arrope, con ese dulzor un poco repulsivo. 
—Sí, jefe, pero también la necesidad de vivir bien resguardados en la intemperie.
—¿Intemperie, dices? Pues creo que le tira la sisa.
—Ah, no lo sabía...
Y seguían laborando, entre la tela que cortar y el jaboncillo del marcaje. Tal vez crean que no morirán nunca.
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domingo, 14 de abril de 2019

Adiós a Paca Aguirre

La poeta Francisca Aguirre. Foto Efe.
Tan alicantina como madrileña, poeta de cuerpo entero, madre de poetas (por partida doble, en un caso combinado con su papel de esposa), humilde y a la vez prodigiosa, sencilla y con la complejidad de lo mucho vivido. Ha fallecido Francisca Aguirre. Recuerdo, como si ya formaran parte de otra vida, algún paseo con amigos en torno a Cultura Hispánica, las cañas en Aurrerá, los equívocos sin importancia. Mi homenaje será hacer lo que no he hecho hasta ahora (tal vez por otro equívoco): leerla a fondo. Descanse en paz.

La mujer más vieja del mundo

Jeanne Calment
 Jeanne Calment., retratada por Pascal Parrot (Getty Images).
(Lecturas en voz alta). Desde que un día oí su historia y su voz en la radio, Jeanne Calment, «la mujer más vieja del mundo», como entonces la calificaron, es mi heroína. No tanto por su supuesto récord añoso como por el desparpajo con el que se comportaba ante la prensa. «Siempre que llaman a la puerta pienso que será la muerte, aunque parece que se ha olvidado de mí», venía a decir. También era muy admirable que hubiera conocido y tratado a Van Gogh, del que opinaba que «era más feo que un piojo». Y, en fin, me tenía subyugado el humor zumbón con el que lo observaba todo desde su edad centenaria. 

Ahora parece que, en lo tocante a su fecha de nacimiento y su identidad, podría haber hecho trampas, según revela este interesante reportaje. En cualquier caso, eso no va a disminuir mi admiración ni mi entusiasmo por su historia. 

Con los años uno aprende que los aspectos más maravillosos de la vida, si se excluye la vida misma y tal vez la consciencia, son más bien fruto de la imaginación.
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Lavandeiras

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Carlos Maside: Lavandeiras, h. 1955. Col. Legado de C.M.
De niño, en los veranos pasados en Galicia, aún alcancé a vivir la experiencia de acompañar a mi madre a lavar al arroyo del Pereiro, al pie mismo del lugar donde la sierra casi envolvía las casas más apartadas del pueblo. Allí solían coincidir muchas veces, al amparo templado de “o raio de mediodía”, varias comadres con sus tinas de zinc y sus lavaderos de madera. Aunque a menudo eran unas anchas lascas graníticas las que servían de soporte para frotar sobre ellas la ropa. Mientras se hacía la colada y las prendas se secaban al sol sobre la hierba, los niños nos adentrábamos un poco en el monte. Nos gustaba escuchar, bajo los gruesos cables del tendido eléctrico que venía desde el cercano embalse del Sil, el chisporroteo de "los duendes de la luz", a los que imaginábamos feos y terribles, por algo en las grandes columnas metálicas que los sujetaban se avisaba de que existía peligro de muerte. Con más frecuencia seguíamos el cauce del riachuelo y lo cruzábamos de un lado a otro procurando no mojarnos los pies, no siempre con éxito. También íbamos a aquel recodo en el que una vez vimos pudrirse la carroña de un enorme lobo que días antes había estado colgado a la entrada de la única tienda del pueblo, tras ser cazado por hombres del lugar. Aunque debían de haber pasado al menos un par de años desde aquello, el olor seguía siendo nauseabundo. O eso creíamos. Y pese a saber que existían razones claras para tenerles respeto a los caminos de la sierra, más de una vez nos adentramos monte arriba y, mitad en broma, mitad explorando sensaciones verdaderas, jugábamos a que nos habíamos perdido. Quizá fuera solo para experimentar la alegría de volver al corro de las madres, que ya estaban recogiendo las sábanas y los bártulos, y al poco, con las tinas de ropa limpia sobre la cabeza, nos apremiaban para emprender la vuelta a casa. Las tardes del verano tenían entonces una duración casi infinita y, por el camino, aún nos daría tiempo a ver hundirse lentamente el sol entre las formas redondeadas de Cabeza da Meda y a sorprender algún hilillo de luz resbalando por las hojas de un castaño.
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