Aunque no es mi caso, parece que la existencia de un elevado porcentaje de televidentes del planeta antes llamado Tierra es un puro sinvivir: faltan escasos meses para que Perdidos (Lost), la teleserie «que ha marcado un antes y un después en el género», según enfatizan los adeptos, ponga fin a todas las incógnitas y descubra sus cartas revelando la verdadera naturaleza de un juego que mantiene al borde del colapso un número tan elevado de neuronas humanas que con sus potencial conjunto, si fuera aprovechado en una misma dirección, acaso podrían resolverse los peliagudos problemas de energía que nuestra civilización superpoblada e hiperconsumista tiene planteados.
Lo cierto es que la red, tanto la cibernáutica como la meramente impresa, hierve en conjeturas, previsiones, apuestas y acalorados debates acerca de un final que, a juzgar por la pasión y los desvelos que genera, en muy poco podría distinguirse del que suscitaría el propio fin del mundo. Como es bien sabido, la acción de Perdidos se desarrolla en una supuesta isla en apariencia desierta donde los hipotéticos supervivientes de un azaroso accidente aéreo parecen enfrentarse a una imprevisible realidad tan hostil como a cada paso nueva y cambiante. Y además, están los otros.
¿Y qué dicen los pronósticos? Unos, como mi querido amigo siciliano, apuestan por alguna ingeniosa variante de la solución “purgatorio”. Otros no descartan la hipótesis del sueño dentro del sueño. Los menos idealistas vuelan a ras de suelo: un plató de televisión con concursantes compitiendo como supervivientes. Ciertos amantes de la cábala y las cintas palindrómicas se afanan en verlo todo al revés y sostienen que la clave es un malentendido o un mero juego verbal (entre estos últimos, tiene especial peso la facción “pardillos”). Los más científicos hablan de universos literalmente paralelos y de viajes en todas la direcciones posibles del tiempo y el espacio.
Y no faltan, en fin, quienes sostienen que «aquí hay gato (cuántico) encerrado» y la solución se reducirá a una estricta y múltiple aplicación empírica, vía John Locke (el personaje que parece erigirse como el gran protagonista), del principio de incertidumbre de Heisenberg, de modo que habría tantas soluciones al enigma de la serie como ojos que la contemplen y mentes que la asuman (incluso se especula si los terribles hermanos Cohen no se habrían apuntado a esta línea con su última película, A serious man).
El ya popular cartel con que la serie surgida en sus inicios del cráneo privilegiado de JJ Abrams publicita su sexta y última temporada (la imagen que encabeza estas líneas), que comenzará a emitirse en EE UU el próximo 2 de febrero, ha supuesto un impacto visual de primer orden. Se rumorea que, a modo de gran trampa, en uno o varios de los minuciosos detalles que pueden distinguirse en esta indisimulada parodia de la Última Cena están, bien a la vista, los elementos que permiten armar sin ningún género de duda el rompecabezas, y que la sorpresa será morrocotuda por obvia. Una legión de hermeneutas se afana en dirimir si las calaveras, los ramajes, el texto que podrían componer los cuerpos de los comensales o las inquietantes figuras que forman los reflejos de las nubes del fondo son pistas, y en qué orden, de la clave final. Es bien sabido que, cuando se juntan, los friquis acaba siendo freekeys.
A mí, con todos los respetos, me parece que este cartel tiene una clara connotación mimética lindante con el plagio, o al menos con el aprovechamiento pro domo sua del fenómeno del Código Davinci, el espejo de éxito multitudinario en el que se podrían estar contemplando los productores de Lost para sumar otra miríada magdaleniense de adeptos a las ya nutridas tribus de losties (nombre genérico con el que se conoce a los fans de la serie).
Ya veremos (o leeremos) que dan de sí la cosa y el fenómeno.
Personalmente debo confesar que, tras seguir con interés algunos episodios de las dos primeras temporadas, empecé a sentir cómo mi ánimo decaía y comenzaban a fallarme las fuerzas. El golpe de gracia a mi fe casi perdida lo propició un comentario de mi admirado gurú Juan Cueto, quien declaró haberse apeado de su fervor de dinosaurio televidente al darse cuenta de que lo realmente perdido en la enrevesada trama era el tiempo. Además, el histórico precedente de Twin Peaks, que tantas secuelas dejó en las sinapsis de nuestros circuitos superiores, también cuenta.
Así que me he dedicado a invertir una pequeña parte de las horas ganadas desde entonces en rescatar escenas memorables del celuloide, como esta de Río Bravo que he pescado en Youtube y que aquí dejo no sólo para dar sentido al eslogan que encabeza estas líneas sino también para deslizar, con una intención que no revelaré, el espeso barrunto de mi propias conjeturas sobre el sentido que finalmente acabará tomando el enigma. De perdidos al río.