lunes, 25 de enero de 2010

From Lost to the River


Aunque no es mi caso, parece que la existencia de un elevado porcentaje de televidentes del planeta antes llamado Tierra es un puro sinvivir: faltan escasos meses para que Perdidos (Lost), la teleserie «que ha marcado un antes y un después en el género», según enfatizan los adeptos, ponga fin a todas las incógnitas y descubra sus cartas revelando la verdadera naturaleza de un juego que mantiene al borde del colapso un número tan elevado de neuronas humanas que con sus potencial conjunto, si fuera aprovechado en una misma dirección, acaso podrían resolverse los peliagudos problemas de energía que nuestra civilización superpoblada e hiperconsumista tiene planteados.
Lo cierto es que la red, tanto la cibernáutica como la meramente impresa, hierve en conjeturas, previsiones, apuestas y acalorados debates acerca de un final que, a juzgar por la pasión y los desvelos que genera, en muy poco podría distinguirse del que suscitaría el propio fin del mundo. Como es bien sabido, la acción de Perdidos se desarrolla en una supuesta isla en apariencia desierta donde los hipotéticos supervivientes de un azaroso accidente aéreo parecen enfrentarse a una imprevisible realidad tan hostil como a cada paso nueva y cambiante. Y además, están los otros.
¿Y qué dicen los pronósticos? Unos, como mi querido amigo siciliano, apuestan por alguna ingeniosa variante de la solución “purgatorio”. Otros no descartan la hipótesis del sueño dentro del sueño. Los menos idealistas vuelan a ras de suelo: un plató de televisión con concursantes compitiendo como supervivientes. Ciertos amantes de la cábala y las cintas palindrómicas se afanan en verlo todo al revés y sostienen que la clave es un malentendido o un mero juego verbal (entre estos últimos, tiene especial peso la facción “pardillos”). Los más científicos hablan de universos literalmente paralelos y de viajes en todas la direcciones posibles del tiempo y el espacio.
Y no faltan, en fin, quienes sostienen que «aquí hay gato (cuántico) encerrado» y la solución se reducirá a una estricta y múltiple aplicación empírica, vía John Locke (el personaje que parece erigirse como el gran protagonista), del principio de incertidumbre de Heisenberg, de modo que habría tantas soluciones al enigma de la serie como ojos que la contemplen y mentes que la asuman (incluso se especula si los terribles hermanos Cohen no se habrían apuntado a esta línea con su última película, A serious man).
El ya popular cartel con que la serie surgida en sus inicios del cráneo privilegiado de JJ Abrams publicita su sexta y última temporada (la imagen que encabeza estas líneas), que comenzará a emitirse en EE UU el próximo 2 de febrero, ha supuesto un impacto visual de primer orden. Se rumorea que, a modo de gran trampa, en uno o varios de los minuciosos detalles que pueden distinguirse en esta indisimulada parodia de la Última Cena están, bien a la vista, los elementos que permiten armar sin ningún género de duda el rompecabezas, y que la sorpresa será morrocotuda por obvia. Una legión de hermeneutas se afana en dirimir si las calaveras, los ramajes, el texto que podrían componer los cuerpos de los comensales o las inquietantes figuras que forman los reflejos de las nubes del fondo son pistas, y en qué orden, de la clave final. Es bien sabido que, cuando se juntan, los friquis acaba siendo freekeys.
A mí, con todos los respetos, me parece que este cartel tiene una clara connotación mimética lindante con el plagio, o al menos con el aprovechamiento pro domo sua del fenómeno del Código Davinci, el espejo de éxito multitudinario en el que se podrían estar contemplando los productores de Lost para sumar otra miríada magdaleniense de adeptos a las ya nutridas tribus de losties (nombre genérico con el que se conoce a los fans de la serie).
Ya veremos (o leeremos) que dan de sí la cosa y el fenómeno.
Personalmente debo confesar que, tras seguir con interés algunos episodios de las dos primeras temporadas, empecé a sentir cómo mi ánimo decaía y comenzaban a fallarme las fuerzas. El golpe de gracia a mi fe casi perdida lo propició un comentario de mi admirado gurú Juan Cueto, quien declaró haberse apeado de su fervor de dinosaurio televidente al darse cuenta de que lo realmente perdido en la enrevesada trama era el tiempo. Además, el histórico precedente de Twin Peaks, que tantas secuelas dejó en las sinapsis de nuestros circuitos superiores, también cuenta.
Así que me he dedicado a invertir una pequeña parte de las horas ganadas desde entonces en rescatar escenas memorables del celuloide, como esta de Río Bravo que he pescado en Youtube y que aquí dejo no sólo para dar sentido al eslogan que encabeza estas líneas sino también para deslizar, con una intención que no revelaré, el espeso barrunto de mi propias conjeturas sobre el sentido que finalmente acabará tomando el enigma. De perdidos al río.


miércoles, 20 de enero de 2010

Un desnudo disfraz


Que esta historia va en serio 
uno lo empieza a descubrir muy tarde:
el comienzo es tan sórdido, que invita
a plegar la butaca y esfumarse.
Paisajes decadentes
y burdeles de cromo,
un mozo libertino persiguiendo
carne prieta, trabajos de amor propio.
La trama es tan endeble
y tan ligero su hilo,
que uno teme que tome la deriva
de un bochornoso cuento filipino.
Mas la voz del poeta
consigue despertarnos
–solo por ella logran tener cuerpo
las sombras del retrato.
Unos cuantos amigos
y una legión de amantes
(en la belleza andrógina de Bimba
puede que esté escondida alguna clave).
Lo demás es un juego
rara vez divertido:
descubrir quién es quién en la maraña
de la generación del medio siglo*.
Las imágenes muestran
un desnudo disfraz en cada toma
–es probable que así fueran los hechos
pero, sin nueva vida, a quién le importa.
Los diálogos crujen
como cintas de plástico,
de vez en cuando un poco de alegría
y una escena con sol mediterráneo.
Hay momentos precisos
y gestos que emocionan,
aunque por lo común sólo del verbo
del poeta respiran las personas.
Y al final, el remedo
de la muerte en Venecia,
un apergaminado contoneo
frente a las ruinas de la inteligencia.
Al salir a la calle,
la nieve cae lenta y piadosa.
Jaime Gil está vivo (en sus poemas).
Descanse en paz el cónsul de Sodoma.

*O dicho de otro modo:
sólo un roman à clef, para entendidos.

jueves, 14 de enero de 2010

Haití: hay que arrimar el hombro

La catástrofe de proporciones bíblicas que ha convertido a Haití en un inmenso cementerio y un territorio devorado por el dolor vuelve, una vez más (pero cada vez es única y distinta), a enfrentarnos a la enorme fragilidad humana, a la evidencia de lo indefensos que estamos, pese a nuestra sofisticada tecnología, ante los fenómenos naturales, sean éstos fruto del mero acontecer geológico o (y también) de la alteraciones que nuestra actividad ha ido introduciendo aceleradamente en el medio.

Las espantosas cifras de muertos y afectados (que aún tardarán en concretarse) se mezclan con las insoportables imágenes del sufrimiento humano. El derrumbe de los edificios más representativos y sólidos de la capital, Puerto Príncipe (el palacio presidencial, la catedral, la universidad, las instalaciones de Naciones Unidas), no permite albergar esperanza alguna sobre la suerte que hayan podido correr los míseros poblados en que mayoritariamente sobrevivía la población de la isla caribeña.

El que estas catástrofes naturales se ceben de forma tan señalada con los espacios del planeta más pobres y carentes de todo tipo de recursos (aunque ningún rincón está a salvo, como bien sabemos) multiplica sus efectos devastadores y pone en marcha una espiral de degradación que puede resultar incontrolable. De ahí la importancia de responder de forma masiva, temprana y generosa a los reclamos de las organizaciones que están recabando ayuda para Haití.

No es hora de quedarnos con el corazón encogido y la mirada perdida, alucinados ante lo que vuelven a ver nuestros ojos, inmóviles y probablemente ya por completo escépticos, convencidos de que, en verdad, no podemos hacer nada. Es hora de actuar, de ayudar, de dedicar en la forma que cada uno crea conveniente una parte de nuestro tiempo y nuestra energía y por supuesto de nuestro dinero a la solidaridad con el pueblo haitiano en estos trágicos momentos. Hay que arrimar el hombro.

lunes, 11 de enero de 2010

Rohmer


Aunque su cine sea carne de filmoteca (o precisamente por ello) y sus historias apenas resulten memorables (¿quién recuerda en detalle, salvo alguna excepción, sus argumentos?), las películas de Eric Rohmer, organizadas muchas de ellas en ciclos (cuentos morales, comedias y proverbios, cuentos estacionales), constituyen un ejemplo de que el arte cinematográfico es (o era: los tiempos han cambiado mucho) una suerte de género literario en el que la cámara escribe al dictado de los mismos impulsos que mueven al poeta o al novelista, al imprescindible fabulador.

En el cine de Rohmer las imágenes se nos muestran como hallazgos de una mirada capaz de hacernos ver lo que tantas veces tenemos delante de los ojos sin que lo advirtamos. Y los diálogos (los maravillosos e interminables diálogos de Rohmer, tan sesudos a veces, a veces de tan banal apariencia) nos revelan la quintaesencia de la comunicación posible a través de las palabras que compartimos con los otros.

Alguien dijo, con expresión afortunada ya convertida en tópico, que contemplar una película de Rohmer era como ver crecer una planta. Y es verdad. En las obras de este hermano mayor de la «nouvelle vague» que acaba de fallecer, brilla con luz propia el lento despliegue de una sensibilidad que no pretende otra cosa que mostrar el hecho mismo del acontecer de los afectos, las emociones, la pasión, los equívocos del deseo, también el tedio y los fantasmas que forman parte de nuestra vida.

Pudimos ver las obras que le convirtieron prontamente en un nombre imprescindible de la «nueva ola» (Ma nuit chez Maud, La genou de Claire, L’Amour l’aprés midi) en proyecciones tardías de colegio mayor o en accidentadas sesiones de «cine-fórum», antes de que, ya iniciados los ochenta, acudiéramos puntualmente a los casi íntimos pero fervorosos estrenos de sus comedias y proverbios, que nos enfrentaban a historias de apariencia sencilla concebidas para ilustrar circunstancias e intuiciones vitales resumidas en frases de carácter proverbial: «No se puede pensar en nada» o La mujer del aviador, «¿Quién no construye castillos en el aire?» o La buena boda; «Quien habla demasiado acaba equivocándose» o Paulina en la playa; «Quien tiene dos mujeres pierde el alma. Quien tiene dos casas pierde la razón», en Las noches de luna llena; o, en fin, ese milagro del azar que es El rayo verde (incluyo más abajo una secuencia). Sin olvidar los cuentos contados al ritmo de las estaciones.

La muerte de Rohmer, al tiempo que levanta con su aldabonazo de ciclo cumplido una marejada de melancolía alimentada a los pechos de su propio arte, nos propone también unos deberes que no será fácil cumplir, entre tantos avatares y seducciones como nos reclaman por todos lados: revisar su cine, completar la memoria, volver a recorrer de nuevo los lugares donde la vida se nos mostró una vez como un relato íntimo, bello, inteligente. Y donde, de algún modo que ahora nos parece remoto, fuimos felices, quizás porque, ingenuos y atrevidos, creíamos que aquella forma de estar en el mundo y de mostrarlo era un puerto seguro de nuestra propia existencia.



Arriba, cartel de Cuento de invierno, tomado de Tinypic.

sábado, 9 de enero de 2010

Claridad


Edipo dice que sus pies desnudos

sangran en sueños. Los adolescentes.

Vivir no es fácil. Cada laberinto

conduce al centro de otra marejada.

La sucesión. La noche. Los mendigos

que el día descubre en las aceras sucias.

El descorrer de una cortina. El noble

acontecer tan simple de la nieve.

Y siente Edipo que se desmorona

como la arcilla de la esfinge. Y calla.


Exedra del Parque de El Capricho, Madrid.

Foto © Ginette-Gigi2000, tomada de Flickr. Publicada con permiso de la autora.


miércoles, 30 de diciembre de 2009

Zulueta arrebatado

Ayer mismo examinaba detenidamente, entre la barahúnda húmeda y ansiosa de la FNAC de Callao, una edición especial en deuvedé de Arrebato, Leo es pardo y algunos otros cortos de Iván Zulueta, el singular director de cine, además de inspirado cartelista, fotógrafo y pintor, que este final de año tan pródigo en lluvias nos ha sido arrebatado a edad aún tan temprana (66 años) en su natal San Sebastián.

Recuerdo bien el impacto y desconcierto que su ya legendario largometraje Arrebato me produjo cuando lo vi por primera vez, probablemente fue en alguna sesión semiclandestina del antiguo cine Azul, el de las espaciosas butacas, allá por el año 1980. Aquella delirante y poética peripecia de un ser peterpanesco y acaso maldororniano, obsesionado por la filmación (fijación en imágenes) del tiempo, ha figurado desde entonces entre mis preferencias sostenidas del cine español. Una obra que sólo puedo contemplar (y la he vuelto a ver varias veces) en estado de fascinación.

Las interpretaciones de Will More, Eusebio Poncela, Cecilia Roth y de una adorable Marta Fernández Muro, incorporando trabajos muy notables (a veces únicos) de sus respectivas carreras, logran tejer una historia de vidas al límite, de sensaciones que, si tenían mucho que ver con inmediatas experiencias psicodélicas y promiscuas (no sólo en el obvio significado de esta palabra) propias del momento (eran los años de la tan cacareada «movida madrileña»), también conseguían avanzar por un camino de introspección enormemente arriesgado, de búsqueda de sentido al misterio de la vida, de indagación en el espeso bosque de una infancia que se resistía a perder sus tesoros. Un recuento del duro aprendizaje que supone vivir a fondo en la corriente de impulsos irreductibles, quizás de los riesgos que entraña la audacia de llevar hasta el límite los derroteros de una pasión, la indagación de un presentimiento.

Arrebato, que suele definirse como película de culto y obra experimental (a veces parece enlazar directamente con la técnica onírica del primer Buñuel), es en verdad una rara joya de nuestra filmografía y permanece como el legado personal de una sensibilidad afilada en el que merece la pena seguir ahondando. Y desde ella, en el resto de la obra de un creador que probablemente aún guarde secretos luminosos.

Este vídeo (uno de los muchos que pueden encontrarse en YouTube, incluidos algunos con comentarios del autor que aportan claves de interés) me parece un buen indicio del estilo y el tono de la obra.




Fotografía de Iván Zulueta, de EPA, tomada de Google noticias.

martes, 29 de diciembre de 2009

Al revés


Si la detención de Juan López de Uralde y los demás militantes de Greenpeace (Nora Christiansen, Christian Schmutz y Joris Thijssen) por su tan valiente como pacífica protesta en la Cumbre de Copenhague ya fue, digámoslo de modo eufemístico, «una broma de mal gusto», el hecho de que a estas alturas aún permanezcan en prisión, y tratados como peligrosos terroristas, es una agresión sostenida con un empecinamiento que el derecho internacional no debería tolerar.

Aunque las protestas se multiplican, no parece del todo claro que ni el Gobierno español ni los del resto de países de la Unión Europea, ni las autoridades del mundo supuestamente civilizado, estén haciendo lo necesario para poner fin a este disparate. Una agresión vergonzosa y humillante que viene a subrayar con ominosa exactitud la lógica malvada del «mundo al revés».

Tampoco la prensa de mayor tirada parece estar prestando la debida atención informativa a un atentado mayúsculo, y perversamente ejemplarizante, contra quienes defienden el patrimonio de todos, la precaria salud de este planeta al que algunos se empeñan en dar por desahuciado, considerándolo pasto definitivo de un desarrollo no ya solo insostenible sino ferozmente agresivo. El delito de los militantes de Greenpeace no ha sido otro que el de denunciar una política complaciente (el cinismo no tiene límites) con las cada vez más claras señales del apocalipsis ecológico.

Da la impresión de que, quizás al socaire de una crisis económica que ha elevado hasta cotas insospechadas el fantasma del miedo, se hubiera extendido una especie de adormecimiento colectivo que es difícil no interpretar como el síntoma más preocupante de que la marcha atrás hacia el desastre ya es imparable, porque nadie con poder tiene verdadero interés en pararla.

Puesta así las cosas, si hace poco pensábamos que la Cumbre de Copenhague había sido un fiasco por la cicatería de los acuerdos logrados, ¿quién nos va a librar ahora de la sospecha de que realmente las autoridades mundiales han perdido por completo el norte de lo que el mundo se está jugando, y que se limitan a simular, con discursos vacíos si no directamente mendaces, su incapacidad para ser conscientes de los graves problemas?

El precedente de este atentando global contra la libertad de denunciar tal estado de cosas puede traer consecuencias inimaginables. O tan terriblemente predecibles, que su sola mención produce espanto.

No servirá de nada, pero hay que decirlo: con el encarcelamiento sostenido de los militantes de Greenpeace estamos en la cárcel todos los que aún mantenemos, aunque cada vez más remota, alguna esperanza de que que la especie humana no está condenada a aceptar como precio del supuesto progreso el camino minuciosamente programado (y denunciado con evidencias cada vez más palmarias) hacia su propia destrucción.

Por eso, en este final de un año crítico hasta su último suspiro, deberíamos hacer el esfuerzo de ser conscientes de que todos y de qué modo somos Juantxo. Y actuar en consecuencia.

En esta página de Greenpeace hay algunas sugerencias de lo que podemos hacer.


Imagen: Protesta de López de Uralde y otros militantes de Greenpeace en la cena de gala de la Cumbre de Copenhague.
Foto de Reuters tomada de El País