Charles Foster Kane (O. Wells) y Jedediah Leland (J. Cotten) en Citizen Kane (1941), de Orson Welles, la película históricamente más valorada por la crítica.
Tipos sobrados
Debe de ser, me parece, no sé cómo lo ves tú, ni si has pensado en ello, el peor de los infiernos. Su calor sin color. Su soledad atroz, tan inflamable. Sus ojos saltimbanquis. Su enorme papo inflado. Su soberbia. Los tipos sobrados siempre parecen estar encima de sí mismos, como también indica, curiosamente, su nombre. Y allí ni se alcanzan.
Comilonas de cine: del Satyricon (1969), de Fellini a...
Tipos anchos
La gula, si bien lo miras, amigo Pancho, no es otra cosa que una lucha desaforada contra la dama escuálida que nos propone un ideal físico insufrible y, lo peor de todo, sin escapatoria. En el fondo, una forma algo redundante de erotismo.
...
... Mastroianni, Piccoli, Noiret y Tognazzi, un póker de ases en La grande bouffe (1973), de Marco Ferreri.
Fotograma de Arroz amargo (Riso amaro) (1949), filme de Giuseppe De Santis.
Tipos duros
Ya sabes tú que el lujurioso, no necesariamente rijoso, es una víctima fácil del deseo. Sobre todo, del deseo que no tenga más que un objeto posible. De hecho, un solo objeto. De cualquier forma, como ya señaló Rimbaud, puede que sea el suyo el más excelso de los pecados capitanes.
Retrato de Erich von Stroheim, director de «Avaricia», 1923-1925.
Tipos fijos
Es bien sabido, amigos, que un grave problema del avaro es que cree que la generosidad del prójimo no es más que una estratagema para sacarle algo a cambio. Aun así, la acepta y la exprime. Y vuelve a acariciar su bolsa.
—No, si yo no me he enfadado con él —dice ella—. Simplemente me he dado cuenta de que ha sido un grave error que alguna vez haya formado parte del círculo de mi vida. —Ah —dice él—, siendo así... —Pero de enfado, nada —concluye ella.
Giuseppe Arcimboldo: Otoño, 1573. Museo del Louvre, París.
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¿Quién dijo que sería fácil llegar a los arrabales
¿Quién dijo que sería fácil llegar a los arrabales del
¿Quién dijo que sería fácil llegar a los arrabales del otoño
¿Quién dijo que sería fácil llegar a los arrabales del otoño?
Claude Monet: Marina: embarcaciones en un claro de luna, hacia 1864. National Galleries of Scotland, Edimburgo.
El relato comenzaba diciendo: «Un barco se abre paso entra las aguas al filo del día. Quizás transporta el sol. No olvides tu sombrero». Al llegar a casa, por la noche, pude leer las últimas líneas: «Una barca remueve entre las sombras las quietas aguas de la gran laguna. No olvides tu moneda». Últimamente suelo acostarme temprano.
Anónimo (tal vez Gerard David): Virgen de la mosca, 1520. Colegiata de Santa María la Mayor, Toro (Zamora).
La escena lo incluía y se sentía a gusto. Sin embargo, por más que estuvo llamando su atención no consiguió que ninguno lo viera. Ni la Reina, ni la Santa, ni la Madre, ni el Niño, ni el Ignoto, ni la famosa Mosca, ni la Rana, ni el Gusano...
***
En mi Guía Total de Castilla y León (Anaya Touring, ya en su 15ª ed.), describí así el cuadro:
(Hablarle a Borges, 34). Dicen que Borges dijo o escribió: «Somos los libros que nos han hecho mejores». Y, asintiendo, de inmediato me surge: «Y, tal vez, y sobre todo, más libres. La cultura, no sólo libresca pero muy a menudo en forma de libro abierto, es ante todo el minucioso cultivo de lo poco que en verdad necesitamos: un aprendizaje del desasimiento». (Hablarle a Borges, 35). Dicen que en una de sus conferencias Borges dijo: «¿Qué significa llegar al nirvana? Simplemente, que nuestros actos ya no arrojan sombras». Y así, a bote pronto, que diría (si pudiera) Maradona, ese compatriota, se me ocurre: «Ejem, ejem, maestro. Llegados al nirvana, lo más probable es que, no sólo nuestros actos, tampoco nuestros cuerpos arrojen sombra... en las sombras».
(Hablarle a Borges, 36). Dicen que Borges dijo (y es una de sus citas más recurrentes): «La filosofía y la teología son, lo sospecho, dos especies de la literatura fantástica».
Y al releerlo se me ocurre responder: «Claro, maestro, es una perspectiva muy brillante, luminosa. Pero también caben en ella, sospecho, las viceversas: la literatura es una forma, tal vez privilegiada, de amar la sabiduría y hasta de buscar el encuentro con Dios y sus oquedades por otros medios».
—Puso la piedad junto a la confianza y nunca perdió la alegría —dice de él el hombre del sombrero. —Sí —murmura el Busto—, le conviene el verso de Du Bellay que él mismo utilizó: «Feliz quien, como Ulises, ha hecho un largo viaje». —Podría ser su epitafio. —Piedad y confianza.
(Visiones y audiciones en voz alta) Siempre es un buen momento para sentir la melancolía llena de belleza de este tema inmortal de los Rolling. Cuando lo escucho, me acuerdo de un colega de la base aérea de Los Llanos, que lo cantaba con mucho sentimiento, y no escasa calidad, en ocasiones en que habíamos logrado escaquearnos en alguna estancia de la escuadrilla y teníamos por delante un par de horas libres de sudor guerrero. No sé si acierto al decir que nunca los Rolling sonaron más Beatles. Uno de esos cruces de caminos donde confluyen rumbos que van y vienen formando parte de la misma ruta.
Cuadro, marco, trituración, exposición: «El amor está en la papelera».
(Visiones en voz alta). Lo de Banksy, con su happening ausente triturador (por así decir), dará mucho que hablar. Ya está ocurriendo. Ha sido, es, una intervención genial, una obra maestra del arte fugitivo contemporáneo, que es el que más relevancia tiene ahora mismo en todas las disciplinas. De lo “ocurrido” (ese es el término preciso), junto con el inmediato resultado de la creación de una obra de arte de “verdad práctica” (como proponía Isidore Ducasse), me parecen destacables, sobre otros, dos aspectos. El primero: el poderoso efecto del cambio del título de la obra, que de Niña con un 🎈 pasa a llamarse El amor está en la papelera (“Love is in the Bin”), rótulo excepcional que en sí mismo es una definición triple: de la nueva obra, del proceso que la ha creado, de la época en la que se enmarca y que la hace posible.
La otra cuestión reseñable, no sé si conscientemente buscada, es la creación de una nueva imagen clásica que acabará adquiriendo valor de icono de época: es la foto fija del momento en que la obra, sujetada por dos empleadas de la casa de subastas con armónico aires de ujieres o valets de palacio, es colocada de modo que permita evocar y enmarcar la "ocasión" en que se desprendía del marco y pasaba por la trituradora, que lejos de destruirla la convirtió en otra cosa, otro objeto, otro símbolo, otro sueño: un instante estelar de rara perfección clásica y con una capacidad de sugerencia artística que hacía tiempo que no se veía en el mundo mediático de las bellas artes.
Y un tercer apunte: a Banksy hay que agradecerle que haya enterrado definitivamente el urinario de Duchamp como símbolo de vanguardia sustituyéndolo por una acción poética cuya belleza es, ahora sí, de verdad deslumbrante.
Posdata. Según ha explicado el artista en un vídeo posterior, el plan de destrucción en directo de la obra no salió según lo previsto: el mecanismo de trituración camuflado en el interior del marco no funcionó correctamente y no se produjo la destrucción completa de la obra, que era lo buscado. Creámosle o no («yo sí te creo»), lo cierto es no cambia nada que el azar haya intervenido en el suceso y las circunstancias se haya confabulado en una determinada dirección. Incluso puede que refuerce su significación, haciéndola menos dependiente de la voluntad del artista y más de las fuerzas imparables de los hechos: una vez ocurrido lo ocurrido sólo nos queda ver qué se nos ocurre hacer con ello.
Eduardo Zamacois y Zabala: El favor del rey, 1865-1867. Col. Frankel Family Trust, Dallas (EE UU).
Soñé que en Ciudad Desconocida me encontraba con Evil Vivo, amable y reconcentrado, como suele, y en compañía de nuestra amiga común Ailama. Pero hubo disputa con otros amigos y compadres de los alrededores en torno a si se trataba del auténtico Evil Vivo en persona, o era tan sólo un súcubo. Aún nos discutimos.
Piero della Francesca: Flagellazione di Cristo, h. 1444-1469. Palacio Ducal de Urbino, Italia.
«Si le contara por qué estoy aquí, no me iban a creer —dijo mirando a sus verdugos, que permanecían sentados en el patio de butacas de sus casas. Y, tras tragar saliva, continuó:— Espero que al menos ustedes sepan por qué están».
Ponerle un nombre al color de las cosas no siempre es fácil.
Porque aunque las cosas tengan un color y coincidamos en nombrar eso que vemos, la mayoría de las que nos importan y están en medio de nuestras vidas como reyes maduros y triunfantes o como seres muy menesterosos siempre a punto de pedir limosna no tiene(n) un color al que podamos darle un nombre. ¿De qué color es, por ejemplo, el sentimiento de impaciencia? ¿De qué color el cansancio espantoso, la obcecación, el rescoldo de alegría, la ira en conserva, el puro mamoneo, la implacable y leprosa burocracia, la nostalgia infinita, el desdén, la risa floja o los inmisericordes latrocinios que asedian cada día el reducto invencible de nuestros corazones? ¿Y cuál es el color de la hipocresía,de la histeria, la hipérbole, lo híspido...
y tantas haches mudas
—esas “hachas rupestres” (gracias, Gabo)— o el de los episodios memorables de la vida que no hemos vivido, el color de lo que aún no existe pero no puede dejar de existir, el color con el que nos pensamos el cerebro, el de la mirada que nos fija en un punto del mundo o el de la noche que se nos escapa?
No sabemos el nombre del color y, sin embargo, nos ciega a cada instante la luz intermitente de las cosas y el miedo cierto a que no sea posible despertar.
(No sé si este ¿poema? acaba aquí:
está escrito en mi bloc con tinta verde y el verde es, por defecto, el más rancio color de la esperanza).
Pieter Brueghel el Viejo: La parábola de los ciegos, 1568. Museo de Capodimonte, Nápoles.
Lo del algoritmo pasó a palabras mayores cuando en la publicidad personalizada comenzaron a aparecer productos que utilizaban como reclamo imágenes que ellos sólo habían visto en sueños, en fosfenos intermitentes, en el vuelo fugaz de un deseo apenas formulado.
(Oído en voz alta). Cómo me ha alegrado la concesión del Premio Nacional de la Música dizque Moderna a Christina Rosenvinge (algún día el corrector aprenderá a escribir su nombre de un tirón, sin dudas consonánticas). Que levanten la mano aquellos de mi generación, y aun mediada la siguiente, ya sean heteros, homos o persiles, que no hayan andado enamorados de una artista que es lo más parecido que tenemos por estas latitudes a una princesa princesa, de verdad, dulce y brutal y, sobre todo, lista como una raposa y ágil y delicada como un lince. Un disfrute completo: su voz, su arte, su inteligencia y su toda figura. Noraboa.
Luces de atardecer sobre el cielo de Alcorcón, tras la incineración de Pancho (10.10.16).
A veces se ven sobre el cielo. Otras surgen de fuentes muy diversas. Pero las más iluminadoras son siempre las que provienen de los ojos de los demás seres vivos. Seres vivos.
Dorothea Tanning: Max in a Blue Boat, 1947. Max Ernst Museum, Brühl (Alemania).
«Una de las cosas más raras —me dice— que me han ocurrido en mi vida de escritor es que un personaje haya venido a pedirme cuentas por haberle hecho actor de reparto de una novela concebida con la técnica de la escritura automática».
Gilbert Stuart: El patinador, 1782. National Gallery of Art, Washington.
—El increíble auge del patinete es una prueba del infantilismo creciente que nos asedia. —Un ejemplo de libro. —Tal vez de su falta. —¡Equilicuá! —Un día de estos saco ya mi tabla con rodamientos y guía móvil y ya se verá... —¡Ah, aquellas artesanías! —Pura autarquía, ya lo creo. —Oye... —Oigo. —¿Y no será que ya nos patinan un poco...? —(Al unísono): ¡¡Las neuronas!!
Junto a los enormes hallazgos y logros de su voz prodigiosa, me parece que a Montserrat Caballé hay que agradecerle también su sensibilidad para aproximar mundos y géneros. Aún recuerdo la gratísima sorpresa que me produjo esta versión de una de las mejores canciones de Mecano. Gracias por tanta belleza.
Franz Hals: Niño cantando con flauta, 1623. Gemäldegalerie, Berlín.
Fue en el campamento de Hoyos del Espino, en el verano ¿del 67? En los fuegos nocturnos cantó a capella el tema más famoso de Lone Star. Y no lo apedrearon.
Pessoa, el hombre de las mil almas. Retratado por Carlos Botelho II.
Hay por la red tantos tesoros ocultos que nunca hubo nada tan parecido a una travesía llena de verdaderas aventuras como la de deslizarse por sus inmensas aguas, siempre en busca de la tierra firme. Aquí dejo la huella de uno de esos lugares en los que puede merecer la pena quedarse a vivir: la página donde se encuentran los cuadernos de Pessoa.
—Cuando se ha muerto alguien —oí que le decía por la calle el alto al bajo— y está el cadáver con un cuchillo clavado en la espalda en medio de tu casa, no puedes decir que se ha caído. —Bueeeeno, bueeeeno —le respondió el otro con los brazos en jarras—, siempre puedo reconocer que no lo empujé aposta.
Caravaggio: La incredulidad de Santo Tomás, 1602. Palacio de Sanssouci, Potsdam (Alemania).
Cuando el escritor estaba a punto de publicar su novela de humor, acción y crímenes, alguien vino por la espalda y le clavó un puñal. Le juro, comisario lector, que fue un accidente.
A ver, a ver... Tanteo en el tintero, que ya no existe, y con la cuerda floja de la imaginación busco en la troja que hubo en mi troje, y cojo el sonajero
allí olvidado, como el arpa aquella: le limpio el polvo, engraso sus platillos casi oxidados, y por los altillos de mi memoria cruza una... ¡es ella!
Después de tanto tiempo —ya una vida—, cuando menos podía yo esperarlo, ni casi imaginarlo, y sin quererlo,
vuelve a mis ojos la presencia huida
de aquel secreto que hoy, al contemplarlo,
es flor de humo. Y se deshace al verlo.
—A muchos políticos se les ven los hilos. —¡Y hasta la tramoya! —Pero cómo eres, siempre pensando en la rima fácil...
—No, si a algunos poetas les pasa lo mismo.
El Corralillo, quizás por sentirse aludido, siempre que perdía se pillaba unos globos monumentales. Un día le dio por apedrear la puerta pequeña del Corralón con unos cantos puntiagudos que había recolectado especialmente, y casi se la carga. Y todo porque «el Eu —decía— me ha hecho una picia con mu’ mala sombra».
Giuseppe Maria Crespi: Interior con familia de campesinos, hacia 1709. Colección Carmen Thyssen-Bornemisza, en depósito en el Museo Nacional Thyssen-Bornemisza, Madrid.
Los jardines de mi infancia... Perdón, comenzaré de nuevo: las calles llenas de barro de mi infancia estaban repletas de risas, de cantos, de sillas, de sueños. Todo eso se fue por el gua. El gua era un agujero negro.
¿Y qué decir del rosa que no fuere
objeto de escarmiento y de chuflillas,
pues no hay color que esté más de rodillas
frente a la intromisión de lo que hiere
por su gusto banal en cuanto quiere la inspiración? Son esas estampillas del rosa que en la rosa —en las orillas del tópico dulzón— se enzarza y muere
las que lo hacen risible. La paleta del artista pintor o del poeta siempre afronta ante el rosa un espejismo
burlesco. Y sin embargo el rosa lame, aunque en su derredor ñoñez proclame, las riberas de sangre del abismo.
Esteban Vicente: La Rambla, Barcelona, h. 1931. Col. Particular.
—¿No te das cuenta —me dice en voz alta, sin duda para que también tú puedas oírlo— de que, en este mismo instante, estamos siendo atacados por ráfagas particularmente insidiosas de neutrinos?
Y, como el que no quiere la cosa, va y se sacude la caspa de los hombros
J. L. Ojea: Cabeza del Moro (torre del polvorín), en Talavera de la Reina.
¿El mayor fracaso de mi vida? No sé, tendría que aflojarme la camisa para contestar. Pero creo que fue, sí, sin duda, el día aquel en que me escalucharon.