(Al filo de los días: recuperando el hilo). Sobre extremos de amor patrio. Hace tiempo que vengo sosteniendo —un poco en broma, pero no sin serios y precisos argumentos— que Talavera de la Reina, mi patria chica, bien podría haber sido la capital de la tercera provincia extremeña. De hecho, una parte notable de su «Antigua Tierra» está ahora en la comunidad vecina, mientras que sangre verata o morala —al igual que gallega o andaluza, castellana o incluso manchega y ahora de diversos pueblos de la Panhispania— corre por las venas de muchos talabricenses (el preciso gentilicio que algún día será de uso común y tan natural como el agua del Tajo, que volverá a correr fuerte y caudal).
El asunto del amor al terruño suele tener curiosas derivas sentimentales y, a menudo, levanta muros de mucha bobaliconería, por completo absurdos en un mundo hiperconectado como el actual. Pero en no pocas ocasiones es el mejor— a veces el único— combustible para quemar las inercias y poner los motores en marcha. Al fin y al cabo, sentirse conectados con el mundo a través de un ‘enchufe’ es lo más parecido a tener una buena cobertura de wifi y poder navegar sin interferencias. O algo así. Tal vez habrá que ir afinando un poco y poniendo al día las metáforas hipercibernáuticas de los webos.
A estas alturas, no tengo problemas —todo lo contrario— para sentirme «autóctono» del lugar donde vivo (¡viva Madrid, la Prospe resiste!), y me creo capaz de asimilar sin ningún reparo cualquier paisanaje que me haga tilín. De hecho, he decidido llevarle la contraria al gran Groucho e inscribir como consigna en el registro de la propiedad de ocurrencias la siguiente contradictio: nunca diré que no a ningún club que admita entre sus socios agentes como yo. Lo cual no significa que le diga que sí. No sé si me entendés, baudeleriano amigo, mi hermana, ni semejante!
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