Edward Hopper: Dos cómicos, 1966. Colección particular (durante algún tiempo perteneció a Frank Sinatra). |
Qué fácil es a veces dejarse llevar por la sintonía evidente —¿evidente?— de lo que nos conmueve sin porqué. Y qué extraño consuelo —como en el oratorio aquel de Amancio Prada— nos proporcionan gestos y querencias, sintagmas y susurros, voces que, dichas en voz alta o solo proyectadas en las hondas cavernas íntimas del cerebro, nos llevan de la mano hasta el borde mismo del escenario, ya sin telón de fondo, para reconocer que el fin de la función no va a pillarnos fuera del sentido, torpe o sensato pero nuestro, de lo que llamamos vida viva, ni del hecho de sabernos que también pudiéramos ser «como dos actores sin papel… que sin ruido atravesaran en su adiós la escena». Ah, el tesoro compartido de las palabras, cómo consuela aunque sepamos que no va a librarnos del designio de las ruinas circulares que están por todas partes.
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