Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense. |
(Al filo de los días). Leo la noticia de la muerte del profesor Ángel Benito, que fue mi profesor, de forma efímera, en el primer curso de periodismo y en la asignatura más especializada de todas, Teoría General de la Información. Era esta la pieza central en un currículo que parecía elaborado con retales de aquí y allá, y en parte así se había hecho y a ello respondía el claustro de profesores. El caso es que en las notas necrológicas del viejo profesor aparecen nombres —Dovifat, Fatorello, Lazarsfeld...— de los que poco o nada he oído hablar después —tal vez me crucé con alguno laborando en la actualización de alguna enciclopedia—, mientas que en cambio otros, McLuhan, Eco, Barthes, descubiertos también por entonces, siempre han estado de uno u otro modo presentes en lo que podría denominar mi incierto horizonte de intereses ciertos.
Ángel Benito, si no recuerdo mal, era ya hacia 1974 —en octubre de ese año llegué a la Facultad de CC II de la Complutense, tras superar un examen de acceso en tiempos en los que aún no estaba implantada la selectividad— una figura universitaria emergente y el más claro representante —tal vez con Pedro Orive— de lo verdaderamente especializado de unos estudios que acababan de adquirir su rango universitario y de una Facultad que trataba de aglutinar y dignificar la herencia de las diversas escuelas profesionales precedentes (la de Periodismo, la mítica de Cine, tal vez alguna de Relaciones Públicas) y establecer un plan de estudios digno de respeto y con contenido valorable, abriéndose un hueco propio en el contexto de las ciencias humanísticas que se iban disgregando del tronco común de lo que se llamó Filosofía y Letras, y sin perder de vista los avances de las tecnologías informáticas que empezaban a ser algo más que un rumor de fondo.
Recuerdo bien que en los primeros años de Facultad, dentro de la convulsión del final del franquismo y las muy reiteradas huelgas tanto de tipo general como, sobre todo, las propiciadas por el gremio de profesores no numerarios (los famosos “penenes”), una ardua discusión fue la exigencia de convalidación de estudios por parte de los titulados de la antigua Escuela de Periodismo; una polémica absurda por cuanto pretendía medir con raseros diferentes el supuesto acceso a una profesión para la que nunca se exigió, en la práctica, título alguno más que la prueba demostrable de los hechos. Qué estéril me pareció entonces aquella diatriba y qué estéril de hecho acabó siendo: ningún título universitario ha garantizado nunca el ejercicio pleno de una profesión “intitulable”, ni nadie se ha visto nunca privado de poder escribir en los periódicos por carecer del título de periodista.
Probablemente hablo un poco a la ligera, pero me parece que el efecto mayor y más visible que las Facultades de Ciencias de la Información han tenido ha sido el de autoabastecerse como centros de estudios teóricos de la información y la comunicación, proporcionando, en el mejor de los casos, un marco gnoseológico de referencia para analizar y comprender la amplia casuística implicada en el proceso de comunicación a través de los medios de masas. Nada, en principio, muy distinto a lo que desde perspectivas más conspicuas abordan la lingüística, la filosofía o las ciencias sociales. Con matices, claro. Y con especializaciones crecientes, por supuesto.
Si no me falla la memoria, sólo tuve a Ángel Benito como profesor durante un trimestre. Lo sustituyó Federico Ysart, cuyas clases recuerdo como una mezcla de crónicas políticas ad hoc y charlas de café, al tiempo que, por medio de apuntes ciclostilados, o tal vez ya con el “manual de Benito”, teníamos que empollar los muy diversos esquemas del proceso comunicativo según diferentes escuelas cuya coincidencia común (ECCMMR) solía ser el concepto de feedback (retroalimentación) y unos dibujillos esquemáticos donde la comunicación se representaba a menudo con una especie de muelle en espiral, como si de un calambrazo se tratase.
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