Basada, o libremente inspirada, en El móvil, la novela corta que daba título al primer libro publicado por Javier Cercas, El autor ha llegado a las pantallas, tras su paso exitoso por el Festival de San Sebastián, para convertirse con toda probabilidad en la consagración definitiva –aunque no final– de Javier Gutiérrez como el gran actor que hace ya tiempo viene demostrando ser. Lo evidenció, y con mucha soltura, dando vida al detective Robles en La Isla mínima (2014), interpretación que le valió el Goya al mejor actor protagonista, aunque no habría sido injusto que lo hubiera compartido con Raúl Arévalo, que le daba la réplica en esa película, en un duelo interpretativo del que ambos salían reforzados. Ahora, en cambio, y aun estando bien acompañado por un reparto coral en el que hay algunas agradables sorpresas, el protagonismo del actor asturiano (Luanco, 1971) es absoluto. Hasta el punto de que no sería exagerado decir que El autor es él.
Él y una historia de sedicente-escritor-busca-historia-que-contar visualmente mostrada con gran eficacia, buen ritmo y no poco talento, por cuanto recurre a una forma minuciosa de narración que, sin salirse de los cánones tradicionales y de un planteamiento estrictamente lineal, incorpora con sabiduría técnicas dramáticas —el teatro de sombras, por ejemplo, o el envoltorio agridulce de la comedia— que sirven para darle a la historia no sólo credibilidad y atractivo, sino también intención y profundidad. Y hasta «unos elegantes lejos simbólicos» muy sugerentes, como podría decir el profesor Francisco Rico con un empleo sustantivo poco habitual de la palabra "lejos".
En sustancia, y sin destripamientos, El autor cuenta cómo Álvaro, un oscuro abogado que trabaja en una notaría, tras separarse de su mujer (Maria León), escritora de bestsellers, decide entregarse en cuerpo y alma al sueño de escribir una gran novela. Al sentirse carente de talento, y guiado por los consejos de un profesor de escritura (Antonio de la Torre), que le pide que ponga realidad, cercanía y valentía en sus escritos, se convierte en un auténtico voyeur de la vida de sus vecinos y trata de manipularlos a fin de poder crear una novela real como la vida misma. Y de escribirla, como le pide su profe, poniendo el ejemplo de Hemingway, «con dos cojones», lo que el aprendiz de escritor llegará a hacer literalmente.
Realidad y ficción. La película podría haberse quedado sólo en una aproximación a las neuras de quienes, tal vez no contentos con que el mundo «sea ansí», se empeñan en buscarle tres pies al gato y están todo el día dándole vueltas a lo que, obviamente, no tiene más que un único recorrido y un final previsible. Quizás, elevando un poco el tiro de las intenciones, y sin perder de vista el universo feroz de cotilleo y vaciedad en que las redes sociales han convertido lo que antes se llamaba la vida social, pueda verse también como una parodia crítica de la actitud de quienes no dudan en alimentarse de la vida de los otros para construir con esos bocados un simulacro de realidad que sirva para tapar los huecos de su existencia. Bajo el apetecible envoltorio de una divertida historia trivial, El autor indaga en ese juego, peligroso donde los haya, que consiste en levantar con pericia de cirujano la piel de las apariencias para ver qué esconden. O, dicho en términos más generales, en explorar las consecuencias de vivir la ficción como si fuera real, aunque sin perder de vista que toda realidad es una forma de ficción.
Este juego de los límites, aunque aún nos pueda parece alambicado en su formulación paradójica —el límite es también, y acaso antes que nada, una cuestión de lenguaje—, es ya casi una obviedad desde al menos el Quijote, aunque entre nosotros la lección tardara varios siglos en aprenderse. Viene impregnando la mejor literatura y es el trasfondo común, con infinitas variantes, sobre el que se han construido las mejores novelas y, desde mediados del siglo XX para acá, casi toda la narrativa postexistencialistas, posmoderna y, finalmente, póstuma: ya es bien sabido que hace tiempo que la novela ha muerto, y por tanto nunca gozó de mejor salud.
El taller de escritura, donde se cuecen a fuego lento
las frustraciones del aspirante a novelista y toma cuerpo
su proyecto narrativo.
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Otros estímulos. Con estos mimbres, la historia de un novelista que, al ir escribiendo su novela, no duda en modificar la realidad, incluso de forma inmoral, para que favorezca sus intereses creativos, se va desvelando como una indagación en la escurridiza condición de las normas morales, cuando la vida nos cerca con sus insuficiencias, al tiempo que el desarrollo de una leve y bien medida trama policíaca, algo previsible pero con giros de interés creciente, nos sirve para que los espectadores permanezcamos atentos a la pantalla, no sólo preocupados por la salud mental del protagonista, sino por la nuestra propia como sujetos capaces de comprender los estímulos del mundo. La pantalla es sólo una convención literaria más. Lo que en ella se cuenta nos concierne en primera persona. Al igual que ocurre respecto a todo texto creativo, su escenario natural es nuestra conciencia. De todo esto nos habla también en voz baja la película, mientras nos entretiene con situaciones muy divertidas, con llamativos momentos esperpénticos, muy bien filmadas, y a menudo llenas de un costumbrismo crítico y no poca ironía.
Adelfa Calvo, una revelación de la inagotable cantera de
actores de reparto con que cuenta nuestro cine.
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¿Alguna pega? Alguna se me ocurre. Pero la principal es sólo un capricho de espectador al que también le gustaría poder modificar a veces aquello que ve, como hace un escritor con sus personajes. Si eso fuera posible, de muy buena gana me las hubiera apañado para, en un giro no inconsistente del guion, cargarme al cargante profe de escritura. Un tipo tan viscoso e interesado, tras su apariencia de monitor elocuente, que está pidiendo a gritos un machetazo. Claro que, a la vista de por dónde salen a veces los personajes y qué efectos tienen sus rebeliones, tal vez no fuera una buena idea.
Al salir de la sala, tan sorprendido como también anestesiado por lo previsible de un final perfecto, me asaltó la idea de que existe cierta simetría entre El autor y la última película de Jim Jarmusch, Paterson: lo que esta segunda supone de indagación en el territorio de la poesía es similar a lo que desarrolla en relación con la novela el quinto filme de Manuel Martín Cuenca, máximo responsable del filme y director por cuyo cine hasta ahora no había sentido mucho interés, si se exceptúa su adaptación de La flaqueza del bolchevique, que vi en la tele y no me convenció. En ambos casos, Paterson y El autor, el asunto de la literatura y su engarce con los hechos cotidianos están planteados desde el punto de vista de la «inocencia» del autor (aunque habría que señalar diferencias en la actitud de uno y otro personaje). O, por decirlo de otra forma, de alguien que se acerca al hecho creativo sin otro interés que el de buscar la felicidad y dejar testimonio de ello. No es poco.
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