Marianne von Werefkin: Luz de luna, 1909 o 1910. Tomado de Wikimedia Commons. |
Ilustración © Javier Serrano |
«Pienso en el Ganges…, el peso de su significado», leía. Y en su cabeza, “junto al humo sobrado de la noche”, se iban abriendo paso, camino del corazón, palabras trenzadas como ramos de flores silvestres que dejaban su perfume y sus “intentos de fuga”, tal vez con ese gesto que muestra que “ir detrás del amor que ya no corresponde” es como intentar “subirse a un tren que nadie conduce”. El curso de estas aguas nos atrapa y nos incita a “hallar la luz donde la sombra acaba”, acaso porque “así es el Ganges, servidor de la vida y de la muerte” y “es la tristeza un nenúfar que flota en el río y no se ahoga”. Y al contemplarlo “puede el sueño llegar más allá de lo visible” y despertar en el centro consciente de la vida, allí donde tiene “la muerte el peso de su significado”. «Flores en el Ganges»: quien las miró las cuenta.
Antonio Berni: El equipo de fútbol o Campeones de barrio, 1954. Colección particular.
El fútBOL es una paráBOLa, una pasión diaBÓLica, un arreBOL venido directamente del televisor a tus mejillas, a veces —según veo— el peligro continuo de sufrir una emBOLia, también un asunto de BOLudos, BOLingas o meramente BOLos, si bien en ocasiones puede convertirse en un tréBOL de cuatro hojas, el óBOLo que te salva del tedio del final de la tarde, quizás un BOLso lleno de sorpresas, de BOLetos de tómBOLa que vocea y reparte la suerte en días feriados, dictando con ello, tal vez, una momentánea y urgente dizque aBOLición de malas vibras, aunque el diáBOLo a menudo se tuerce y en su bamBOLeo cae en lo sembrado y crea gran BOLlicio, todo por la exaltación planetaria de una BOLa, sin descartar el minucioso emBOLado que supone, con su BOLsa sonante, su siembra a BOLeo de intereses ceBOLlinos, o incluso su metaBOLismo colérico frente al que no logra imponerse la pasión de un gran símBOLo, por más que en ocasiones se manifieste con un toque medio BOLchevique, aunque más a menudo semeja un BOLero con vocación de tango, sin descartar alguna forma imprevisible de que te den BOLeta, o te pase por encima un BÓLido de sensaciones vidriosas, casi una variante bastarda del encaje de BOLillos, en algo que siempre siempre siempre es una hipérBOLe: la paráBOLa (ya se dijo) de la BOLita que no cesa de rodar, ese hipnotismo o pura fascinación de lo que va y vuelve.
(LUN 500 ~ «Perec al paso», y 179)
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(En voz alta). Magnífico el libro que Sergio del Molino ha dedicado a Felipe González. Una novela (insisto: novela) excepcional. Entre sus página me ando. Y recreando sensaciones parecidas a las que hace unos años tuve con otra “novela” también espléndida, tal vez definitiva en lo suyo: «Crónica de un instante», de Cercas. Como los medios de hoy permiten leer en cuatro o cinco dimensiones, gracias a la virtud de la tecnología aplicada a la realidad, salto a menudo de las páginas del libro al Google o al YouTube y localizo y visualizo algunos documentos citados para comprobar la exactitud de las descripciones. De esta muy conocida (?) pero poco divulgada foto que Pablo Juliá le hizo a su amigo González a finales de los sesenta (1968) SdM escribe: «… en su casa de Bellavista, en verano, un jovencísimo González se apoya en el capó de un coche. Lleva una camisa de cuadros de manga corta y fuma lo que queda de un purito, casi una colilla. No parece darse cuenta de que lo están retratando. Atento a algo fuera de cuadro, sonríe a medias con los ojos entrecerrados». Algún otro detalle se podría describir: lo que refleja el retrovisor del coche, la cara de niño o niña que cruza ante el objetivo (al parecer, una sobrina del retratado) ... Y queda la duda de lo que el joven FG se trae entre manos. Cualquiera diría que se está liando un truja, pero es mucho decir. Vuelvo al libro.
Las luces de la noche sobre Jemâa el-Fnaa (جامع الفناء), en Marrakech.
A partir de una foto de Getty Images.
Estábamos ya instalados en la noche 501 en el viaje de vuelta cuando Sherezade irrumpió en la estancia y, sin pedir permiso, mirando con descaro al coro de oyentes —aquello parecía la halka de Jemâa el-Fna en plena hipnosis— hizo unos gestos como de director de orquesta y dijo: «A ver, los que hayan venido a escuchar chistes que se pongan a este lado; los que busquen cotilleos políticos o inguinales, a este otro; y los que vengan detrás de las quisquillas de la marea baja, aquí delante». Esperó unos minutos y como no se producían los movimientos que sin duda ella esperaba —tenía previsto rematar la intervención con una expulsión general al grito de: «Esto es el Cuento de Nunca Acabar»–, volviose al epicentro de la escena y, mirando de soslayo a la ventana por donde solía sorprenderla la primera luz, no pudo por menos que sonreírse para sus adentros. Y luego entornó el libro.