De los días pasados en los árboles sólo recuerda la vez aquella en que su abuelo lo llevó a conocer el vidrio y se le helaron las lágrimas de la memoria en el crítico momento de sentir cómo se le cerraban los ojos por última vez. Estamos vivos, y si acaso, de milagro.
Steiner en su casa de Cambridge, en 2016. Foto Antonio Olmos.
(Lecturas en voz alta). Después de sobreponerme al efecto de ese calculado ejercicio de “extrema autoestima” que significa reclamar una entrevista póstuma, me he lanzado vorazmente sobre esta pieza del gran George Steiner que nos acerca al genio y al temple de un magnífico divulgador en el momento crucial de dar por concluida su vida y hacer un nervioso —aunque razonado— balance biográfico, lúcido a la par que generoso y también indulgente. Lo he leído en el papel, lo que además me ha permitido subrayar algunos fragmentos que me han parecido memorables (literalmente) y que de inmediato incorporaré como un digno capítulo final a Errata, los inolvidables apuntes biográficos del destacado intelectual. Se está volviendo tan concurrida la cola del “Éxitus”, que corremos el riesgo de quedarnos sin manos para tanta despedida.
José Luis Cuerda, una mirada inteligente y divertida.
(Visiones en voz alta). A José Luis Cuerda, que acaba de abandonar el patio de butacas, le debemos los amantes del cine muchas mercedes directas e indirectas. De las primeras destacan, claro está, sus películas, entre las que, además de ese santo grial del surrealismo mesetario que es Amanece que no es poco, con sus precuelas y secuelas, ocupa en mi memoria un lugar sobresaliente La lengua de las mariposas, filme que está a la par, en calidad, belleza y emoción, del maravilloso cuento de O’Rivas en que se basa. Y que sigue conteniendo, en su escena final, una de las metáforas más dolorosas y ciertas de la tragedia absoluta que fue la Guerra Civil. En cuanto a las deudas indirectas, son muchas, pero no es la menor el decisivo apoyo que Cuerda le prestó en sus inicios a Alejandro Amenábar, hasta el punto de que no es exagerado afirmar que fue el verdadero descubridor de su talento. Aparte de esto, en mi tributo particular al gran cineasta destaca sobremanera otra pieza que forma parte de mi filmografía preferida y que, si logro localizarla en mi vieja colección de deuvedés, volveré a ver hoy en su honor y como agradecimiento por las muchas horas de felicidad. Me refiero a El bosque animado, ese viaje por las “corredoiras” de la memoria y la imaginación que tan vivo sigue, aunque sea a costa de contener, ay, ya tanta muerte. Buen viaje, maestro. Que el espíritu libre del bandido Fendetestas y el ánima de Fiz de Cotovelo, junto con el resto de la blanca comitiva, guíen tus pasos.
Juan Soriano: «La muerte enjaulada» (serigrafía), 2001. Colección Marek Keller.
De sus viejos sueños de poeta ya sólo le quedaba la vanidad. Y como tampoco conseguía estar a la altura de la imagen de sí mismo que la vanidad le reclamaba, la transformó en soberbia. Con ella, al principio tampoco parecía estar a gusto, pero poco a poco la fue ablandando, domando, superponiéndola a su cuerpo, hasta hacerla tan cotidiana como un espejo o la percha en que se cuelga un traje. La convirtió, en suma, en su verdadera casa. Y en ella persevera desde entonces mientras se consume como carne de mausoleo.
(Lecturas en voz alta). Me gustó mucho Lo de Évole (menos el título) y me entusiasmó la presencia de Jesús Quintero, al que este mismo jueves próximo pasado tuve la suerte de poder saludar en Fitur, mientras se presentaba en el pabellón de Huelva su fundación. Me gustó tanto, ya digo, el programa, que iba a escribir sobre él. Pero una vez más Jabois pone el listón tan alto que sería inútil y cicatero (“cucañero” sugiere el enano corrector, él sabrá por qué) no repicar su artículo. Sea. Sólo aprovecharé para enviar un saludo admirado a Javier Salvago, que puso en la pieza algunos de los momentos más veraces. Y casi todas las “preguntitas”.
El poema se compone de oraciones, imágenes que elevan la mirada hasta el fondo del duelo de la vida, es una devoción que da sentido al instinto más puro de la especie.
La palabra nos salva de la nada porque hace que la nada no destruya el hilo que da vida a nuestros sueños más allá de la muerte y sus esbirros. Es nuestra fe: engendra trascendencia.
Por el poema es posible volar a ras de tierra para ver cómo crecen las semillas de la bondad, la verdad y la belleza.
El poema es el latido de la vida. Su verdad es terrible: también muere.
La materia del poema es el poema. El poema es materia maleable: importa en su decir cómo lo dice (no hay querella de fondo con la forma).
La línea de tensión es siempre imaginaria. Hay que tensarla en todos los sentidos.
El poema es siempre impersonal: desaloja las máscaras para mostrar que todo rostro oculta una carencia y un sueño inalcanzable.
Hay que regar la tierra del poema, inventar el paisaje, darle cuerpo.
También es la memoria arquitectura. Y ruina romántica: viejas losas comidas por la hierba y el sol poniente tras los arcos desnudos, entre columnas que ya tan sólo enmarcan la lenta somnolencia del pasado, los ojos adheridos a la hiedra y el vómito de la melancolía.
Por eso es el poema, en su mudanza, una suerte de sagrado sortilegio, un eco de palabras sanadoras que hay que decir despacio y por su orden.